martes, 24 de noviembre de 2015

LA CASA GRANDE




LA CASA GRANDE

AUTOR: GERARDO BARBERA





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La fecha exacta jamás  se ha sabido; tal vez, la Casa Grande apareció de la nada, como las maldiciones eternas que navegan en el inconsciente colectivo del pueblo latinoamericano. Al principio fue una casa común, de esas que se construyen muy lentamente a través del tiempo, un terreno vacío, una casa pequeña, una casa mediana, una casa grande…muy grande…la casa del Doctor Agustín Peña y de su esposa, Doña Cristina Miranda. En la Casa Grande nació el único hijo de la pareja, Agustín Peña Miranda. Se dice que Don Agustín era un abogado mercantil, se dedicaba a los negocios de compra y venta de terrenos, casas, fincas, ganado. El “doctor” era egresado de la universidad de la capital, uno de esos universitarios de inicio del siglo XX cazadores de fortunas, que había encontrado una oportunidad en el matrimonio con Cristina Miranda, hija única de los dueños de la Casa Grande. De hecho, el “doctor” pocas veces estaba en el hogar. Viajes y viajes, siempre alejado. Su hijo iba creciendo bajo la sombra protectora del amor maternal. Cristina siempre se desbordaba en cuidados hacia el hijo único, la razón de su existencia, su realización como mujer y madre. Entonces, ambos crecían como una misma realidad en sentimientos, deseos, modos de hablar, valores existenciales, concepción de la realidad; la misma música, las mismas alegrías, los mismos temores; dormían siempre en la misma cama, soñaban las mismas fantasías, les temían a los mismos fantasmas. Claro, la unión se interrumpía durante los días extraños cuando  aparecía el papá viajero; entonces, el pobre niño era echado a un lado, al otro cuarto, donde se escondía  durante la semana de visita paterna. Y así como llegaba,  el “doctor” volvía a desaparecer, “los negocios”, “el trabajo”, “Tengo que ir a la Capital”. La madre buscaba consuelo al lado de su hijo. En cierto modo, la madre y el hijo eran una misma realidad compacta, un único ser con dos rostros de ojos azules, dos seres  encerrados en una sola existencia espiritual. La Madre y el Hijo una misma realidad social en unidad indestructible como significado existencial en la historia de la América Latina.
Muchos años después, dos hombres fuertes, vestidos con esos uniformes blancos y sucios, traían a la fuerza al hombre demente. Mientras lo arrastraban hacia la escalera de la habitación especial, los alaridos nocturnos recorrían todas las paredes de la misma casa de la infancia: “¡Maldita sea! ¡Digo la verdad! ¡Mi historia es real! ¡Por Dios, créanme! ¡No cierren la puerta! ¡Pueden entrar, y no quiero ver a ese viejo alcohólico lanzándose miles de veces por la misma ventana, hundiéndose en la humedad de la cama, no deseo ver los ojos de la bruja…! ¡Aléjenlos! ¡Maldita sea! ¡Dónde está mi madre! ¡Cristiiiinaaaa! ¡Ven mamááá! – Los lamentos de Agustín inundaban  todas las calles del pueblo; los niños se asustaban, los adultos maldecían la presencia del demente de la Casa Grande.











