miércoles, 30 de diciembre de 2015

LA CONCIENCIA CREADORA





10. La Conciencia creadora

Gerardo Barbera




El hombre es racional. Esta racionalidad que nace en la esencia de la intimidad, se hace  exterioridad concreta a través de lo creado. La capacidad de crear nos revela como humanos. Nada tiene que ver con la situación social o política del hombre. La creación nos hace personas, verdaderamente seres humanos. Y a esta condición no se puede renunciar.
 La manifestación constante del acto creativo constituye  el eje central de la historia de la humanidad. Es desde el inicio de la creación íntima, como proyección del ser antropológico, cuando nace el hombre en cuanto tal. El hombre se distingue por su capacidad de crear dentro de sus posibilidades antropológicas. Todo lo que el hombre ha creado es creación de la humanidad.
La conciencia de sí en la intimidad es el secreto y la esencia del ser del hombre y la clave verdadera de interpretación del devenir histórico de la humanidad, que pretenda ser coherente, aunque no se  trate de una ley objetiva con sentido pleno de la historia, cosa que no existe, al menos que se pretenda insistir en lo absurdo de la realidad del discurso acostumbrado hasta el momento, presentado por la mayoría de los filósofos, sin caer en la negación más absurda del verdadero y único ser del hombre.
La creación en y desde la racionalidad no es una opción, una preferencia, ni un modo de hacer filosofía, ni siquiera se trata de una ”vocación especial”, se trata de considerar lo dado como el punto de partida, sin importar, en un primer  momento de su ser en sí, en cuanto es independiente o dependiente de la racionalidad que lo conoce.
El hombre nunca puede optar por la no-creación, está condenado a crear, en esto consiste la existencia. No tiene nada que ver con lo que piensa de sí mismo, ni con la filosofía que haya desarrollado. Más allá de lo que se pueda entender antropológicamente, el hombre es creación en sí mismo. Y toda creación desde la intimidad es creación de sí mismo. Y toda creación desde la racionalidad es manifestación íntima.
Se podría decir que el hombre siempre ha jugado con las sensaciones desde la oscuridad de su cuarto, en donde los estímulos externos serían lo extraño, lo ajeno, el estímulo que llega, lo recibido;  el material con el cual fabrica su propio diario de vida.
La existencia es la creación definitiva de la racionalidad íntima, es transcendencia dialéctica de lo íntimo hacia lo desconocido por esencia, y dialéctica inmanente desde lo recibido. Así se define la libertad del ser humano, como algo insólito. Se trata de la biografía de un “yo” que se sabe intimidad en su nacimiento y en la muerte. La racionalidad íntima es el puente entre ambos momentos. La biografía del “yo” en su movimiento racional entre la vida y la muerte que  entendida y explicada por la conciencia, se presenta como lo no explicable por la racionalidad.
En el plano del conocimiento, la gallina conoce, el hombre racionaliza y  crea, es realmente humano en el crear y no en el simple contemplar. No se trata de descubrir “el sumo bien”, ni siquiera en el mirar eternamente unas divinidades. La creación es la actividad humana por excelencia. No se trata de reaccionar, sino de inventar. La Historia es un invento de la raza humana, en donde cada cual aporta su grano de arena.
El hombre queda definido como la intimidad racional, que se  nutre de la exterioridad, con lo extraño, con el estímulo, que de pronto se convierte en lo exterior, interpretado e histórico, en dato objetivo, en lo innegable, en lo íntimo que se vuelve en dato ajeno al sujeto. Pero lo extraño se convierte en intimidad interpretada  y en dialéctica cognitiva. Lo íntimo, la racionalidad hecha lógica, en cuanto al saber, se convierte en nueva realidad extraña y distinta a lo interpretado en la conciencia íntima.
La cultura, lo histórico, lo supuestamente objetivo se reduce al capricho de la conciencia: en pirámides egipcias, la astrología, la computación, la medicina, la ciencia. Todo es producto del capricho de la conciencia. Toda la obra de la humanidad es el producto del niño que juega con su “lego”. Pero con tal poder que  lo íntimo pierde su color y aparece el engaño de lo “objetivo”.
El poder de la intimidad se hace una sola realidad con lo extraño, con lo exterior, hasta negar su propia esencia. La intimidad se convence de su propia muerte o superación, y convierte lo subjetivo en objetividad pura. La pirámide más perfecta es un juego de la conciencia, subjetividad en sí misma. La cultura es producto de la intimidad de la conciencia. Y la objetividad de lo creado no deja de ser una leyenda gnoseológica.
Desde la dimensión existencial, el hombre es un proyecto creado desde su propia intimidad racional. La vida, en cuanto búsqueda de sentido es la máxima creación de la conciencia. El empeño de convertir la muerte en vida es la racionalización íntima y verdaderamente humana.
