sábado, 10 de diciembre de 2016

DESDE EL PARADIGMA DE LA COMPLEJIDAD: EL SUJETO Y EL OBJETO





DESDE EL PARADIGMA DE LA COMPLEJIDAD: EL SUJETO Y EL OBJETO

Gerardo Barbera




Con la teoría de la auto-organización del sujeto y de la conciencia; y la tesis de la complejidad ontológica del entorno, o del ecosistema planetario, y del universo en su totalidad, se concibe el conocimiento desde la complejidad de elementos comunes a la Física, Biología y a la Antropología en continuidad y unidad ontológica.  Este modo epistémico, que parte de la complejidad ontológica del sujeto y del entorno,  permiten situar los niveles de complejidad diferentes en la realidad física y en los seres vivientes, incluido el nivel de muy alta complejidad; y tal vez, de hipercomplejidad propio de la conciencia del sujeto humano; o si se prefiere, del ser personal, como distinto y trascendente, capaz de imaginación, creatividad y libertad. Es decir, la complejidad en física-biológica-cultural en la realidad de cada ser humano como ser en unidad real con el universo. En este sentido, Morin sigue fiel a ciertos fundamentos de la filosofía marxista, al entender la unidad material del universo, en donde la vida sería una especie de “salto cualitativo” de la materia inorgánica, como lo expresa en modo sencillo Echegoyen (2015) al referirse a las leyes del materialismo dialéctico:
 Ley del tránsito de la cantidad a la cualidad: cuando los cambios cuantitativos adquieren un nivel crítico, se produce un cambio cualitativo, un salto que da lugar a una realidad de una especie superior. Engels ilustra esta ley con el ejemplo del agua que se calienta gradualmente hasta que en un momento decisivo se convierte en vapor. La vida se produce por un salto cualitativo de la materia inorgánica, la vida animal de la vegetal y la conciencia espiritual a partir de la animal. (p. 136)
Desde el paradigma de la complejidad, la relación entre el universo físico y el universo biológico conforman una totalidad de la realidad en sí misma, en cuanto unidad ontológica en el  modo de ser complejo y sistémico. En consecuencia, las nociones del saber científico no deben ser simplificadas y empaquetadas en esencias universales y almacenadas como paquetes epistémicos en un sujeto racional y lógico.
En el fondo, el proceso educativo, se fundamenta en posturas epistémicas  que permitiría ampliar el conocimiento de una realidad compleja en sí misma. De hecho, se plantea una filosofía educativa,  en donde los límites epistémicos no existen en el territorio de la realidad en sí; sino, que se reducen a modos culturales de conocer, que pueden ser modificados, ampliados, mejorados para trascender el conocimiento analítico hacia un conocimiento complejo, de aquí surge una teoría del conocimiento que fundamenta la filosofía educativa propuesta por Morin en la Educación del Nuevo Milenio. La complejidad epistémica amplía la comprensión de una realidad compleja en sí misma.  
Entonces, ocurre una especie de salto cualitativo en el modo de conocer según el paradigma de la complejidad y no solamente en el modo de ser de la realidad; entonces, el conocimiento científico, en cuanto ciencias fundamento de la comprensión del ser de la realidad y de la vida, deja de ser reduccionista, simplificador, y se hace crucial para el comprender la realidad, se convierte en saber humano, que trasciende lo pragmático y lo tecnológico.
En el fondo, el paradigma de la complejidad, se propone como alternativa, del conocer científico analítico del hombre en la actualidad, se trata de un modo distinto de hacer investigaciones científicas, frente al absolutismo reduccionista del positivismo de la Modernidad, que impera en la cotidianidad actual  en el modo de conocer de la ciencia. Todavía en la actualidad, lo alternativo en el modo de investigar, en el mejor de los casos se acepta a medias,  solamente en algunas áreas de las ciencias sociales, antropológicas y en alguna corrientes del pensamiento del campo de la psicología; pero, en las llamadas ciencias duras aún se está muy lejos de abandonar el absolutismo epistémico del positivismo.
Entonces, este modo de paradigma epistémico desde la complejidad, permite la emergencia, en su propio campo, de aquello que había sido hasta ahora rechazado  como elementos totalmente ajenos al conocimiento de la ciencia positivista: el mundo como totalidad real y el sujeto. La noción de sistema abierto que surge desde la complejidad epistémica se abre, profundamente sobre lo humano, la conciencia, como posibilidad de penetrar sobre la naturaleza ordenada y desordenada del ser en sí del universo; y sobre todo, el acercarse a la comprensión humana de un devenir físico y biológico que se presenta  ambiguo, que tiende a la vez al desorden  y a la organización en un mismo ser sistémico que existe en modo real y trascendente a la conciencia de la subjetividad humana.
 Al mismo tiempo, la noción de sistema abierto propia de un paradigma de la complejidad, llama a la noción de ambiente en cuanto ecosistema planetario, o en cuanto universo material en sí mismo, y allí aparece lo físico no solamente como una esencia de carácter filosófico, sino como horizonte de realidad mucho más amplia, sin límites epistemológicos, sin fronteras puestas por la conciencia humana; un mundo real, que está ahí, propio de ser conocido en relación con la trascendencia del ser de la conciencia del sujeto humano, abierto más allá al infinito, sin ataduras matemáticas o lógicas, debido a que todo entorno físico, ecosistema, comunidad, sociedad puede, en sí mismo, y no por creación imaginaria del sujeto,  volverse sistema abierto, dentro de otro ecosistema más amplio, que lo involucre, desde el cual es comprendido en relación sistémica.
En consecuencia, la realidad del sujeto emerge al mismo tiempo que el mundo en una conexión real y compleja en sí misma, que desde el sujeto se amplía los círculos de comprensión de una realidad cada vez más amplia en constante relación y complejidad. Emerge, sobre todo, a partir de la auto-organización, autonomía, individualidad, complejidad, incertidumbre, ambigüedad, se vuelven los caracteres propios del objeto existente en sí mismo, y de la conciencia humana que los abarca, en círculos paradigmáticos del mismo conocer desde la complejidad.
 Cuando el término conciencia lleva en sí la raíz de la subjetividad compleja, que se desarrolla en el conocer una realidad ontológica compleja en sí misma, llevaría a la conciencia de sí, en donde el sujeto se realiza y se conoce a sí mismo como abierto a horizontes infinitos, como sujeto que trasciende lo dado En suma, la subjetividad humana, aparece como sistemas dotados de una capacidad de auto-organización tan elevada como para producir una misteriosa cualidad llamada conciencia de sí, en cuanto complejidad que es capaz de conocer y acercarse a un universo cada vez más misterioso, y que no se puede reducir satisfactoriamente a fórmulas matemáticas, tal como lo expresa Hartmann (2005) en su crítica a las pretensiones epistémicas del positivismo científico:
La exactitud de la ciencia positiva tiene su raíz en lo matemático. Pero esto no constituye en cuanto tal las relaciones cósmicas. Todo lo cuantitativamente determinado es cantidad de “algo”. Ciertos sustratos de la cantidad están, pues, supuestos en toda determinación matemática. Estos supuestos, lo mismo si se trata de la densidad, la presión, el trabajo, el peso, la duración que dé la longitud espacial, permanecen en cuanto tales idénticos en medio de la multiplicidad cuantitativa, y es necesario conocerlos ya por otro lado, si se quiere tan sólo comprender lo que pretenden decir las fórmulas matemáticas en que apresa la ciencia las relaciones especiales de ello. Pero por detrás de ellos mismos está una serie de momentos categoriales básicos que tienen también y patentemente carácter de sustratos y se sustraen a todo intento de apresarlos cuantitativamente, porque son supuestos de las relaciones cuantitativas reales. De esta especie son, ante todo, el espacio y el tiempo, y  tras de ellos, pero no menos, la materia, el movimiento, la fuerza, la energía, el proceso causal y otros    (p. 8)

