Nihilismo, Absurdo y Fatalidad en el pensamiento de Edgar Morin
Autor: Prof. Gerardo Barbera[1]
racionalidad@hotmail.com
Departamento de Filosofía
Facultad de Ciencias de la
Educación
Universidad de Carabobo – Venezuela
No hay que temer al descubrimiento de
la muerte generalizada en el horizonte de la humanidad, de la Tierra y del Sol
y en el propio cosmos. La Vía Láctea morirá. El universo morirá.
Edgar Morin
RESUMEN
El artículo es una reflexión sobre el pensamiento de
Edgar Morin. De hecho, el análisis se realiza desde una opción cristiana, como
marco desde el cual se consideran las ideas planteadas por Morin, principalmente,
en cuanto a la ontología de la Nada y la antropología de la muerte. Al
respecto, se cuestiona la utilización en el área educativa de las tesis
nihilistas y fatalistas propuestas por Morin. En definitiva, se hace una
crítica reflexiva, desmontando el mensaje absurdo que se encuentra escondido en
las propuestas para un supuesto mundo mejor, planteadas por Morin. En
conclusión, en este artículo se valoran como impropias las ideas nihilistas y
fatalistas de Morin, como fundamentos de opciones educativas.
Palabras clave: Nihilismo, Absurdo, Fatalidad,
Cristianismo.
INTRODUCCIÓN
Las siguientes reflexiones tienen como finalidad iniciar un análisis de las obras de Edgar Morín, en cuanto a sus propuestas ontológicas y antropológicas, con la intención de señalar elementos teóricos que reflejen sus ideas en torno a la concepción sobre la naturaleza compleja del ser humano. De hecho, la complejidad es un término que Morin (2000) utiliza para explicar el sentido del proceso de hominización propia de la existencia del hombre y de las relaciones sociales:
La hominización no podrá ser concebida por más
tiempo como resultado de una evolución biológica estricta, ni tampoco como
producto de estrictas evoluciones espirituales o socio-culturales, sino como
una morfogénesis compleja y multidimensional que es la resultante de
interferencias genéticas, ecológicas, cerebrales, sociales y culturales (pág.
65)
Así, pues, el hombre sería el
resultado de un proceso de evolución tan
complejo como la naturaleza del universo
del cual procede. Por supuesto, estas reflexiones se realizan desde la propia concepción ontológica de Morin.
Evidentemente, desde sus opciones
ontológicas se desprenden sus planteamientos epistémicos, antropológicos y
educativos. Lo complejo es el universo:
ontología. El hombre es complejidad en sí mismo: antropología deducida de la
ontología.
En efecto, el sistema de
pensamiento de Morin se presenta como un todo coherente fundado en su
ontología; es decir, de su visión filosófica de la realidad, que poco o nada
tiene que ver con ninguna metodología
científica. Por eso, se hace necesario
un estudio de sus obras más significativas, entre las que sobresalen un
conjunto de textos que se identifican con el único título: “EL MÉTODO”, que es
en definitiva, una colección coherente de seis textos, en donde Morin plantea
sus pensamientos centrales en cuanto a la Ontología, Antropología,
Epistemología, Sociología, Educación y Ética; precisamente, en ese mismo orden.
Por otra parte, se debe indicar
que este ensayo sobre los textos de
Edgar Morin se escribe desde las propias concepciones ontológicas, epistémicas,
antropológicas, sociales, educativas y éticas del autor de este trabajo, no
desde el mito de la “neutralidad y
objetividad”. Es decir, se interpretará una antropología materialista e inmanente
planteada por Morin, desde mis opciones trascendentales, en cuanto al sentido
de la existencia del hombre y de toda la
humanidad, centradas en la convicción de que no puede haber contradicciones
válidas entre la Fe y la Razón, tal como se señala en el Catecismo Universal de
la Iglesia Católica en su numeral 159:
159) Fe y ciencia.
