jueves, 17 de diciembre de 2015

1. LA RACIONALIDAD





1.            La Racionalidad

Gerardo Barbera



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La Filosofía Occidental tiene su origen y sus raíces fundamentales  en la antigua Grecia, considerada como la cuna de nuestra cultura en general.
Uno de los elementos básicos de la filosofía griega fue su concepción antropológica centrada en la racionalidad como  lo esencial de la naturaleza humana.
Aristóteles ha sido, tal vez, el filósofo que mejor representó el paradigma de la filosofía griega y  con su definición del hombre como “animal racional” colocó los rieles de toda la antropología del pensamiento de la cultura occidental.
 No ha existido un concepto de la naturaleza humana, que haya marcado tanto la historia de la filosofía de nuestra cultura. Todos los viajeros del tren de la filosofía occidental se han servido del boleto  “animal racional”, lo admitan; o no. Independientemente del color del boleto, el tren siempre ha viajado sobre los mismos rieles.
De esta manera, se declaró para toda la eternidad, la esencia misma de la intimidad del hombre: “La racionalidad”, como único fundamento metafísico del ser ontológico de la naturaleza humana. Todo conocimiento dialéctico consigue su principio y fin en la racionalidad  como posibilidad y fundamento de su propio movimiento.
El aspecto racional ha cobrado tanto peso en la concepción antropológica de nuestra cultura, que el elemento “animal”, en la mayoría de los casos ha resultado un estorbo, un mal necesario que solamente puede ser apreciado como un soporte, donde reside la racionalidad.
Lo “animal” ha sido siempre considerado, en el mejor de los casos, como la residencia inapropiada del “yo personal”, de la esencia racional del ser humano.
Según Aristóteles, una definición se conseguía a través de un proceso sistemático y lógico de clasificación, con el fin de llegar a un resultado en donde se pudiese  observar un elemento común de referencia, o de comparación con otros seres, y un elemento específico, que lo haga único y que defina su propia naturaleza.
 En el caso del hombre, el elemento común de referencia sería “la animalidad”; y como característica esencial y específica, se presentó  “la racionalidad”.
Esta concepción lógica y conceptual del hombre, tiene sus bases metafísica en el ser ontológico mismo de la naturaleza humana, que al igual que todos los seres existentes en el mundo real y concreto está formado por materia y forma. Todo cuanto podamos observar en el mundo natural está hecho de “materia” y posee una forma determinada. Por lo tanto, el elemento material lo hace común a otros seres, pero se diferencia en cuanto a la forma.
El hombre ha sido considerado un animal en cuanto a su ser material. Y la racionalidad ha sido considerada, como la forma o la esencia específica de la naturaleza humana. Al punto de que las  ciencias formales como la Lógica,  la Metafísica y la Ontología se convirtieron en los pilares fundamentales de la Antropología de la cultura occidental.
El hombre en sí mismo es considerado como racionalidad íntima, en donde la animalidad no tiene lugar como elemento esencial de la naturaleza humana. En tal sentido, la racionalidad  es la humanidad manifiesta. Humanidad y racionalidad se identifican. Lo contrario a la naturaleza humana es irracional. Y la razón fundamenta el desarrollo de la humanidad.
Ha  resultado de poco provecho las peripecias y vueltas de algunos filósofos en procura de una antropología distinta a la racionalidad. Lo que somos en esencia nunca ha dependido de las opiniones, ni de consideraciones filosóficas. El ser en sí de nuestra naturaleza, no depende del nivel cognitivo de un pensador, ni de una época. La esencia que nos hace humanos y radicalmente originales en el mundo es concreta y real, y está ahí presente: La Racionalidad.
La existencia del elemento real y concreto que hace posible que el ser humano sea capaz de tomar conciencia de sí y de la realidad, no depende de nuestros deseos, gustos, anhelos, sueños, metas, temores. No es producto de las relaciones sociales, ni de la angustia, ni de ninguna alienación posible. Tan poco es producto de nuestros pensamientos, ni de las proyecciones de la imaginación, ni del poder de la voluntad.
 La racionalidad en sí, como elemento esencial, no ha sido fruto del desarrollo de la cultura, ni de las vueltas de la historia. La esencia de la naturaleza humana no es producida por influencia de alguna energía cósmica. No es una partícula de la Gran Conciencia Universal. Ni siquiera puede ser resultado del azar biológico.