En este sentido, la realidad del conocimiento desde una conciencia humana compleja y trascendental, no aparece como una conciencia aislada que existe en sí y por sí misma, sino en relación epistémica y ontológica con la realidad física, biológica y cultural. Más aún, desde la complejidad, se presenta a un sujeto y a una realidad externa de manera recíproca e inseparable: el mundo no puede aparecer como tal, es un ecosistema del hombre, un mundo humano, por decirlo así, sería el hogar del hombre. De tal modo, que es en el planeta Tierra, en cuanto ecosistema real y concreto, donde el sujeto personal y social, se desenvuelven y se descubren a sí mismos como conciencia humana; y el entorno planetario, como el hogar de la humanidad; se trata de una conciencia existencial y ecológica. El planeta señala el desde donde la persona se hace sentido existencial, libertad y trascendencia. El planeta no es una mina que haya que explotar, o una cárcel hostil que haya que destruir, es el “mundo”.
En consecuencia, el ecosistema planetario es el horizonte de la realidad física, no puede aparecer si no es para un sujeto pensante en búsqueda de sentido existencial personal, comunitario, social e histórico; precisamente, esta búsqueda de sentido trascendental se manifiesta como el nivel máximo del desarrollo evolutivo y biológico de la complejidad auto-organizadora, y es conseguido a través de un proceso educativo, que se funde en la filosofía de la complejidad desde una conciencia ecológica; de hecho, el paradigma de la complejidad se presenta como una Filosofía Existencia que se desarrolla a través de una Filosofía Educativa. La educación se convierte en la alternativa de un nuevo mundo cada vez más humano.
El sujeto y el objeto aparecen así como las dos emergencias últimas, inseparables de la relación entre un sujeto sistémico y complejo en sí mismo y un ecosistema sistémico y complejo en sí mismo, que se entretejen dentro de una realidad o  entorno vital, físico, biológico y   cultural desde el cual se hace historia humana, como un recorrido educativo, hacia un modo de historia existencial y de búsqueda de sentido trascendental.
Ahora bien, se puede entender que el modo complejo de la relación ontológica y epistémica entre sujeto y objeto en continuidad, sería  como la primera etapa de un sistema alternativo de la relación entre sujeto y objeto que permite acercarse a una segunda etapa entendida por Morin como la teoría de a auto-organización, la cual, a su vez, permite vislumbrar desde una perspectiva distinta y compleja una tercera etapa epistemológica: la de las relaciones entre el sujeto y el objeto desde el paradigma de la complejidad.
A partir de entonces, Morin llega a cuestionar al punto crucial de la Física y de la Metafísica del pensamiento occidental  propio de la Modernidad, que siempre ha fundado la relación sujeto-objeto de manera dualista, ya sea colocando el mayor peso en el sujeto (Idealismo) o fundando el conocimiento en el objeto (positivismo empirista) al mismo tiempo que las opone irreductiblemente. En este sentido, el positivismo empirista propuesto por Locke (2011) siguiendo el criterio de Descartes, en cuanto a la certeza conformada por ideas claras y distintas, entiende que la ciencia es un cúmulo de ideas atómicas que se conforman como la raíz de todo conocimiento:
Puesto que la luz es aquello que nos descubre los objetos visibles, damos el nombre de oscuro a lo que no está situado en una luz suficiente para descubrir minuciosamente la figura y los colores que son observables en un objeto, y que, en una mejor iluminación, podría ser discernible. De la misma manera, nuestras ideas simples son claras cuando son tal como los objetos mismos de los que proceden, las presentan o pueden presentarlas, a una sensación o percepción bien ordenada. Mientras la memoria pueda retenerlas de esta manera y ofrecerlas a la mente siempre que ésta tenga ocasión para considerarlas, ellas serán ideas claras. Y mientras que esas ideas carezcan de alguna exactitud original, o mientras hayan perdido su primera frescura, y estén, como si dijéramos, marchitas o empacadas por efecto de tiempo, serán oscuras. Las ideas complejas, en cuanto están formadas de ideas simples, serán claras en la medida en que las ideas de que están compuestas sean claras, y en cuanto que el número y el orden de estas ideas simples, que son los ingredientes de cualquier idea compleja, sea determinado y cierto. (p. 329)