"A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber
desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y
comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón,
Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo
verdadero" (Cf. Vaticano I: DS 3017). "Por eso, la investigación
metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente
científico y según las normas morales, nuca estará realmente en oposición con
la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen
en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se
esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como
guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo
que son" (GS 36,2) (Pág. 135)
En realidad, se trata de educar, formar,
señalar, avisar. En fin, de iniciar un proceso de investigación de los
pensamientos filosóficos que nos llegan desde el mercado y del consumo
irracional de libros “para alcanzar el éxito”. De hecho, muchas veces somos
objetos y sujetos ciegos de este tipo de bibliografía propia del mercado y con
frecuencia transmitimos pensamientos
fatalistas, nihilistas, radicalmente materialistas e inmanentes sin plena conciencia
de lo que hacemos como educadores; entonces, más que educar, enajenamos
ideológicamente a las nuevas generaciones, con viejas y absurdas enseñanzas que
reducen al hombre a su dimensión animal, en donde la esperanza trascendental y
religiosa sigue siendo “el opio del
pueblo”. En efecto, en el caso de Morin, ya
en su primera obra publicada, El Hombre y la muerte, escrita en el año
1951, cuando era un hombre joven de apenas treinta años de edad, Morin
(1999) es claro en cuanto a sus opciones antropológicas materialistas y reduccionistas:
Si se quiere salir de la machaconería de la muerte,
del ardiente suspiro que espera la dulce revelación religiosa, del manual de
serena sabiduría, del “patetismo”, de la meditación metafísica en la que se
exaltan los bienes trascendentales, si se quiere salir del mito, de la falsa
evidencia como del falso misterio, es preciso copernizar la muerte (Pág. 18)
Sin duda, apenas en la página
18, de su primer libro de 373 páginas, ya deja como fundamento de toda su obra,
la antropología de la muerte, opción nihilista, que pudo haber sido remarcada por sus experiencias de vida durante
la Segunda Guerra Mundial. Además, se trata de una opción fatalista enmarcada en intentos de un
neo-marxismo materialista, propio de algunos autores franceses de la
Postguerra. Ahora bien, no obstante a la experiencia de vida de Morin, no
parece tan apropiado fundamentar un
sistema educativo en una antropología de la muerte; por lo menos, no de modo
inconsciente, de modo irresponsable y superficial. Todo proceso educativo debe
ser fundamentado desde opciones responsables y conscientes de la persona y
sociedad que realmente queremos construir.
En definitiva, el absurdo y la
muerte no deben fundamentar un sistema educativo. La educación nace desde la vida y la esperanza, como fuentes de una antropología
trascendental; una educación de lo humano, del encuentro; del esfuerzo por ser cada día mejor, en un mundo de todos y
para todos; una educación que nos enseñe a vivir en una sociedad que sea el
inicio del camino hacia la eternidad. La
educación tiene que ser esa ventana hacia el infinito, una puerta celestial, un
camino de luz.
1.
Desde una propuesta ontológica
El
tema central de este artículo consiste en el análisis de los planteamientos antropológicos y
educativos de Edgar Morin. Este estudio
se construirá desde una opción fenomenológica existencial y trascendental,
desde donde el autor de estas reflexiones interpreta las propuestas
ontológicas, antropológicas, sociales, educativas y epistémicas de Edgar Morin,
haciendo énfasis en las dimensiones antropológicas y sociales del “sistema de
pensamiento moriano”.
Ahora bien, la antropología sobre la muerte,
presentada por Morin, no consiste simplemente en un sistema de ejercicios de agilidad lógica para
construir cualquier esencia abstracta, o
virtual de la naturaleza humana. Así,
pues, la complejidad del universo desde la cual se deduce la complejidad del
sujeto, no representa una esencia exclusiva del ser humano. De hecho, Morin no propone una esencia que haga al ser
humano un ser especial. Morin es reacio a
cualquier distinción en la estructura del ser humano que lo haga
cualitativamente diferente al resto de los animales del planeta, y al resto del
conjunto de las cosas materiales del universo. Para Morin, el hombre es una
cosa que se descompone en el tiempo y camina hacia la aniquilación total y
definitiva.
Antes
de empezar con la antropología de Morin, se hará mención a la antropología
dominante a lo largo de la historia de la Cultura Occidental. Ahora bien,
los filósofos de la antigua Grecia plantearon, desde una opción
antropológica, su tesis sobre la
racionalidad como la “esencia” del hombre; de hecho, a mayor grado de sabiduría
racional alcanzada, mayor nivel de humanidad y de civilización; por supuesto, a
menor grado de racionalidad, menor nivel de humanidad y mayor nivel de
animalidad.
