10.
La Conciencia creadora
Gerardo Barbera
El hombre es racional. Esta racionalidad que nace en la
esencia de la intimidad, se hace
exterioridad concreta a través de lo creado. La capacidad de crear nos
revela como humanos. Nada tiene que ver con la situación social o política del
hombre. La creación nos hace personas, verdaderamente seres humanos. Y a esta
condición no se puede renunciar.
La manifestación
constante del acto creativo constituye
el eje central de la historia de la humanidad. Es desde el inicio de la
creación íntima, como proyección del ser antropológico, cuando nace el hombre
en cuanto tal. El hombre se distingue por su capacidad de crear dentro de sus
posibilidades antropológicas. Todo lo que el hombre ha creado es creación de la
humanidad.
La conciencia de sí en la intimidad es el secreto y la
esencia del ser del hombre y la clave verdadera de interpretación del devenir
histórico de la humanidad, que pretenda ser coherente, aunque no se trate de una ley objetiva con sentido pleno
de la historia, cosa que no existe, al menos que se pretenda insistir en lo
absurdo de la realidad del discurso acostumbrado hasta el momento, presentado
por la mayoría de los filósofos, sin caer en la negación más absurda del
verdadero y único ser del hombre.
La creación en y desde la racionalidad no es una
opción, una preferencia, ni un modo de hacer filosofía, ni siquiera se trata de
una ”vocación especial”, se trata de considerar lo dado como el punto de
partida, sin importar, en un primer
momento de su ser en sí, en cuanto es independiente o dependiente de la
racionalidad que lo conoce.
El hombre nunca puede optar por la no-creación, está
condenado a crear, en esto consiste la existencia. No tiene nada que ver con lo
que piensa de sí mismo, ni con la filosofía que haya desarrollado. Más allá de
lo que se pueda entender antropológicamente, el hombre es creación en sí mismo.
Y toda creación desde la intimidad es creación de sí mismo. Y toda creación
desde la racionalidad es manifestación íntima.
Se podría decir que el hombre siempre ha jugado con las
sensaciones desde la oscuridad de su cuarto, en donde los estímulos externos
serían lo extraño, lo ajeno, el estímulo que llega, lo recibido; el material con el cual fabrica su propio
diario de vida.
La existencia es la creación definitiva de la
racionalidad íntima, es transcendencia dialéctica de lo íntimo hacia lo
desconocido por esencia, y dialéctica inmanente desde lo recibido. Así se
define la libertad del ser humano, como algo insólito. Se trata de la biografía
de un “yo” que se sabe intimidad en su nacimiento y en la muerte. La
racionalidad íntima es el puente entre ambos momentos. La biografía del “yo” en
su movimiento racional entre la vida y la muerte que entendida y explicada por la conciencia, se
presenta como lo no explicable por la racionalidad.
En el plano del conocimiento, la gallina conoce, el
hombre racionaliza y crea, es realmente
humano en el crear y no en el simple contemplar. No se trata de descubrir “el
sumo bien”, ni siquiera en el mirar eternamente unas divinidades. La creación
es la actividad humana por excelencia. No se trata de reaccionar, sino de
inventar. La Historia es un invento de la raza humana, en donde cada cual
aporta su grano de arena.
El hombre queda definido como la intimidad racional,
que se nutre de la exterioridad, con lo
extraño, con el estímulo, que de pronto se convierte en lo exterior,
interpretado e histórico, en dato objetivo, en lo innegable, en lo íntimo que
se vuelve en dato ajeno al sujeto. Pero lo extraño se convierte en intimidad
interpretada y en dialéctica cognitiva.
Lo íntimo, la racionalidad hecha lógica, en cuanto al saber, se convierte en
nueva realidad extraña y distinta a lo interpretado en la conciencia íntima.
La cultura, lo histórico, lo supuestamente objetivo se
reduce al capricho de la conciencia: en pirámides egipcias, la astrología, la
computación, la medicina, la ciencia. Todo es producto del capricho de la conciencia.
Toda la obra de la humanidad es el producto del niño que juega con su “lego”.
Pero con tal poder que lo íntimo pierde
su color y aparece el engaño de lo “objetivo”.
El poder de la intimidad se hace una sola realidad con
lo extraño, con lo exterior, hasta negar su propia esencia. La intimidad se
convence de su propia muerte o superación, y convierte lo subjetivo en
objetividad pura. La pirámide más perfecta es un juego de la conciencia,
subjetividad en sí misma. La cultura es producto de la intimidad de la
conciencia. Y la objetividad de lo creado no deja de ser una leyenda
gnoseológica.
Desde la dimensión existencial, el hombre es un
proyecto creado desde su propia intimidad racional. La vida, en cuanto búsqueda
de sentido es la máxima creación de la conciencia. El empeño de convertir la
muerte en vida es la racionalización íntima y verdaderamente humana.