En efecto, la ciencia occidental se fundó sobre la eliminación positivista del sujeto a partir de la idea de que los objetos, al existir independientemente del sujeto, podían ser observados y explicados en tanto tales y obtener de ellos una especie de copia fiel de la realidad; entonces, si el sujeto es pasivo y el conocimiento sólo es reflejo de la realidad, se presenta la tesis dualista del positivismo; si la experiencia es un dato amorfo, que luego el sujeto convierte en ideas, entonces se plantea el idealismo epistémico.
Por esto, Morin (1999), intentando hacer explícito ese diálogo implícito entre el idealismo y el positivismo empirista, aborda su crítica al modo epistémico de concebir el objeto clásico en la Modernidad,  entendiendo que en la relación sujeto-objeto está el problema epistemológico fundamental de toda manera de construir ciencia y que las estrategias de la ciencia moderna han resultado reduccionistas,  en tanto que han colocado en segundo plano lo esencial de esta relación, que han producido un saber ciego: “el conocimiento que une un espíritu y un objeto es reducido, bien al objeto físico (empirismo), bien al espíritu humano (idealismo). Así la relación sujeto-objeto es disociada, apoderándose la ciencia del objeto, la filosofía del sujeto”. (p. 31)
La idea de universo de hechos objetivos, como si fuese una suma atómica de elementos, se apoderó del paradigma de la Modernidad y se hizo criterio fundamental para hacer ciencia; entonces, liberados de todo juicio de valor al acercarse a una realidad fría y material, se colocó como fundamento metódico, que el conocimiento científico tendría que escapar de toda deformación subjetiva; y esto se lograba gracias al método experimental y a los procedimientos de verificación, lo cual sería la garantía que ha permitido el desarrollo prodigioso de la ciencia moderna.
Ciertamente, se trata de un postulado, es decir, de una posición acerca de la naturaleza de lo real y del conocimiento que en sí misma es una opción a priori. Dentro de ese marco de referencia, el sujeto es la perturbación, la deformación, el error que hace falta eliminar a fin de lograr el conocimiento objetivo; o bien, la conciencia sería el espejo, simple reflejo del universo objetivo. Desaparecen los sentimientos, los ideales, las motivaciones; en fin, en el paradigma positivista de la Modernidad desaparece lo humano.
El sujeto es rechazado y valorado, como perturbación o como ruido, precisamente porque es indescriptible según los criterios del objetivismo, ya que no habría nada en las teorías actuales del pensamiento o de la conciencia que  permita distinguir lógicamente entre un objeto como una piedra y un sujeto como unidad de conciencia, el cual aparece sólo como un montón de células si lo ubicamos en el cuerpo de un animal o de un ser humano y lo llamamos “Yo”. El problema consiste en que para el positivismo todo lo que no es palpable de alguna manera, y en consecuencia, medible, simplemente no sería objeto de estudio de la ciencia; entonces, el sujeto, el “Yo”, la conciencia son actividades de algunas células del cerebro no observadas en sí mismas, sino, en sus resultados; ni siquiera, las llamadas imágenes o ideas en la conciencia son observadas por un tercero. El sujeto se vuelve fantasma del universo objetivo, sería la misteriosa sustancia llamada alma que desafía la descripción en términos de predicados aplicables a un objeto contenido en el material y objetivo. Morin (1999) sostiene que a partir de esta disyunción entre sujeto y objeto se fue fraguando la noción clásica de objeto en la ciencia, que nuestro autor describe de esta manera:
La ciencia clásica se fundó bajo el signo de la objetividad, es decir, de un universo constituido por objetos aislados (en un espacio neutro) sometido a leyes objetivamente universales. En esta visión el objeto existe de manera positiva, sin que el observador participe en su construcción con las estructuras de su entendimiento y las categorías de su cultura. Es sustancial; constituido de materia que tiene plenitud ontológica, es autosuficiente en su ser. El objeto es pues una entidad cerrada y distinta, que se define aisladamente en su existencia, sus caracteres y sus propiedades, independientemente de su entorno. Se determina tanto mejor su realidad objetiva cuando se le aísla experimentalmente. Así, la objetividad del universo de los objetos se sustenta en su doble independencia con respecto del observador humano y del medio natural. (p. 31)