Por tanto, la finalidad del proceso histórico
consistió en la acción civilizatoria de
los pueblos “bárbaros”. Entonces, surgió una tarea histórica, un sentido racional de la
historia de la humanidad. ¡Claro! Los
protagonistas, los sujetos del proceso histórico era el Imperio Griego, los otros
pueblos eran objetos que necesitaban ser guiados hacia la civilización de la
luz y de la sabiduría racional; todos
los bárbaros deberían ser educados desde
la racionalidad griega, como la
única y verdadera esencia de toda cultura humana. Por eso, lo no griego, lo diferente a la cultura griega
tendría que desaparecer por el bienestar de toda la humanidad. Al respecto,
Barbera (2011) presenta la siguiente reflexión:
La Filosofía y la llamada Historia Occidental
tiene su origen y sus raíces fundamentales
en la historia y en la filosofía racional de la antigua Grecia, considerada por muchos como la cuna y la fuente epistémica de nuestra
cultura en general. Uno de los elementos básicos de la filosofía griega fue su
concepción antropológica centrada en la racionalidad como lo esencial de la naturaleza humana, no se
trató de un concepto ingenuo, sino de la imposición de una visión de la elite
dominante que se creía con el divino poder de la verdad absoluta, y con el
sagrado deber de llevar a toda la humanidad, y como se trataba de un deber
eterno se impuso a sangre y fuego, a través de las guerras y del exterminio de
pueblos y culturas. (Pág. 175)
En
todo caso, en la Filosofía Griega el elemento racional era lo humano, lo que
permitía definir al hombre como un ser esencialmente distinto al resto de los seres
de este planeta. Así, lo racional era lo distinto, lo especial, la verdadera
esencia de humanidad. Desde luego, lo racional era lo espiritual, lo divino, lo
trascendente, lo que perduraba después de la muerte. Por otra parte, lo corporal
era el aspecto animal, lo común, lo
bajo, lo mortal, lo no humano. En consecuencia,
la polis griega conformada por hombres libres y racionales, con un alto
nivel de sabiduría se convirtió en el
único paradigma válido de civilización
de todos los demás pueblos existentes.
En
el fondo, la raza griega no sólo era
considerada distinta; sino, de
naturaleza superior a todos los demás pueblos del planeta. Y este aspecto
racional, que hacía del ser humano único y especial fundamentaba todo un
sistema educativo racional, en función de la racionalidad, para lograr el
ideal de hombre: el ser racional. Y el
ideal de sociedad: La polis como centro de hombres sabios, racionales, cultos,
libres…, superiores a todos los bárbaros y esclavos quienes eran considerados animales
comunes. En este sentido, Aristóteles (1977) expresa las siguientes ideas:
Hay que examinar también de que manera la
naturaleza del Universo contiene en sí mismo el bien mismo y lo mejor en sí (…)
Ahora bien: todas las cosas están de alguna manera ordenadas recíprocamente:
los peces, las aves, las plantas, y no existen de tal manera que parezcan que
nada tienen que ver los unos con los otros; todos están ordenados en relación a
algo; en efecto, todos están ordenados simultáneamente a una sola cosa; ocurre
aquí como en la familia en que a los hombres libres de ninguna manera les está
permitido hacer cualquier cosa que se presente, sino que para ellos todas las
cosas, o al menos la mayoría de ellas, les son ordenadas y preparadas; los
esclavos, por el contrario, y los animales, poco pueden hacer que repercuta en
el bien común, sino que de ordinario les ocurre que hacen lo que las
circunstancias imponen, porque el principio de cada uno de ellos que encierra
estas características es su propia naturaleza. Digo con esto que todos los
seres deben necesariamente discriminarse entre sí mutuamente, y todos, en sus
funciones distintas, colaboran a una en la conservación del universo. (Pág.
1059)
En
fin, en lo racional se encontraban las dimensiones trascendentales y los fundamentos antropológicos
que hacían posible la vivencia de lo religioso, en cuanto a la naturaleza espiritual
e inmortal del ser humano. Sin embargo, la racionalidad de los griegos
realmente se utilizó con la finalidad de
justificar ideológicamente, el dominio
de una elite de ciudadanos griegos racionales, quienes se consideraron como los
únicos con derecho divino de ser sujetos
y protagonistas de la Historia de toda la
humanidad. Además, la aristocracia
griega se consideró la clase social llamada por vocación divina a ser
los educadores de todos los pueblos bárbaros. Por supuesto, de ser
necesario, se dominaba a la fuerza, se destruían culturas enteras, se esclavizaban a hombres, niños y mujeres;
¡Claro!, de modo racional se les
obligaba a vivir como animales de carga, condenados al martirio y al absurdo
existencial de la esclavitud.
Por
otra parte, la visión judeocristiana del hombre llegó a la Cultura Occidental
complementando el aspecto racional ya existente. Por supuesto, purificó la
antropología racional, dándole sentido
cristiano y proclamando al hombre como “Imagen de Dios”. Así, la vocación de vida espiritual del hombre se convierte en la razón
de su creación, de su ser y de su destino en un Dios amoroso. En este sentido,
en el Génesis se puede leer lo siguiente:
Entonces
dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y
señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en
toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios
al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.
Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y
sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en
todas las bestias que se mueven sobre la tierra. (Gén: 1-26-30)
En definitiva, la racionalidad se hizo
unidad con la fe en Dios, para acentuar lo particular del ser humano, como un ser espiritual y trascendente.
Efectivamente, más allá de los juicios valorativos en cuanto al proceso histórico de la Cultura Occidental, el
hombre ha sido considerado como superior y distinto a los demás animales del
planeta, tanto para bien, como para mal. Sin embargo, en el pensamiento griego
el único hombre racional y superior era el ciudadano griego, siempre que
perteneciera a la elite aristocrática; no así en el pensamiento bíblico, en
donde todos los hombres son “imagen de Dios”.
En este sentido, en la
introducción de la primera Constitución
Dogmática: Lumen Gentium[2],
del Concilio Vaticano II (1965), la
Iglesia Católica muestra lo universal de la relación del hombre con Dios:
Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado
Concilio, congregado bajo la acción del Espíritu Santo, desea ardientemente que
su claridad, que brilla sobre el rostro de la Iglesia, ilumine a todos los
hombres por medio del anuncio del Evangelio a toda criatura (Cfr. Mc: 16;15) Y
ya que la Iglesia es en Cristo como un sacramento a signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en
el ejemplo de los concilios anteriores, se propone a declarar con mayor
precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal.
Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor
urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase
de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena Unidad
en Cristo (Pág. 17)
Ahora
bien, de modo muy distinto a lo expresado por el Magisterio de la Iglesias
Católica, Morin, cuando trata el tema de la naturaleza antropológica, no admite
ninguna diferencia esencial entre el hombre y el resto de los animales. Entonces,
la historia de la humanidad en el sistema de pensamiento moriano, se reduce al
crecimiento, desarrollo y muerte de un ecosistema de los tantos que han
existido en el planeta tierra. Desde luego, todo lo que podría interpretarse
como dimensión espiritual, se reduciría a la imaginación subjetiva de un ser
cobarde que le teme a la muerte y se proyecta como un súper hombre inmortal en
un “doble espiritual”, imaginado, pero irreal, así lo expresa Morin (1972) claramente
en un texto de su libro, El cine o el
hombre imaginario:
El
primitivo es literalmente doblado a lo largo de toda su vida, para ser dejado
finalmente en el mismo lugar, cadáver, harapo, en el momento de la muerte. Una
vez destruida la carne y acabada la descomposición, el doble se libera
definitivamente para convertirse en espectro, ghost, espíritu. (Pág. 35)
Evidentemente,
no hay nada novedoso en una antropología que reduzca al hombre a su dimensión meramente animal, al estilo marxista, o de
cualquier otro materialismo; asimismo, no hay ninguna novedad en reducir la
dimensión religiosa al miedo a la muerte y a la propia finitud existencial. En
fin, Morin no suma elementos novedosos a las antropologías inmanentes. En
realidad, Morin resulta ser un “paso atrás” en cuanto a las teorías
materialistas del hombre, de la sociedad y del universo. Como ejemplo de lo
antes señalado, en cuanto a lo poco novedoso de las tesis de Morin, podemos
señalar una visión marxista ortodoxa, como la de V.G. Afanasiev (1975) que en el segundo tomo de su obra, Fundamentos de los conocimientos
filosóficos, presenta una antropología reducida a las dimensiones naturales y biológicas propia de las etapas
anteriores al surgimiento del marxismo:
El
intento de desentrañar la esencia del hombre fue objeto de estudio desde hace
mucho antes de Marx. Sin embargo, estos intentos no pudieron ser fructíferos
debido a las concepciones idealistas que sobre el desarrollo de la sociedad sustentaban
los pensadores. Es cierto que los pensadores ilustrados y los materialistas del
siglo XVIII plantearon ya la tesis acerca del hombre como producto del medio y
de las circunstancias; sin embargo, concebían el medio social como la
realización de las ideas humanas (…) De ahí surgió el culto al hombre
abstracto, al ¨hombre general¨, fuera
del espacio y del tiempo, el hombre como ser biológico, vinculado a otros
hombres por nexos naturales y relaciones biológicas (Pág. 57)
Es
decir, la concepción antropológica que reduce al hombre a lo biológico y
natural es anterior al mismo
marxismo. Igualmente, V.G. Afanasiev (1975) describe el avance en las teorías
antropológicas de Marx respecto a los “viejos e idealistas materialistas”,