 La dialéctica de esta lucha por el sentido consiste en pasar de o lógico a lo ontológico, en su misma intimidad, para luego ser proyectado como ontología racionalizada e interpretada, que regresa a la intimidad, con su carga de logicidad, para ser nuevamente racionalizado, repitiéndose el movimiento perennemente hasta que la muerte  deja de ser un hecho ontológico y se transforma en un problema metafísico.
La vida humana es racionalidad íntima en sí, que existe sin ser objeto del conocimiento, sino como fundamento del mismo. La vida es el dato único que posibilita la racionalidad, que la interpreta como tal, haciéndose esencia de la vida. La vida es la posibilidad y  límite de la racionalidad, su única posibilidad de ser y el fin último de su creación.
La muerte se enfrenta como lo extraño, ajeno a la vida y a la racionalidad íntima. La muerte es lo único que altera a la racionalidad íntima y produce la reacción de negar la esencia mortal de la misma racionalidad. Somos racionalidad íntima que deja de ser constantemente. Vida y muerte en un torbellino dialéctico. Simplemente vida esencialmente finita.
La racionalidad íntima se vive y se manifiesta como necesidad constante de trascendencia de la propia finitud, como la transformación del hombre en un ser superior a la muerte, que transforma desde la intimidad los signos de muerte en posibilidades metafísicas de vida.
Y paradójicamente, como resultado histórico y cultural, la subjetividad interpreta su próxima muerte en vida trascendental, con una mezcla de supuesta objetividad y metafísica, hasta llegar a proponer una vida objetiva más allá de la conciencia, sin salir de su propia subjetividad.
 Se trata a la muerte como un problema que puede ser transcendido en la intimidad de la conciencia, y como ese paso se da en lo más subjetivo de la realidad lógica, se interpreta como una realidad objetiva. Sin embargo, la conciencia íntima intuye su propio engaño. De ahí la necesidad de hacer objetiva la fe en la existencia de sus anhelos.
Convertir el simple deseo en ciencia, en conocimiento verdadero y objetivo ha sido la creación más sublime del hombre, se trata de un logro superior a la construcción de cualquier pirámide o de la computadora más perfecta.
 Toda la huella cultural de la humanidad a lo largo de historia se reduce al deseo de infinito, o de convertir la inmortalidad en un dato verdadero, objetivo y dogmático. Se ha tratado de convertir la sed en agua fresca y cristalina.
Este poder que posee la racionalidad de convencerse a sí misma de la objetividad de su creación, responde a una necesidad vital y esencial que define y condiciona el sentido de la existencia de la humanidad, que se convierten una tarea dialéctica y  trascendental, que se hace realidad en la cultura y en la historia de la humanidad.
Este movimiento dialéctico de la racionalidad íntima, en donde el anhelo se convierte en realidad objetiva, define el en-sí de la misma conciencia en cuanto realidad íntima que se transforma constantemente en creadora de la “humanidad”, sin salir de sus propios límites, de su propio encierro, teniendo que conformarse con tantear dentro de sí misma lo eternamente extraño y ajeno, la realidad ontológica.
La intimidad es la esencia de la racionalidad. Ahí se encuentra su virtud y su límite, en la imposibilidad de contacto directo con lo externo. El hombre es soledad radical. De ahí que más que conocer la realidad, la interpreta y le da sentido. En cuanto a ser hombre, no se tiene otra posibilidad. Nunca se ha leído a la realidad, no existe posibilidad alguna de lectura, estamos condenados a ser intérpretes, y creadores en esencia, desde el nacimiento hasta la muerte.
 La realidad objetiva permanece en la oscuridad más profunda. El hombre camina con sus manos extendidas y temblorosas, palpando lo desconocido y jactándose de ser el dueño de la luz y el ángel elegido para la inmortalidad. Las sombras son la única realidad objetiva con que cuenta el hombre.
Sólo se puede ser “Demiurgos” desde las sombras y crear la historia desde ahí. En esto consiste la libertad: dar sentido y luz desde la racionalidad íntima, contando solamente con un mundo de sombras que brinda dos datos reales, que no son objetos del conocimiento lógico, sino del sufrimiento de la conciencia intima: vida y muerte.
Toda la creación de la racionalidad íntima parte de la dialéctica de vida y muerte. Y toda la humanidad se mantiene atrapada en esta paradoja. La vida se entiende como el anhelo de no morir mientras se espera la muerte.
La vida humana se transforma en la esperanza frente a la angustia de la conciencia de la muerte como fin del proyecto y el sentido de la existencia. La vida consiste en mantener la esperanza frente a su misma negación: el absurdo del sentido de la vida del hombre. El sentido de la vida consiste en tener esperanza de triunfar sobre la muerte. El sentido y el absurdo coinciden en la intimidad de la conciencia.



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