Ahora bien, a esta noción de objeto propia del positivismo le corresponden tanto una metafísica, y una postura epistemológica coherente. Dentro del paradigma de la Modernidad, el conocimiento del objeto es el de su situación en el espacio como un ente aislado, sin relación ontológica  con su entorno, ya sea su posición, su velocidad en un momento determinado; además, de sus cualidades físicas, como la masa, densidad, energía; de sus propiedades químicas, de todas las leyes generales que actúan sobre él.
Así, pues, desde la Modernidad, lo que caracteriza al objeto puede ser abordado de tal manera que sea comprendido desde magnitudes medibles expresadas en fórmulas que representarían leyes abstractas del universo físico y que su misma naturaleza material puede ser analizada y descompuesta en sustancias simples o elementos, de las que el átomo se convierte en la unidad de base, indivisible e irreductible, de manera que los objetos serían concebidos como compuestos de elementos primarios que detentan las propiedades fundamentales de dichos objetos. Por tanto,  para la ciencia clásica conocer el objeto ha significado definir su situación en el espacio en un tiempo determinado o describir sus propiedades físicas y químicas, así como las leyes universales e inmutables que actúan sobre todos los elementos del universo material, siendo todo ello abordable y expresadas desde magnitudes medibles bajo la exactitud propia de la Matemática.
 En este contexto lo objetivo se entiende como material y lo material se concibe como descomponible en sustancias o elementos simples, siendo el átomo el paradigma de este universo. Desde luego, comprender la naturaleza de un objeto quería decir entonces conocer sus elementos simples y las reglas  simples de combinaciones de sus elementos, claro, esto entendiendo que no existía en este paradigma positivista ninguna referencia al sujeto “misterioso”, ni noción clara de organización ontológica del propio objeto, que siempre era considerado como ente en sí mismo y desarmable.
Fue así como se fue consolidando una concepción epistémica cartesiana y mecanicista, basada en la importancia de la idea clara y distinta y la búsqueda del elemento simple como principio fundamental en el ámbito de la epistemología. Morin (1993) hace referencia a este modo epistémico reduccionista del positivismo de la Modernidad:
La ciencia aisló y recontó los elementos químicos constitutivos de todos los objetos, descubrió unidades más pequeñas, concebidas en principio como moléculas y después como átomos, reconoció y cuantificó los caracteres fundamentales de toda materia, masa y energía. El átomo resplandeció, pues, como el objeto de los objetos, puro, pleno, indivisible, irreductible, componente universal de los gases, líquidos y sólidos. Todo movimiento, todo estado, toda propiedad, podían ser concebidos como cantidad medible por referencia a la unidad primera que les era propia [...]. El método de la descomposición y la medida permite experimentar, manipular, transformar el mundo de los objetos: ¡el mundo objetivo...!.