anexando la dimensión de lo social como elemento que conforma al ser humano concreto y no como un ente
abstracto. Así, este hombre real y
social se hace protagonista de la Historia de la humanidad; entonces, el proceso histórico se hace comprensible y
adquiere sentido, una finalidad, una razón de ser:
En
contraposición a estas ideas, Marx partió de que la esencia del hombre lleva en
sí un carácter social. Sin embargo, para el surgimiento del hombre la
naturaleza aportaba un determinado material biológico, pero la y transformación
de este material en hombre, en organismo humano, era un resultado de orden
social, y, ante todo, de la actividad productiva o del trabajo. Por esta razón,
el trabajo, como ya hemos visto, creó al hombre; el trabajo se manifiesta o
expresa en la propia organización del cuerpo humano. El ser humano es tal no
porque esté constituido de órganos, tejidos, células, porque posea respiración
pulmonar y amamante con leche a sus hijos, sino lo es, por ser capaz de
trabajar, de pensar y de hablar, de producir instrumentos de trabajo con ayuda
de los cuales transforma el medio circundante, la naturaleza; porque es capaz
de establecer relaciones sociales con otros hombres. (Pág. 58)
En
lo esencial, el marxismo es materialista al negar la posibilidad de lo espiritual
y reducir al hombre a su materia; sin embargo, hace un esfuerzo por colocar al
hombre como un ser superior al resto de
los animales, gracias a la evolución del “homofaber”, quien a través del
trabajo logró iniciar el proceso de evolución de la conciencia humana con el surgimiento progresivo del pensamiento, el
lenguaje y las relaciones sociales de producción, hasta alcanzar algún día la sociedad comunitaria, la llegada del
Comunismo, en donde las diferencias sociales serán manejables y todos los seres
humanos serán partes integrales e igualitarias de una misma comunidad global.
Por lo menos, el marxismo habla de esperanza
en una sociedad cada día más igualitaria, socialista y con un final de
hermandad de toda la raza humana. Efectivamente, según el marxismo, la
capacidad de trabajar ha sido el motor de la evolución del hombre como
individuo y como sociedad. En lo esencial, la Historia de la humanidad sería la
historia del trabajo humano. Por tanto, sin el hombre, no habría proceso
histórico. Entonces, para el marxismo, la
Historia de la humanidad tendría sentido humano.
Por
otra parte, a diferencia del marxismo ortodoxo, Morin representa un
materialismo nihilista, un marxismo fatalista; un paso atrás en el desarrollo
de las teorías antropológicas dentro del materialismo monista e inmanente; un
nihilismo que estuvo de moda a lo largo del siglo XIX, cuando los llamados
libres pensadores de Europa comenzaron a ser protagonistas con sus pensamientos
modernos, de cuyo materialismo nihilista y fatalistas advierte claramente el
Papá León XIII (1962), en su Encíclica Quod Apostolici Muneris[3]
:
Es
fácil comprender, Venerables Hermanos, que Nos hablamos de aquella secta de
hombres que, bajo diversos y casi bárbaros nombres de socialistas, comunistas o nihilistas, esparcidos por todo el orbe,
y estrechamente coligados entre sí por inicua federación, ya no buscan su
defensa en las tinieblas de sus ocultas reuniones, sino que, saliendo a pública
luz, confiados y a cara descubierta, se empeñan en llevar a cabo el plan, que
tiempo ha concibieron, de trastornar los fundamentos de toda sociedad civil.
(Pág. 12)
Ahora bien, el nihilismo fatalista es una
opción en cuanto al sentido de la vida personal y de la historia de la humanidad,
que no necesariamente surge de experiencias trágicas de la vida personal de sus
autores. El absurdo existencial sigue siendo una opción ontológica anterior al
proceso de investigación en sí mismo. Claro, existen vivencias que acentúan y
favorecen una opción fatalista; pero, la opción sigue siendo conscientemente
libre y no fruto exclusivo de ciertas condiciones sociales; de ser así, todos
los que vivieron los horrores de la Primera Guerra Mundial y de la Segunda
Guerra Mundial hubiesen vivido bajo el fatalismo teórico y la desesperanza
existencial; en coherencia, hubiesen
optado por suicidios masivos como único grito desgarrador de una libertad absurda,
sin sentido trascendental. De hecho, simplemente no fue así, la humanidad se
levantó de sus cenizas y ha seguido buscando horizontes nuevos de esperanza,
sigue develando luces en la oscuridad,
sigue luchando por mantener encendida la fe en la eternidad más allá de la
muerte y de sus estragos. El hombre busca apagar su sed de infinito en el
manantial eterno de Dios.
