3. La Cultura de la
Racionalidad
Gerardo Barbera
El hombre culto, el
sabio, quien se dedica a cultivar el saber, quien haya desarrollado su
inteligencia racional, es necesariamente, por ley natural, un ser superior. No
se trata de un asunto personal, la cuestión es consecuencia de una ley tan
firme como cualquier ley de orden físico. La superioridad del hombre que se
dedica al saber verdadero es una ley tan natural como las salidas del sol todas
las mañanas.
El término “hombre”
pasó a ser propiedad casi exclusiva de aquel que pertenecía al grupo de los
cultos, o al círculo de la racionalidad. Quien no había desarrollado su
racionalidad al grado de pertenecer al círculo de los racionales, pasó a ser
considerado un ser de orden inferior, parecido a los animales; es decir, un
bárbaro.
De esta forma,
comenzó a justificarse, desde una visión
antropológica, ontológica y metafísica, una realidad social, en donde el
hombre culto tenía el derecho natural de ser libre y desarrollarse, gracias a
los derechos adquiridos por el nivel
superior de racionalidad.
Por otra parte, quedó claro, que el hombre
bárbaro, el casi animal, no podía gozar de los mismos derechos que el hombre
culto, y que por lo tanto, estaba destinado a la esclavitud, como cualquier
animal necesitado de ser domesticado al servicio del hombre sabio.
El hombre racional necesitaba de la libertad
para desarrollarse. El bárbaro, necesitaba ser esclavizado por el hombre culto,
para ver si por lo menos podía aprender algo y desarrollar su pobre nivel de
racionalidad. La esclavitud era el acto de bondad del hombre sabio hacia el
bárbaro. La esclavitud era tan natural como las lluvias.
Así se llegó a justificar, desde la filosofía,
desde el saber máximo, desde el paradigma de la clase social dominante, el
hecho de que los seres no cultos, simplemente no tenían derechos propiamente
humanos.
Como por ejemplo,
el caso de las mujeres, consideradas animales de uso doméstico, sin derecho al
saber, condenadas a un sin sentido existencial verdaderamente humano,
destinadas a la reproducción y a la cría.
Desde el punto de
vista de las relaciones entre los pueblos, se justificó el derecho que tenía la raza culta de imponerse a sangre y fuego si era
necesario, en nombre de la evolución hacia la perfección de la raza humana, lucha a la que se sentía llamada por
vocación, con el fin divino de cultivar el desarrollo de la racionalidad, sobre
todos los pueblos bárbaros, quienes eran muestra concreta de inferioridad, y que implicaban un peligro de retroceso de la racionalidad
hacia la animalidad.
El bárbaro tenía
que ser sometido por el bien de toda la humanidad. El salvaje tenía que ser
domesticado a fuerza de látigo y cadenas. Solamente podía escapar al destino de
la esclavitud los sobrevivientes que lograban aprender del hombre culto, hasta
repetir el alfabeto de la dominación y aceptar como natural la inferioridad de
su propia raza y la superioridad del amo.
La esclavitud se
convirtió en la clave de interpretación de la historia de nuestra cultura. La
muerte del esclavo ha sido la semilla de lo que hoy solemos llamar “Tercer
Mundo”, consecuencia del dominio de la Conciencia ordenadora de la raza
superior, quienes en realidad han sido los únicos en tener “derechos humanos”.
No es exagerado,
afirmar que el pensamiento de Aristóteles está presente, de manera real y
concreta, en cada rincón de la actual “Aldea Global”. Y que se hizo historia en
América, a partir de la llegada del conquistador europeo. Y llegó para quedarse
en nuestras venas mestizas. El pensamiento aristotélico ha sido la herencia más
evidente y auténtica que los mestizos
adquirimos del conquistador de raza superior. De hecho, es en lo que más
nos parecemos a los europeos.
Aristóteles entró
en la estructura integral del lenguaje y del pensamiento. Somos la prolongación
mestiza de la interpretación griega de entender la realidad. Y quizás los mejores intérpretes del paradigma de la
esclavitud, tanto como víctimas, como victimarios. En nuestras tierras existen demasiados
esclavos marginales, eunucos políticos; y muy pocos hombres libres. Es decir,
millones de bárbaros al servicio de pocos herederos de la sabiduría griega.
La condición de
esclavitud se ha convertido en un hecho tan natural, que forma parte esencial
de la concepción de sociedad. No se trata solamente de que nos hemos
acostumbrado a su presencia.
La esclavitud del
más débil, en manos del hombre de raza superior y dueño del saber, se ha
convertido en un hecho justificado metafísicamente, al punto que la dimensión
ontológica de la existencia en sí de la clase marginal, se arrodilla frente al
poder de la racionalidad que la somete, de la misma manera como enfrenta a la
muerte.
