1.
La Racionalidad
Gerardo Barbera
*
La
Filosofía Occidental tiene su origen y sus raíces fundamentales en la antigua Grecia, considerada como la
cuna de nuestra cultura en general.
Uno
de los elementos básicos de la filosofía griega fue su concepción antropológica
centrada en la racionalidad como lo
esencial de la naturaleza humana.
Aristóteles
ha sido, tal vez, el filósofo que mejor representó el paradigma de la filosofía
griega y con su definición del hombre
como “animal racional” colocó los rieles de toda la antropología del
pensamiento de la cultura occidental.
No ha existido un concepto de la naturaleza
humana, que haya marcado tanto la historia de la filosofía de nuestra cultura.
Todos los viajeros del tren de la filosofía occidental se han servido del
boleto “animal racional”, lo admitan; o
no. Independientemente del color del boleto, el tren siempre ha viajado sobre
los mismos rieles.
De
esta manera, se declaró para toda la eternidad, la esencia misma de la
intimidad del hombre: “La racionalidad”, como único fundamento metafísico del
ser ontológico de la naturaleza humana. Todo conocimiento dialéctico consigue
su principio y fin en la racionalidad como
posibilidad y fundamento de su propio movimiento.
El
aspecto racional ha cobrado tanto peso en la concepción antropológica de
nuestra cultura, que el elemento “animal”, en la mayoría de los casos ha
resultado un estorbo, un mal necesario que solamente puede ser apreciado como
un soporte, donde reside la racionalidad.
Lo
“animal” ha sido siempre considerado, en el mejor de los casos, como la
residencia inapropiada del “yo personal”, de la esencia racional del ser
humano.
Según
Aristóteles, una definición se conseguía a través de un proceso sistemático y
lógico de clasificación, con el fin de llegar a un resultado en donde se
pudiese observar un elemento común de
referencia, o de comparación con otros seres, y un elemento específico, que lo
haga único y que defina su propia naturaleza.
En el caso del hombre, el elemento común de
referencia sería “la animalidad”; y como característica esencial y específica,
se presentó “la racionalidad”.
Esta
concepción lógica y conceptual del hombre, tiene sus bases metafísica en el ser
ontológico mismo de la naturaleza humana, que al igual que todos los seres
existentes en el mundo real y concreto está formado por materia y forma. Todo
cuanto podamos observar en el mundo natural está hecho de “materia” y posee una
forma determinada. Por lo tanto, el elemento material lo hace común a otros
seres, pero se diferencia en cuanto a la forma.
El
hombre ha sido considerado un animal en cuanto a su ser material. Y la
racionalidad ha sido considerada, como la forma o la esencia específica de la
naturaleza humana. Al punto de que las
ciencias formales como la Lógica,
la Metafísica y la Ontología se convirtieron en los pilares
fundamentales de la Antropología de la cultura occidental.
El
hombre en sí mismo es considerado como racionalidad íntima, en donde la
animalidad no tiene lugar como elemento esencial de la naturaleza humana. En
tal sentido, la racionalidad es la
humanidad manifiesta. Humanidad y racionalidad se identifican. Lo contrario a
la naturaleza humana es irracional. Y la razón fundamenta el desarrollo de la
humanidad.
Ha resultado de poco provecho las peripecias y
vueltas de algunos filósofos en procura de una antropología distinta a la
racionalidad. Lo que somos en esencia nunca ha dependido de las opiniones, ni
de consideraciones filosóficas. El ser en sí de nuestra naturaleza, no depende
del nivel cognitivo de un pensador, ni de una época. La esencia que nos hace
humanos y radicalmente originales en el mundo es concreta y real, y está ahí
presente: La Racionalidad.
La
existencia del elemento real y concreto que hace posible que el ser humano sea
capaz de tomar conciencia de sí y de la realidad, no depende de nuestros
deseos, gustos, anhelos, sueños, metas, temores. No es producto de las
relaciones sociales, ni de la angustia, ni de ninguna alienación posible. Tan
poco es producto de nuestros pensamientos, ni de las proyecciones de la
imaginación, ni del poder de la voluntad.
La racionalidad en sí, como elemento esencial,
no ha sido fruto del desarrollo de la cultura, ni de las vueltas de la
historia. La esencia de la naturaleza humana no es producida por influencia de
alguna energía cósmica. No es una partícula de la Gran Conciencia Universal. Ni
siquiera puede ser resultado del azar biológico.