La
Iglesia Católica, en el Documento del Vaticano II (1965), en la Constitución
Pastoral: Gadium et Spes[4]
envía un mensaje a todos los hombres a no decaer frente al terror de la muerte,
sino a fortalecer los signos de fe en la vida eterna:
El
enigma de la condición humana alcanza su vértice en presencia de la muerte,
pero lo que tortura al hombre no es solamente el dolor y la progresiva
disolución de su cuerpo, sino también, y mucho más, el temor de un definitivo
aniquilamiento. Piensa, por consiguiente, muy bien cuando, guiado por un
instinto de su razón detesta y rechaza la hipótesis de una total ruina y de una
definitiva desaparición de su personalidad. La semilla de la eternidad que
lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se subleva contra la
muerte, y todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean,
no logran acallar la ansiedad del hombre: pues la prolongación de una
longevidad biológica no puede satisfacer esa hambre de vida ulterior que,
ineluctablemente lleva enraizada en el corazón.
(Pág. 147)
En
efecto, el marco de opciones ontológicas, antropológicas, sociales, ética suelen ser previas y pueden condicionar el proceso de cualquier
investigación académica; este marco de opciones fundamentales del saber
conforma la estructura de la “episteme”. De hecho, la episteme
funciona como fuente generadora en las investigaciones y no solamente como
consecuencia de las mismas; es decir, no es el resultado final de alguna investigación
en particular; sino que es anterior a la misma y condición que señala las
posibilidades y las condiciones de los procesos de investigación de cualquier
autor. En este sentido, Moreno, en el primer capítulo de su obra, El
Aro y la trama, plantea la función y la naturaleza de la episteme:
En modo positivo, episteme es un modo general
de conocer. Por modo no se entiende aquí una forma o una figura, una
configuración o representación, sino una condición, una clase o una
especie-de-ser-el-conocer, un habitus
de su ser concreto (…) La episteme tiene una función específica, emanante de su
especie de ser, que es la de regir todo un conocer. Es el riel por donde
circula el vehículo de todo proceso y acto cognitivo (…) Los distintos
componentes de la episteme se integran en una totalidad que es la episteme
misma de modo tal que no tienen su ser en sí mismos sino en las
relaciones-en-red que hacen la episteme (…) La episteme define las condiciones
de posibilidad de lo que se puede pensar, conocer y decir en un momento
histórico determinado. (Pág. 41)
En fin, las opciones ontológicas, antropológicas,
sociológicas, epistémicas constituyen
una fuente existencial, una “huella
epistémica, existencial” desde la cual se vive; y, en el caso de las
investigaciones, se investiga. En el fondo, las opciones materialistas, como
también las opciones trascendentales son anteriores a cualquier proceso de análisis,
estudio, investigación que generan tesis en el ámbito de la ciencia y del saber
en general.
En
este sentido, las opciones materialistas, nihilistas y fatalista de Edgar Morin
son anteriores a su producción literaria, o a sus reflexiones presentadas en
textos y artículos; así, pues, a lo
largo de todas sus obras, desde El
Hombre y la Muerte, El Método, hasta su libro más reciente, La Vía…, sus opciones epistémicas y
existenciales conforman una unidad lógica, que da sentido a un mismo discurso
extendido por más de sesenta años de producción bibliográfica. Por
consiguiente, toda su obra se puede interpretar como un esfuerzo de dar sentido
a la fatalidad, un claro ejemplo del Mito
de Sífico, un canto al absurdo de la existencia, hombres y mujeres condenados
para siempre a la Nada. En cierto modo, sería más coherente La Náusea, de Sartre, que Educar
en la era planetaria, de Morin.
2.
Ser
para la muerte
En el análisis fenomenológico que Morin (1995)
presenta en su biografía, Mis Demonios,
el hombre es considerado como un habitante más del planeta; mejor, del ecosistema planetario. En
realidad, el hombre estaría destinado a
ser un animal ecológico sufriente y condenado, al igual que todo el universo, a la desintegración y a la
muerte total. Por supuesto, la humanidad
como un todo tendría el mismo destino absurdo
y fatalista: desaparecer en la nada eterna:
Nuestro universo es catastrófico desde el principio.
Desde la formidable deflagración que lo hizo nacer, está dominado por las
fuerzas de dislocaciones, desintegraciones, colisiones, explosiones,
destrucción. Se constituyó en y por el genocidio de la anti-materia por la
materia, y su terrorífica aventura prosigue entre devastaciones, carnicerías e
inauditas dilapidaciones. El final es implacable: Todo morirá (Pág. 287)
La
carga existencial y nihilista siempre está presente en las
reflexiones de Morin, como ese elemento antropológico desesperado, como el
canto de sirena que se lamenta en la oscuridad infinita del mar. En todo
caso, no sería nuevo postular la muerte
como esencia ontológica del hombre y del universo como totalidad; la dificultad
se encontraría en concebir propuestas
educativas desde una antropología y una ontología de la fatalidad con verdadero
sentido humano, a menos que se piense que la muerte es lo humano y la vida una
ilusión lastimera.