Cabe destacar, que esta actitud epistémica fue extendiéndose a todas las demás ciencias. Entonces, la realidad en sí misma era concebida como un conjunto infinito de elementos conformados por átomos; es decir, la realidad era cuantificable en sí misma. De hecho, desde el átomo hasta la conciencia humana, desde la célula hasta la sociedad; todo el universo era cantidad sujeta a leyes físicas conocibles y aplicables.  Así, pues, en las ciencias humanas tomaron como ideal y como referente el “objetivismo” físico, dado el éxito progresivo de su eficiencia en cuanto a resultados técnicos y en el campo de la salud. La ciencia positiva estaba cambiando la estructura del mundo y el modo de existencia de los seres humanos para bien y para mal. Así, ciertas corrientes de pensamiento filosófico  y  las ciencias sociales optaron también por constituir su objeto como aislado del entorno y del sujeto; y a explicarlo a partir de sus elementos simples y de las leyes generales que lo rigen.
Frente a este paradigma positivista, Morin (1999) una y otra vez cuestiona esta concepción que se basa en la división de los elementos y en una concepción ordenada y mecanicista de la realidad propuesta por Descartes, a quien considera iniciador del positivismo atómico: “Fue el primero, en no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, y aceptar lo que se presentase tan clara y distintamente que no hubiese ocasión de ponerlo en duda”.  (p. 29) Y vinculando la crítica que hace Morin (1999) del positivismo cartesiano, en cuanto a la búsqueda de la certeza absoluta de ideas claras y simples, despojada de cualquier posibilidad de duda metódica o real,  escribe:
Hoy no se puede partir más que con la incertidumbre, incluida la incertidumbre sobre la duda. Hoy tiene que ser metódicamente puesto en duda el principio mismo del método cartesiano, la disyunción de los objetos entre sí, de las nociones entre sí (las ideas claras y distintas), la disyunción absoluta del objeto y del sujeto” (p. 34)
De hecho, la percepción cotidiana del mundo fenoménico de las cosas en sí, se da mediante esta forma de aprehender la realidad, desde un mundo de significados, aprehendemos objetos que nos parecen independientes de nuestros procesos de percepción, existiendo al margen y de modo trascendente a la subjetividad del ser humano,  de nuestro propio conocimiento y con una realidad propia que nada tendría que ver con nuestra subjetividad. A partir de esta noción cotidiana y espontánea de conocer al objeto, se impondrá cada vez más un paradigma epistemológico que será denominado “científica” por sus defensores y que será criticada como “reduccionista” por sus críticos más feroces.
De modo que, desde el paradigma científico de la Modernidad,  la descripción de todo objeto fenoménico compuesto o heterogéneo, comprendido en sus cualidades y propiedades,  consistiría en descomponer este objeto en sus elementos simples. Por tanto, explicar un fenómeno llevaría a descubrir los elementos simples y las reglas simples a partir de las que se operan las combinaciones variadas y las construcciones complejas. Entonces, desde esta visión,  todo objeto de estudio puede ser investigado y descrito a partir de las leyes generales a las que está sometido y de las unidades elementales por las que está constituido, todas las referencias a la subjetividad o al entorno quedan excluidas y la referencia a la naturaleza organizacional del objeto sería un detalle secundario. Todavía, se sugiere que las tesis o trabajos de investigación se redacte en “tercera persona” para darle ese carácter “científico”.
En el fondo, el mundo como ecosistema sería unidad simple, lo mismo que el universo; lo simple es la realidad. Esta visión del mundo y del universo como unidad es defendida por filósofos como Hartmann (2005) quien admitiendo lo sistémico de la realidad, en su texto   Ontología III (La fábrica del mundo real), no escapa de la visión simplificadora cartesiana:
Esta relación es la verdadera unidad del mundo real. El mundo no carece, en manera alguna, de unidad en medio de toda su multiplicidad y heterogeneidad. Tiene la unidad de un sistema, pero el sistema es un sistema de estratos. La fábrica del mundo real es una estratificación. Y lo interesante no es la imposibilidad de tender puentes sobre los cortes –pues pudiera ser que sólo existiese “para nosotros”—, sino la instauración de nuevas leyes y de conformaciones categoriales sin duda dependientes de las inferiores, pero sin embargo de una ostensible índole peculiar y sustantividad frente a ellas” (p. 220)