Somos
racionalidad, pero íntima, elemento que el paradigma griego no comprendió y aún
pagamos las consecuencias de esa omisión. La intimidad es la condición de
existencia de la racionalidad. Esta intimidad es el secreto de la
antropología que no ha sido develado y
que realmente tiene que ser el punto de partida de cualquier sistema filosófico
que pretenda dar razones de la naturaleza del hombre en sí. Toda antropología
filosófica, sincera en sus intenciones, tiene como objetivo develar el secreto
de la naturaleza del hombre, para escapar de la ficción metafísica sin raíces
ontológica, que se convierten en engaños de saltimbanquis del lenguaje.
No
aceptar nuestra condición esencial y ontológica, tal cual como es, nos puede
llevar por los senderos de alienaciones existencialistas o melodramáticos, o
por caminos de ideologías de dominación
y explotación del hombre contra el hombre.
Cuando
se construyen sistemas de pensamientos, que no tienen como punto de partida, el
hecho real de que somos en esencia racionalidad íntima, condicionamos
irremediablemente el camino del pensamiento,
ocultándole la luz, para conducirlo a
ideologías de muerte.
Errar desde el inicio, al negar nuestra
ontología antropológica, convierte el pensamiento filosófico en ideología a
favor de la clase dominante de turno, para justificar la explotación de los más
débiles. De tal manera, que el pensamiento se transforma en fundamento de la
esclavitud. La verdad consistiría, por lo tanto, en negar a los más débiles el
derecho a una existencia digna.
Si
la opción consiste en negar la racionalidad íntima como punto de partida del
pensamiento, en virtud de no aceptar las consecuencias, y preferir dar la
espalda a la verdad, se puede llegar a recorrer senderos de filosofías
existencialistas alienantes, que no serían más que cortinas de humo para
evadir, a través de “opios lógicos” el temor a lo que verdaderamente somos.
La
filosofía puede hacer del hombre un
adicto a la más horrible de las drogas: creer ciegamente en la verdad objetiva. Esta creencia tiene el mérito de
haber convertido la oscuridad en luz, en un constante desvarío dialéctico que
ha permitido transformar la enfermedad mental en el trasfondo psicológico de
toda una cultura social que se alimenta de su propia locura.
Por
muy “eterna” que parezca la alucinación filosófica, el amanecer llegará; y la
verdad, independientemente de nuestras “angustias”, se impondrá como la luz del
sol después de la tormenta.
Todas
las verdades que hemos adorado y protegido son realmente humo, que indican el
camino hacia la nada, de donde nunca debieron haber salido. Esas verdades
objetivas y reales, no son más que sombras heredadas de una generación a
otra, cuya única virtud consiste en haberse convertido en piedras sólidas del
pensamiento, a pesar de los llamados
cambios de paradigmas
Esas
verdades son auténticas mentiras, que carecen totalmente de fundamentos
ontológicos. No tienen nada de la objetividad que siempre se le ha otorgado,
tal vez, para reafirmar una antropología metafísicamente superior, enferma de
una conciencia que se pretende habitante especial del universo, con poderes
ilimitados e infinitos, que no necesita de nada, ni de nadie, y que evoluciona
hacia el dominio perfecto y absoluto de cuanto existe en este mundo y en todo
el firmamento.
Pero, que contradictoriamente, y como muestra
de su engaño, siempre ha llegado a la misma conclusión: “El hombre es un
misterio”. Es decir, la conciencia objetiva no se conoce ni siquiera a sí
misma. La ignorancia ha sido el producto más perfecto del conocimiento
objetivo.
Tantas
páginas escritas, para afirmar que la humanidad no tiene la menor idea de quién
es el hombre en realidad. Toda la cultura ha servido para decir “no sé nada de
mí”. Y la cuestión es que algunos lo dicen con orgullo, ya que al no poder
definir al hombre en su esencia real, lo hacen menos objetivo que al resto de
la creación; y por lo tanto, en un ser especial.
Todo el “misterio”, podría reducirse al terror
existencial que produce el hecho de enfrentarse a la verdad de la naturaleza en
sí del hombre, y aceptarla tal cual como es, por muy duro que parezca, por
absurda que pueda aparentar ser. Lo cierto es “que la Tierra se mueve”, aunque
para muchos era la mentira más absurda.
Pienso
que las verdades que hemos construido hasta ahora son producto del “sentido
común”, que algunas veces, desde el razonamiento lógico se presentan como más
refinadas, pero siguen siendo productos del “sentido común”. Son verdades, que
lejos de ser objetivas, son útiles y nos ayudan a sobrevivir, y gracias a esta
utilidad se han convertido en verdades
objetivas.
Pero, a pesar de su utilidad en el orden de la
sobrevivencia, realmente nos han ocultado el “misterio” de nuestro ser. Las
aproximaciones a la realidad tal cual como es en sí misma, se han conseguido
avanzando, muchas veces en contra del “sentido común”. Parece que todavía no
hemos aprendido la lección.
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