La dialéctica de
esta lucha por el sentido consiste en pasar de o lógico a lo ontológico, en su
misma intimidad, para luego ser proyectado como ontología racionalizada e
interpretada, que regresa a la intimidad, con su carga de logicidad, para ser
nuevamente racionalizado, repitiéndose el movimiento perennemente hasta que la
muerte deja de ser un hecho ontológico y
se transforma en un problema metafísico.
La vida humana es racionalidad íntima en sí, que existe
sin ser objeto del conocimiento, sino como fundamento del mismo. La vida es el
dato único que posibilita la racionalidad, que la interpreta como tal,
haciéndose esencia de la vida. La vida es la posibilidad y límite de la racionalidad, su única
posibilidad de ser y el fin último de su creación.
La muerte se enfrenta como lo extraño, ajeno a la vida
y a la racionalidad íntima. La muerte es lo único que altera a la racionalidad
íntima y produce la reacción de negar la esencia mortal de la misma
racionalidad. Somos racionalidad íntima que deja de ser constantemente. Vida y
muerte en un torbellino dialéctico. Simplemente vida esencialmente finita.
La racionalidad íntima se vive y se manifiesta como
necesidad constante de trascendencia de la propia finitud, como la
transformación del hombre en un ser superior a la muerte, que transforma desde
la intimidad los signos de muerte en posibilidades metafísicas de vida.
Y paradójicamente, como resultado histórico y cultural,
la subjetividad interpreta su próxima muerte en vida trascendental, con una
mezcla de supuesta objetividad y metafísica, hasta llegar a proponer una vida
objetiva más allá de la conciencia, sin salir de su propia subjetividad.
Se trata a la
muerte como un problema que puede ser transcendido en la intimidad de la
conciencia, y como ese paso se da en lo más subjetivo de la realidad lógica, se
interpreta como una realidad objetiva. Sin embargo, la conciencia íntima intuye
su propio engaño. De ahí la necesidad de hacer objetiva la fe en la existencia
de sus anhelos.
Convertir el simple deseo en ciencia, en conocimiento
verdadero y objetivo ha sido la creación más sublime del hombre, se trata de un
logro superior a la construcción de cualquier pirámide o de la computadora más
perfecta.
Toda la huella
cultural de la humanidad a lo largo de historia se reduce al deseo de infinito,
o de convertir la inmortalidad en un dato verdadero, objetivo y dogmático. Se
ha tratado de convertir la sed en agua fresca y cristalina.
Este poder que posee la racionalidad de convencerse a
sí misma de la objetividad de su creación, responde a una necesidad vital y
esencial que define y condiciona el sentido de la existencia de la humanidad,
que se convierten una tarea dialéctica y
trascendental, que se hace realidad en la cultura y en la historia de la
humanidad.
Este movimiento dialéctico de la racionalidad íntima,
en donde el anhelo se convierte en realidad objetiva, define el en-sí de la
misma conciencia en cuanto realidad íntima que se transforma constantemente en
creadora de la “humanidad”, sin salir de sus propios límites, de su propio
encierro, teniendo que conformarse con tantear dentro de sí misma lo
eternamente extraño y ajeno, la realidad ontológica.
La intimidad es la esencia de la racionalidad. Ahí se
encuentra su virtud y su límite, en la imposibilidad de contacto directo con lo
externo. El hombre es soledad radical. De ahí que más que conocer la realidad,
la interpreta y le da sentido. En cuanto a ser hombre, no se tiene otra
posibilidad. Nunca se ha leído a la realidad, no existe posibilidad alguna de
lectura, estamos condenados a ser intérpretes, y creadores en esencia, desde el
nacimiento hasta la muerte.
La realidad
objetiva permanece en la oscuridad más profunda. El hombre camina con sus manos
extendidas y temblorosas, palpando lo desconocido y jactándose de ser el dueño
de la luz y el ángel elegido para la inmortalidad. Las sombras son la única
realidad objetiva con que cuenta el hombre.
Sólo se puede ser “Demiurgos” desde las sombras y crear
la historia desde ahí. En esto consiste la libertad: dar sentido y luz desde la
racionalidad íntima, contando solamente con un mundo de sombras que brinda dos
datos reales, que no son objetos del conocimiento lógico, sino del sufrimiento
de la conciencia intima: vida y muerte.
Toda la creación de la racionalidad íntima parte de la
dialéctica de vida y muerte. Y toda la humanidad se mantiene atrapada en esta
paradoja. La vida se entiende como el anhelo de no morir mientras se espera la
muerte.
La vida humana se transforma en la esperanza frente a
la angustia de la conciencia de la muerte como fin del proyecto y el sentido de
la existencia. La vida consiste en mantener la esperanza frente a su misma
negación: el absurdo del sentido de la vida del hombre. El sentido de la vida
consiste en tener esperanza de triunfar sobre la muerte. El sentido y el
absurdo coinciden en la intimidad de la conciencia.