Es así que el objeto  se entiende como algo que existe de manera positiva, al margen de todo observador que pudiera proyectar las categorías de su cultura ya sea desde opciones ontológicas en donde el ser en sí se entienda como sistemas en relaciones infinitas. Sin importar lo complicado del ser del ente en sí, cuando se entiende a este ser del ente dado a una conciencia de modo de dato frente a ella; entonces, sólo sería cuestión de método adecuado, o de tiempo de evolución de la ciencia para lograr la simplificación del ente en cuanto objeto de estudio. Esta ha sido siempre la “esperanza científica” del positivismo cuando el objeto de estudio se vuelve “misteriosos”.
Desde lo epistémico, la subjetividad que no fue aceptada en la ciencia positivista como dimensión activa del hacer científico, se refugió en la Filosofía y en la Religión. Por decirlo de alguna manera, el sujeto se toma revancha en el terreno de la moral, la metafísica, la ontología, la espiritualidad, la fenomenología religiosa, en el arte; cualquier área; menos, la ciencia. En el fondo,  la subjetividad se convierte en misterio, en una especia de “yo fuera del universo”, y por lo tanto, lo más exquisito de la creación; se arropó de un aura espiritual; además, ideológicamente, es el soporte del humanismo, que a veces se ha convertido en un culto al hombre; mejor, a la “”diosa razón”, considerada como el sujeto que reina o debiera reinar sobre un mundo de objetos, a ser poseídos, manipulados, transformados.
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 Desde la teoría del conocimiento, el yo es un alma espiritual, distinta en su ser al mundo de cosas. Precisamente, en este yo subjetivo sería donde se  reubica al objeto externo que llega a través de las sensaciones como un pálido fantasma. O, en el mejor de los casos, el yo subjetivo sería un espejo en donde se reflejan las sombras de los objetos, que luego se modifican para ser entendibles gracias al trabajo interno de las estructuras o categorías innatas de nuestro entendimiento. Desde todos esos aspectos, gloriosa o vergonzosamente, implícita o abiertamente, el sujeto ha sido espiritualizado, convertido en la negación de lo físico y de lo biológico. Así el “Yo espiritual” logra su venganza, el mundo de las cosas, la materia en sí es degradante, y sólo existe en cuanto es para una “Yo-Conciencia” espiritual, inmortal, eterna en el tiempo y en el espacio. En este sentido, resulta interesante la reflexión de Hegel (2011) en cuanto a la naturaleza autosuficiente en sí misma del sujeto:
El individuo tiene derecho a que la ciencia le facilite la escala para ascender, por lo menos hasta este punto de vista, y se la indique en él mismo. Su derecho se basa en la absoluta independencia que sabe que posee en cada una de las figuras de su saber, pues en cada una de ellas, sea reconocida o no por la ciencia y cualquiera que su contenido sea, el individuo es la forma absoluta, es decir, la certeza inmediata de sí mismo (p. 26)