La muerte se
interpreta como un hecho natural, parte del ciclo de la vida. Nadie escapa a la
muerte. Sería inútil pretender no morir. La muerte es una dimensión de nuestro
ser en sí, por lo tanto es un hecho evidente. Desde el punto de vista ético,
nadie es responsable de que el hombre sea un ser mortal. El que algún día se
tenga que morir, nada tiene que ver con nuestra condición social o económica.
Todos tenemos que morir, tanto el pobre, como el rico. La muerte es una ley
física que siempre se cumple.
De la misma manera,
se ha interpretado la esclavitud del hombre débil, del no culto, del bárbaro,
del habitante de las zonas marginales, de aquellos que pasan su vida dentro y
desde la miseria. La miseria es algo tan natural como la muerte. Es un hecho
simple, se nace para la miseria y punto. Nadie tiene la culpa de la existencia
de las clases marginales.
No hay responsabilidad. Se trata simplemente
de una ley física, ante la cual sería estúpido oponerse. La esclavitud se ha
convertido en un hecho ontológico. Aquí radica el poder de la racionalidad
sobre la animalidad.
La ley universal de
la esclavitud ha condicionado el desarrollo de la historia de la América
mestiza. Definitivamente, somos de padre de raza griega, somos hijos del
conquistador, del todopoderoso dueño y amo de todo y de todos. Para sobrevivir,
hemos tenido que imitarlo, al punto, que el éxito en la vida dependerá del
nivel de imitación alcanzado.
El valor de la
existencia de un mestizo dependerá de su capacidad de enterrar el recuerdo de
una madre esclava. La madre es esclava y el padre conquistador. Quien mantenga los rasgos
maternales estará condenado, por ley natural, a la marginalidad y a la
esclavitud. Quien se parezca al padre, será el amo y señor. Esa lección la
hemos aprendido a lo largo de nuestra historia.
Es increíble la
dialéctica de la existencia histórica del mestizo, obligado a negar a la madre
para huir de la esclavitud, tener que imitar al padre conquistador; pero, sin
lograrlo jamás. Tiene que llorar su frustración eternamente entre los brazos de
la madre. Para los mestizos condenados a la marginalidad, la madre siempre ha
sido signo de dolor y protección. La madre es el consuelo de los desposeídos.
De ahí su grandeza y su tristeza.
El hombre
latinoamericano es heredero de la cultura occidental. Se puede decir, que somos
griegos de corazones selváticos y enigmáticos. Somos raza blanca y racional;
pero, con fuerzas internas de origen maternal, totalmente misteriosas, apegadas
a la profundidad y al silencio de los grandes ríos que recorren a la América
mestiza. Somos los griegos de mirada silenciosa.
Sin embargo, la
cultura dominante ha impuesto la ley de sobrevivencia, en donde el que ha
desarrollado la racionalidad, es digno de llamarse persona. Quien no ha
desarrollado su racionalidad se considera, simplemente, un animal, cuya
utilidad se reduce a su capacidad para desarrollar el aparato productivo,
“animales domésticos”.
Los incultos son la
parte del pueblo, que han nacido con la señal de la esclavitud en la frente.
Han nacidos para ser dominados, amaestrados. La ley natural, metafísica y
universal ha determinado que quien haya desarrollado su racionalidad, quien sea
heredero de la raza superior es el amo. El hombre de raza débil o maternal
tiene que ser esclavo, una propiedad del conquistador.
La cultura de la
racionalidad, convertida en política de dominación, ha logrado convertir en ley
natural y metafísica la explotación del “otro”, de aquel que no pertenece a la
raza de los elegidos. De tal manera, que en nombre de la cultura pura y divina,
un pueblo se ve con el derecho de conquistar y dominar a los otros pueblos.
Los hombres de la raza superior se convierten,
por orden de los dioses, en los jueces de toda la humanidad, en el criterio de
“humanidad” que debe guiar a toda la humanidad. Todo aquello que no esté en
total consonancia con la ideología y cultura de la raza dominante, tendrá que
ser eliminado a como dé lugar, para poder mantener el orden mundial de paz y
justicia.
La injusticia y la
barbaridad se identifican. Es la raza superior, la cultura de la racionalidad,
quien determina y señala la “barbaridad”. El conquistador se convierte en juez
y ejecutor. Nadie tiene derecho de vivir una cultura diferente a la dominante.
No se pueden permitir retrasos en la evolución de la raza superior. La justicia
consiste en matar al bárbaro, para que pueda surgir el “súper hombre”. La
consigna es clara: “muerte al extraño”. La racionalidad impone la supervivencia
de “los más apto”, según una ley ontológica que se cumple en toda la naturaleza
y que guía la historia de todos los seres vivos del planeta. La muerte del
hombre marginal es la cosa más natural y necesaria del universo.
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