7. La Vida Sufriente
Gerardo Barbera
El alma del ser
humano se concibe, desde estas posturas filosóficas, como la esencia misma de
la naturaleza del hombre, como la causa metafísica de la racionalidad, como el
fundamento de la racionalidad entendida como producto del desarrollo del alma.
El nivel de racionalidad manifiesta el
desarrollo del alma. De tal manera, que es el alma la fuente de todo
conocimiento humano, aunque también es un alma sufriente, de carácter
existencial.
El hombre es un ser sufrido por esencia y se desarrolla
en lo espiritual, en la misma medida en que logra progresar en conocimiento y
cultura. Sufrir y conocer se convierten en actividades del alma divina y
universal de todo ser humano, cuyo premio evolutivo y espiritual se capta en
cuanto logra desprenderse de las necesidades de su cárcel corporal a la que ha
sido condenado.
Ser persona
consiste en saber negar la dimensión corporal, en escapar de todo lo material
con lo que se identifica el cuerpo, con la intención de favorecer el
crecimiento espiritual, o el conocimiento y vivencia de las realidades
espirituales, que conforman lo metafísico
en estado puro.
Se sufre para
conocer lo verdadero, lo que no es apariencia, lo espiritual. El hombre sabio,
el verdadero hombre, el que por ley universal y transcendental goza del
privilegio del saber es aquel que está destinado a la búsqueda de la verdad y
rechaza toda tarea física. El animal trabaja, el hombre conoce.
Si la existencia
consiste en trabajar sin descanso, se parece a la vida de una hormiga. Se vive
para producir lo necesario para que otros puedan dedicarse a la búsqueda de la
verdad divina. Si la vida la puedes dedicar a la ciencia verdadera, los dioses
te han beneficiado, porque en vidas anteriores superaste vivir como las
hormigas. Así se mantiene el orden y el equilibrio universal, se trata de una
ley metafísica impuesta por el Destino.
De esta manera, al
reconocer el sufrimiento como
manifestación del alma que busca el saber, a través de la superación de
lo corporal, que generalmente se manifiesta en una existencia llena de
desgracias, se convierte en sentido y justificación de la vida plena, que
solamente el sabio logra superar adecuadamente reduciendo el mal a la apariencia
del ser, que siempre es bueno en sí, desde su intimidad metafísica.
Se trata de un camino dialéctico y lógico, que
pasa de lo físico a lo ontológico. Y de lo ontológico a su verdadera realidad
metafísica. O si se prefiere vida animal, vida racional, vida espiritual.
Desde los
verdaderos anhelos del saber, se llega a la negación absoluta de lo inmanente,
que se reduce a lo aparente, a lo que no es en sí, sino en cuanto es sombra, o
“potencia” de lo que es en sí el ser, en cuanto que ser metafísico, y por ende
verdadero y “sumo bien”. Se desprecia cualquier síntoma corporal o animal, en
aras de lo espiritual, la perfección del alma, que es la esencia eterna del
hombre espiritual.
El hombre es un
pasajero que va de menos a más. El apego o el desapego a lo corporal, el deseo
del verdadero saber, de lo espiritual, indican el grado de perfección que se
posee en la vida concreta.
La vida cotidiana
se convierte en una prueba, que puede ser superada en el momento de morir. La
muerte se espera como el momento de evaluación de la existencia, en donde se
determina el grado de vida espiritual alcanzado a lo largo de la vida. Si se ha
llevado con dignidad la carga de sufrimiento y se ha logrado despreciar los
sufrimientos corporales, en virtud de logros espirituales, seremos premiados
con nacer en la próxima vida dentro de una clase social un poco más aventajada
por los dioses.
Resulta que la
felicidad, fuente de la misma ética individual y social, en cuanto causa final
de la existencia, se transforma en una dimensión que transciende lo material y
corporal, lejos del espacio y del tiempo, como recompensa de la vida virtuosa,
que solamente se alcanza después de muchas reencarnaciones, y tal vez fuera de
este mundo. Pobres y ricos están unidos
en el sufrimiento de la vida corporal.
El sufrimiento en
todas sus dimensiones, el anhelo de la libertad nunca alcanzada, la felicidad
cada vez más lejana, la pobreza, la miseria, el mal, la enfermedad, las
guerras, etc., no son motivos de rebeldías, sino síntomas de un despertar cada vez
más espiritual, en un cielo nuevo, distinto a la realidad material y
“enfermiza”. Todo es apariencia, el débil, el ignorante muere por tales
motivos. El hombre sabio busca la plena felicidad más allá de lo aparente, en
el ser espiritual al que está destinado. El alma del verdadero hombre se
desarrolla más allá del bien y del mal.
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