De hecho, al ser excluida la conciencia del mundo objetivo propio de la ciencia positivista, la subjetividad se identifica desde el paradigma de la Modernidad con el concepto de algo transcendental de origen no material; sino, espiritual. Por lo tanto, este sujeto entendido como superior en cuanto trascendencia de lo meramente material, se despliega en todas las esferas de la realidad no ocupada por la ciencia, o en palabras de Morin (2003) al referirse a la supuesta eliminación del sujeto en el área de la epistemología:
 A la eliminación positivista del sujeto le responde, desde el polo opuesto, la eliminación metafísica del objeto, el mundo objetivo se disuelve en el sujeto que piensa. El encuentro entre sujeto y objeto anula siempre a uno de los dos términos: o bien el sujeto se vuelve «ruido» (noise), falto de sentido, o bien es el objeto, en última instancia el mundo, el que se vuelve «ruido»: que importa el mundo «objetivo» para quien entiende al imperativo categórico de la ley moral (Kant), para quien vive el temblor existencial de la angustia y de la búsqueda (Kierkegaard) (p. 66)

Entonces, para Morin, si bien, el sujeto y el objeto, en cuanto polos del conocer, se anulan mutuamente desde la opción positivista; desde la complejidad, son concebidos inseparables. La parte de la realidad oculta por el objeto lleva nuevamente hacia el sujeto, la parte de la realidad oculta por el sujeto, lleva nuevamente hacia el objeto. Desde la complejidad el conocimiento es relación complementaria en un mismo y único proceso de conocer. Aún más, no hay objeto, si no es con respecto a un sujeto que observa, elige, aísla, abstrae, define, piensa, construye nuevas realidades; y, no hay sujeto si no es con respecto a un ambiente real, trascendente a la conciencia, que le permite reconocerse, definirse, pensarse, construir un mundo de significados existenciales en búsqueda de sentido. El objeto sin referencia al sujeto; y, el sujeto sin referencia al objeto, serían conceptos epistémicos totalmente insuficientes. En este sentido Hartmann (2005) se refiere a la naturaleza de la relación entre sujeto y objeto en el proceso de conocer.
En todo conocimiento se hallan frente a frente un cognoscente y un conocido, un sujeto y un objeto del conocimiento. La relación existente entre ambos es el conocimiento mismo. El frente a frente de ambos miembros es insuprimible y ostenta el carácter de mutua separación originaria, o trascendencia”      (p. 65)
Por tanto, la idea de un universo material que pueda ser comprendido objetivamente, estaría privada de la conciencia subjetiva que conoce, se trataría de una idea reduccionista, cerrada sobre sí misma, que no reposa sobre nada que no fuera el postulado de la objetividad, rodeada por un vacío insondable que tiene en su centro, allá donde está el pensamiento de este universo, otro vacío insondable desde lo epistémico al pretender que la realidad del objeto en sí se da del todo en el acto de conocer, que siempre es trascendencia perenne como lo afirma Hartmann (2005) al referirse a la naturaleza metafísica del conocer; no una metafísica espiritual o inmaterial; sino, entendida como la imposibilidad de abarcar el ser del objeto en sí mismo en una experiencia sensible, particular y finita:
Como lo existente es indiferente a la objetificación, la frontera que ésta le ofrece puede correrse por principio sin limitaciones. Mas no es necesario que así ocurra de hecho.  La capacidad del sujeto para correrla puede tener sus límites, y entonces esa segunda frontera es absoluta. También ésta se inscribe en la cosa existente como totalmente indiferente y arbitraria para ésta; no es una frontera de lo transobjetivo, sino sólo de su objetificación. A diferencia de la frontera fluctuante del conocimiento, es la frontera fija de lo cognoscible. Lo que hay entre el primer límite y el segundo es la parte desconocida, pero cognoscible (intelegible) de lo transobjetivo. Lo que está más allá del segundo límite, es la parte desconocida de lo transobjetivo –en la terminología usual denominado “lo irracional”, que sería mejor calificar de lo transintelegible. Así como lo transobjetivo está en la prolongada dirección de lo conocido, así dentro de él está lo transintelegible en la prolongada dirección de lo cognoscible. (p. 80)

 Entonces, desde el paradigma clásico de la Modernidad, aparece la paradoja epistémica, por una parte, sujeto y objeto son indisociables en cuanto la fenomenología real del conocimiento; pero, el modo de pensar positivista excluye a uno u otro, dejando solamente la opción metodológica de elegir y descartar según sea la naturaleza del el objeto de conocimiento, si es el de la ciencia, o si es el de la filosofía, entre el sujeto metafísico y el objeto positivista. Y cuando el investigador positivista logra eliminar de su “Yo interno” las debilidades propias de la subjetividad, como las ansiedades de su carrera profesional, los celos y las rivalidades profesionales, las afectividades, los problemas sentimentales, para estudiar fríamente el objeto que tiene al frente, el sujeto súbitamente se anula, configurando un fenómeno inexistente, pero que se cree y se piensa como real; y, el positivismo lo impone como real; de ahí la ceguera epistémica. En este sentido Morin (2003) presenta una reflexión en cuanto a la existencia del yo del científico conformado  por una episteme de la cual no puede prescindir:
Dicho de otro modo, hay ideas generales ocultas en el conocimiento científico mismo. Esto no es ni un mal ni un vicio, porque ellas tienen un rol motor y productor. Yo agregaría que el científico más especializado tiene ideas acerca de la verdad. Tiene ideas acerca de la relación entre lo racional y lo real. Tiene ideas ontológicas sobre cuál es la naturaleza del mundo, sobre la realidad. Una vez consciente de ello, el científico debe mirar a sus propias ideas generales y tratar de comunicar sus saberes específicos y sus ideas generales. Yo no pretendo triunfar en una misión imposible. Busco descifrar un camino por el cual sería posible que hubiera una reorganización y un desarrollo del conocimiento. (p. 72)