Somos racionalidad, pero íntima, elemento que el paradigma griego no comprendió y aún pagamos las consecuencias de esa omisión. La intimidad es la condición de existencia de la racionalidad. Esta intimidad es el secreto de la antropología  que no ha sido develado y que realmente tiene que ser el punto de partida de cualquier sistema filosófico que pretenda dar razones de la naturaleza del hombre en sí. Toda antropología filosófica, sincera en sus intenciones, tiene como objetivo develar el secreto de la naturaleza del hombre, para escapar de la ficción metafísica sin raíces ontológica, que se convierten en engaños de saltimbanquis del lenguaje.
No aceptar nuestra condición esencial y ontológica, tal cual como es, nos puede llevar por los senderos de alienaciones existencialistas o melodramáticos, o por  caminos de ideologías  de dominación  y explotación del hombre contra el hombre.
Cuando se construyen sistemas de pensamientos, que no tienen como punto de partida, el hecho real de que somos en esencia racionalidad íntima, condicionamos irremediablemente  el camino del pensamiento, ocultándole la luz, para conducirlo a  ideologías de muerte.
 Errar desde el inicio, al negar nuestra ontología antropológica, convierte el pensamiento filosófico en ideología a favor de la clase dominante de turno, para justificar la explotación de los más débiles. De tal manera, que el pensamiento se transforma en fundamento de la esclavitud. La verdad consistiría, por lo tanto, en negar a los más débiles el derecho a una existencia digna.
Si la opción consiste en negar la racionalidad íntima como punto de partida del pensamiento, en virtud de no aceptar las consecuencias, y preferir dar la espalda a la verdad, se puede llegar a recorrer senderos de filosofías existencialistas alienantes, que no serían más que cortinas de humo para evadir, a través de “opios lógicos” el temor a lo que verdaderamente somos.
La filosofía puede  hacer del hombre un adicto a la más horrible de las drogas: creer ciegamente en la verdad  objetiva. Esta creencia tiene el mérito de haber convertido la oscuridad en luz, en un constante desvarío dialéctico que ha permitido transformar la enfermedad mental en el trasfondo psicológico de toda una cultura social que se alimenta de su propia locura.
Por muy “eterna” que parezca la alucinación filosófica, el amanecer llegará; y la verdad, independientemente de nuestras “angustias”, se impondrá como la luz del sol después de la tormenta.
Todas las verdades que hemos adorado y protegido son realmente humo, que indican el camino hacia la nada, de donde nunca debieron haber salido. Esas verdades objetivas y reales, no son más que sombras heredadas de una generación a otra,  cuya única virtud consiste  en haberse convertido en piedras sólidas del pensamiento,  a pesar de los llamados cambios de paradigmas
Esas verdades son auténticas mentiras, que carecen totalmente de fundamentos ontológicos. No tienen nada de la objetividad que siempre se le ha otorgado, tal vez, para reafirmar una antropología metafísicamente superior, enferma de una conciencia que se pretende habitante especial del universo, con poderes ilimitados e infinitos, que no necesita de nada, ni de nadie, y que evoluciona hacia el dominio perfecto y absoluto de cuanto existe en este mundo y en todo el firmamento.
 Pero, que contradictoriamente, y como muestra de su engaño, siempre ha llegado a la misma conclusión: “El hombre es un misterio”. Es decir, la conciencia objetiva no se conoce ni siquiera a sí misma. La ignorancia ha sido el producto más perfecto del conocimiento objetivo.
Tantas páginas escritas, para afirmar que la humanidad no tiene la menor idea de quién es el hombre en realidad. Toda la cultura ha servido para decir “no sé nada de mí”. Y la cuestión es que algunos lo dicen con orgullo, ya que al no poder definir al hombre en su esencia real, lo hacen menos objetivo que al resto de la creación; y por lo tanto, en un ser especial.
 Todo el “misterio”, podría reducirse al terror existencial que produce el hecho de enfrentarse a la verdad de la naturaleza en sí del hombre, y aceptarla tal cual como es, por muy duro que parezca, por absurda que pueda aparentar ser. Lo cierto es “que la Tierra se mueve”, aunque para muchos era la mentira más absurda.
Pienso que las verdades que hemos construido hasta ahora son producto del “sentido común”, que algunas veces, desde el razonamiento lógico se presentan como más refinadas, pero siguen siendo productos del “sentido común”. Son verdades, que lejos de ser objetivas, son útiles y nos ayudan a sobrevivir, y gracias a esta utilidad se han convertido en verdades  objetivas.
 Pero, a pesar de su utilidad en el orden de la sobrevivencia, realmente nos han ocultado el “misterio” de nuestro ser. Las aproximaciones a la realidad tal cual como es en sí misma, se han conseguido avanzando, muchas veces en contra del “sentido común”. Parece que todavía no hemos aprendido la lección.



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