Ahora
bien, cualquier propuesta educativa, de prosperidad y de un futuro mejor;
cualquier alternativa hacia la “educación del futuro”, de “saberes
necesarios”, que se fundamente en una
ontología fatalista, en una antropología de la muerte, y de un sentido absurdo
de la existencia, podría ser interpretada como incoherencia absoluta. Ahora
bien, ¿Cuál sería el proyecto? ¿Hacer el mundo cada vez más bello? ¿Un jardín
hermoso? Sería como adornar un salón de fiesta con cadáveres y harapos
nauseabundos.
Sin
duda, eso es lo que realmente sería el
hombre para Morin: un cadáver presumido que se pudre lentamente desde el mismo
instante de su nacimiento, creyéndose superior al resto de los animales, cuando
en realidad estaría condenado al mismo destino de desintegración oscura y total.
Precisamente,
Morin, en el último capítulo, de su último gran libro, La Vía (2011), nos ofrece un canto a la muerte, como si se tratase
del descubrimiento de la esencia maravillosa del hombre, de la sociedad, del Universo. En efecto, dedica su himno a la
muerte a las mentes superiores y libres de ataduras enajenantes,
religiosas. Desde luego, es un himno
dedicado a todas aquellas mentes brillantes que saben que todo terminaría con la muerte,
mentes secularizada que aceptan
conscientes y libremente su ser para la
muerte, así se salvarían de cualquier religión enajenante. En este sentido, el
mensaje de Morin es claro, sin
ambigüedades:
Lo que sigue es válido para aquellos espíritus
secularizados que no pueden creer en una vida más allá de la muerte (…) La
muerte sigue siendo invencible, aunque el Cantar de los cantares afirme que el
amor es tan fuerte como ella. La verdad
es que el amor es muy fuerte, pero no puede vencer a la muerte (…)
Además, la muerte, reprimida durante tanto tiempo, ha vuelto para pedirle al
vivo que tome conciencia de su inevitabilidad y su misterio. La biología nos
muestra que la vida lucha contra la muerte utilizando la propia muerte. Así el
ciclo ecológico de vida, llamado ciclo
trófico, es, al mismo tiempo, ciclo de muerte: desde el insecto vegetariano
hasta el león predador, y desde el león predador hasta los insectos y los
gusanos necrófagos que se alimentarán de su cadáver, así los seres vivos matan
seres vivos para alimentarse, es decir, para vivir (…) No hay que temer al
descubrimiento de la muerte generalizada en el horizonte de la humanidad, de la
Tierra y del Sol y en el propio cosmos. La Vía Láctea morirá. El universo
morirá (Pág. 281)
Así,
pues, el mensaje de Morin siempre va dirigido de modo especial para sus
seguidores: “para aquellos espíritus secularizados que no pueden creer en una
vida más allá de la muerte”. Efectivamente, son estos “espíritus secularizados”
los que estarían seguros de su mundanidad o inmanencia absoluta, solamente
estas mentes superiores pueden alcanzar
la sabiduría de las enseñanzas del maestro y sabio Morin.
Por
otra parte, es claro que para Morin simplemente Dios no existe, de ahí un universo
interpretado como el reinado de la muerte: “La muerte sigue siendo invencible,
aunque el Cantar de los cantares afirme que el amor es tan fuerte como ella. La
verdad es que el amor es muy fuerte, pero no puede vencer a la
muerte” Morin no trata de valorar la presencia del “amor”, sino de acabar con
la presunción de la existencia de Dios. De hecho, si Dios no existe, el amor
quedaría reducido a un simple afecto animal en función de la supervivencia de
la especie, sería un ritual propio de
los mamíferos superiores, el amor no tendría nada de especial, ya que nada vencería el poder absoluto de la muerte.
En
el fondo, la muerte sería la esencia de lo que llamamos vida: “así los seres
vivos matan seres vivos para alimentarse, es decir, para vivir”. Esta sería la
verdadera ley del planeta: matar para vivir. Matar sería lo más natural. La
Historia de la humanidad sería inevitablemente la historia de la muerte, de las
guerras, de la aniquilación, de la destrucción.