Y precisamente, esta relación que permita el desarrollo de una epistemología de la complejidad, se da en la trascendencia ontológica, en cuanto que la conciencia y el objeto son realidades en sí; tal como lo afirma Hartmann (2007) en su descripción de la naturaleza del objeto y de la conciencia desde la ontología:
Lo que constituye la dificultad del problema del conocimiento: que ni el sujeto se reduce a su ser-sujeto para el objeto ni el objeto a su ser-objeto para el sujeto, proyecta precisamente más allá de sí al propio tiempo esta dificultad, dando un primer punto de partida para su solución. En virtud de esta su autonomía, sujeto y objeto adquieren un rasgo fundamental común que los une: el ser. Sujeto y objeto se hallan uno frente a otro como miembros de una sola conexión de ser, pertenecen a un solo mundo real, en que todo lo existente se halla en diversas relaciones actuales, determinándose y condicionándose recíprocamente de diversos modos (p. 378)

En cuanto a la nada de la conciencia como fundamento del ser en sí, como no necesaria ontológicamente; pero, indispensable en cuanto fenómeno del conocimiento, Hartmann (2005) afirma la trascendencia de la realidad con respecto a la subjetividad:
El centro de gravedad de la relación de conocimiento se halla, pues, no sólo más allá de lo conocido, sino también más allá de lo cognoscible, al igual que el centro de gravedad de la cosa existente y su peculiar infinitud se hallan no sólo en lo transobjetivo, sino también en lo transintelegible. Añádase este hecho al complejo de hechos de problema y progreso y se verá claramente que el objeto del conocimiento, por el hecho de ser “objeto”, en realidad sólo está caracterizado superficialmente. Su más honda esencia se enraíza más allá del conocimiento y cognoscibilidad, allí donde ya no “está ante” el sujeto. En esa posición de alejamiento con respecto al sujeto, ya no es más que “cosa existente”, y como en este caso se ha rebasado el alcance de la relación gnoseológica, y sólo existe ya ser ontológico, esta esencia más honda del objeto es precisamente “la cosa en-sí. (p. 82)
 Finalmente, es interesante indicar con claridad que desde el paradigma de la Modernidad, la disyunción o el dualismo entre sujeto y objeto hacen del sujeto un estorbo, ruido, fuente de errores epistémicos. Por otra parte, desde lo ontológico, este dualismo hace ver al sujeto como lo indeterminado, dentro del orden del azar, nunca objeto de la ciencia; mientras que el objeto físico era una cosa determinada, y sujeta en su ser mismo a leyes inmovibles del universo físico, que no dejaban nada al azar. Morin (2003) propone una visión compleja del sujeto en el andar humano de la ciencia, lo que implica un modo alternativo de epistemología:
 Pero si uno valoriza al sujeto, la indeterminación se vuelve, entonces, riqueza, bullir de posibilidades, ¡libertad! Y así toma forma el paradigma clave de Occidente: el objeto es lo cognoscible, lo determinable, lo aislable y, por lo tanto, lo manipulable. Contiene la verdad objetiva y, en ese caso, es todo para la ciencia, pero al ser manipulable por la técnica, es nada. El sujeto es lo desconocido, desconocido por indeterminado, por espejo, por extraño, por totalidad. (p. 74)

La paradoja epistémica es propia de la Modernidad en la ciencia de Occidente, el sujeto es el todo y la nada; de hecho, nada existe como ciencia sin él, pero todo conocimiento científico lo excluye; es como el soporte de toda verdad pero, al mismo tiempo, no es más que ruido y error frente a la posibilidad de objetividad. Pero, desde la Filosofía de la Complejidad se propone trascender la disyunción y de la anulación del sujeto y del objeto al modo tradicional del positivismo; porque desde la complejidad se parte del concepto de sistema abierto, que implica la presencia consustancial del ecosistema, del entorno, de lo real, es decir, la interdependencia entre el sistema subjetivo y ecosistema.
Desde el paradigma dela complejidad el proceso de conocer fluye desde el sistema auto-eco-organizador y el ecosistema, en un constante ir de complejidad en complejidad. Así se plantea la existencia concreta de un sujeto reflexivo. E inversamente, desde las alternativas de la complejidad, si se parte de ese sujeto reflexivo para encontrar su fundamento al modo de los idealistas, al menos, su origen, encuentro mi sociedad, al sujeto en relación con los otros, con la historia de esa sociedad en la evolución de la humanidad, el hombre auto-eco-organizador que trasciende la supuesta soledad inmaterial de un yo misterioso y aislado.  Así es que el mundo está en el interior de nuestro espíritu, el cual está en el interior del mundo.




 BIBLIOGRAFÍA

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