Ni
siquiera el universo escaparía, la muerte sería el arjé que buscaron los
antiguos filósofos griegos: “No hay que temer al descubrimiento de la muerte
generalizada en el horizonte de la humanidad, de la Tierra y del Sol y en el
propio cosmos. La Vía Láctea morirá. El universo morirá”. En realidad, la obra
de Morin es un mensaje catastrófico,
apocalíptico, negativo, de muerte, de absurdo…, sin embargo, sus libros se venden,
se proclaman como novedosos, educativos
y esperanzadores; tal vez, hasta medio religiosos…, cualquier profesor podría
utilizarlos como catecismo del nuevo milenio. El problema no son las opciones
de Morin, en cuanto a persona individual y concreta; el problema es el uso en
los salones de clase que algunos docentes le podrían dar a esa bibliografía fatalista.
Ahora
bien, si la muerte define al hombre; entonces, el absurdo existencial, la nada
como sentido de la vida se convertiría en lo propio de la educación del hombre,
la vida consistiría en aprender a morir y a desaparecer como cualquier animal
del planeta, como seres que sobran, como hierba marchita que se va con la
última luz de la tarde; así, pues, la pregunta existencial perturbaría
cualquier intento de lucha, de solidaridad, de trabajo, de construcción de
comunidad, de logros; todo, absolutamente todo, carecería de sentido si el
hombre, la comunidad y el universo están
condenados a la Nada Absoluta.
Evidentemente,
desde la opción ontológica, la Muerte sería el Ser, lo único existente. Así, lo
único existente sería la Nada. Todos estarían condenados para siempre a una vida sin sentido real; Sartre (1990) describe
en su novela La Náusea, varios
pasajes en donde el personaje principal, Roquentin sufre en carne propia el sin
sentido existencial:
No he
tenido aventuras. Me sucedieron historias, acontecimientos, incidentes, todo lo
que se quiera. Pero no aventuras. No es cuestión de palabras; comienzo a
comprender. Hay algo que, sin darme cuenta, me interesaba más que nada. No era
el amor, Dios mío, no; ni la gloria, ni la riqueza…Era…En fin, me imaginé que en
ciertos momentos mi vida podía adquirir una cualidad rara y preciosa. No se
necesitaba circunstancias extraordinarias; yo pedía sólo un poco de rigor. Mi vida actual nada
tiene de brillante; pero de vez en cuando, por ejemplo al escuchar música en
los cafés, miraba hacia atrás y me decía: en otros tiempos, en Londres, en
Meknes, en Tokio conocí momentos admirables, tuve aventuras. Esto es lo que me
quitan. Acabo de saber de pronto, sin razón aparente, que me he mentido durante
diez años. Las aventuras están en los libros. (Pág. 53)
La
muerte como símbolo del sin sentido existencial ha sido la postura de los
escritores nihilistas, donde la vida misma desde lo concreto y cotidiano se
muestra como absurda. Paradójicamente,
la proclamación de la muerte consiste en la proclamación de la Nada como la
única realidad. En consecuencia, se niega todo lo humano, todo símbolo vital,
toda belleza, todo amor, todo sentimiento, toda relación y se alza la bandera
de la oscuridad infinita. De pronto, desaparece el sentido, el mar, el azul, la
primavera, las miradas de los hijos, los besos de las madres, los recuerdos del
primer beso, la alegría del primer salario…, todo desaparece en la absoluta y
eterna penumbra…, el hombre sería un gusano triste, enfermo, en guerra,
hambriento; un miserable cuya sabiduría se reduciría a ser consciente de su
único y fatal destino: desaparecer lentamente, sentir el proceso de la muerte
en carne propia. El hombre sería para Morin, la Conciencia de la Nada.
Referencias
Bibliográficas
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Barbera, G
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V.G. Afanasiev (1975) Fundamentos
de los conocimientos filosóficos. Parte II. Moscú. Ed. Pensamientos.
V.G. Afanasiev (1975) Fundamentos de los conocimientos filosóficos.
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[1] Profesor
del Departamento de Filosofía, de la Facultad de Ciencias de la Educación , de la Universidad de
Carabobo. Licenciado en Educación mención Filosofía (UCAB), Especialista en
Educación Superior (UC), Magíster en Desarrollo Curricular (UC), Cursa el
doctorado en Ciencias Sociales mención Cultura (UC). Obras publicadas: “Ética,
locura y muerte”, “Ética, locura y muerte (segunda parte)”, “Reflexiones
elementales en torno a la ética”, “En torno al conocimiento” , “trascendencia”
[2] “Luz de los Pueblos”
[3] “NUESTRO APOSTÓLICO CARGO”
[4] “ El Gozo y la
Esperanza”
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