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 El niño Agustín había crecido; la vida lo había convertido en un hombre triste, enloquecido por las amarguras de la existencia cotidiana; tenía apenas treinta años y parecía un viejo moribundo,  pocos cabellos, dentadura podrida, manos temblorosas, mirada perdida en su infierno íntimo. Treinta años de edad y ya hablaba con los muertos. El pobre Agustín no podía escapar de su pasado. Ahí estaba, como un perro  humillado,   gritaba como un animal y no quería que lo encerraran en el mismo cuarto de siempre; ahí, donde creció como reflejo de la madre enferma, la mujer que murió misteriosamente, vestida de negro, hundida en el lodo frío del jardín oscuro de la noche fatal de año nuevo. La misma noche en que el padre desapareció para siempre, sin dejar rastros; tal vez se fue  con la “perra esa”, como solía gritar la madre enferma, cuando la desesperación de la soledad profunda invadía cada rincón de la Casa Grande.
Desde muy temprana edad los muertos guiaron el sendero de luz del niño Agustín, le mostraron la luz espiritual de la Nueva Era que había en los libros secretos de la madre muerta. El primero en aparecer fue un señor de capa blanca, quien le enseñaba  los secretos mágicos de las palabras. El señor de capa blanca aparecía  en el techo  de la habitación eterna, siempre mirando fijamente  el colchón podrido de la misma cama, la que estaba muy cerca de  la ventana negra. La vida fue un laberinto misterioso para Agustín, el pobre huérfano siempre terminaba en la misma habitación,  donde vio por última vez el rostro de la madre muerta; la cama era la  de siempre; claro, sin calor y sin lecturas poéticas sobre los héroes mágicos. Desde la noche de las muertes inesperadas, el cuarto quedó vacío, sin significados existenciales, solitario, habitado por sombras inexistentes. Ya quedaba muy poco del aroma dulce de la madre muerta. El niño era un abandonado sin esperanzas.
Los espíritus nocturnos siempre  le enseñaban sabidurías eternas: “las palabras son mágicas”, “las palabras son poderosas”. “Aprende de mí: de mi boca siempre surge la muerte”. Durante su infancia, los ojos de los fantasmas le perseguían por todos los rincones de la Casa Grande. Cuando la noche lo invadía todo,  el niño corría desesperado buscando el calor materno, Así descubrió que la muerte era ausencia radical, solamente la imaginación eterna podía resucitar cadáveres. Pero, el tiempo pasaba muy despacio, todo era inútil, la madre se durmió hace más de veinte año. Después de la noche en que volaron las mariposas negras, el niño Agustín se quedó mirando el horizonte lluvioso y oscuro como el mañana  que le esperaba. Un cadáver en el fondo del jardín, un cuerpo inmóvil, la despedida eterna, el niño se sintió profundamente solo, atrapado en el universo oscuro de la casa grande, sintiendo el último beso tibio sobre la frente del huérfano.
En las pesadillas diurnas y nocturnas del niño Agustín, también había una señora vestida de negro, con un velo oscuro que le cubría el rostro moribundo de vieja enferma. Cuando la lluvia se convertía en tormenta infernal,  los ojos azules de la vieja penetraban la mente del niño abandonado. Siempre era la misma lección: “No digas malas palabras”, “El que dice malas palabras se pone feo”.  Las malas palabras se corregían con la correa de la vieja muerta, la bruja de ojos profundos.
Por eso, cuando se miraba en el espejo, se daba cuenta  que jamás siguió el consejo de la vieja, la que siempre estaba sentada en cualquier rincón del cuarto. Agustín odiaba la luz y le tenía miedo a la oscuridad, al señor de capa blanca, a la vieja…y  a la puerta  del cuarto prohibido. Treinta años y le temía a las sombras, a los recuerdos, a los ojos de los muertos; a la fatalidad que le esperaba del otro lado de la puerta de ese maldito cuarto. El recuerdo del amor materno era el único centro de vitalidad existencial que le quedaba.

















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Agustín aprendió que las palabras poseían un poder creador y destructivo. De la mente  siempre   surge  la vida o la muerte. Lo que se dice escapa de la intimidad y se transforma en pequeñas ratas desesperadas que penetran el cerebro de los enemigos. No se puede detener la subjetividad; definitivamente, el hombre es lo que piensa, la capacidad de imaginación es la fuente del poder universal. Pensamiento y Hombre una misma realidad. No hay Ser, sólo pensamiento. No hay realidad, todo es creación. No existe la luz, solamente la palabra.  Todas las enseñanzas de los muertos palpitaban como luces enfermas en la mente del hijo único de Cristina, la madre muerta.
Agustín estaba convencido de que  los pensamientos se escapaban por los orificios minúsculos del cerebro hacia la mente de los otros. Así, pues, comenzaría la venganza, el rencor, el deseo de destrucción, de hacer morir a todos los habitantes de la Casa Grande enviándole ondas cerebrales malignas. Aunque siempre llegaba el momento de  arrepentirse de las palabras y pensamientos. Luego, en el más completo silencio,  aparecía  la vieja furiosa con insultos y groserías terribles. La vieja parecía un ánima maligna venida del mismo infierno, con la correa delgada dejaba marcas dolorosas en la espalda del niño abandonado; entonces, el señor de la capa blanca se entristecía, no paraba de beber  ese licor barato; pero, nunca intervino para salvar la espalda del niño, se conformaba con llorar la mala suerte de su hija enferma. Agustín se sentía cada vez más viejo, más feo, un niño sin luz en la mirada, con deseos de lanzarlo todo por la ventana….un monstruo infantil.
Los enfermeros se desesperaban, Agustín estaba furioso, incontrolable, gritaba  horribles incoherencias: “¡Espero que al ver mi rostro me crean! ¡Nunca he dicho mentiras!”. Agustín siempre hablaba solo, nunca había tenido amigos; había crecido como un niño amargado, casi siempre encerrado, su piel era enfermiza, pálida. El viejo de capa blanca lloraba como un inútil, era un pobre alcohólico, sin voluntad, siempre con la botella de ron entre los dientes amarillentos y podridos. El niño Agustín prometía y prometía no decir malas palabras, le tenía   miedo a los castigos de la vieja. El niño después de los castigos corría a mirarse en el espejo para ver si se estaba volviendo más feo. El viejo inútil  era un padre simbólico, una figura sin vida propia, un ser tan absurdo como el universo. En la vida del niño Agustín sólo existía una madre dentro del alma día y noche, desde siempre y para siempre. En el espejo podía ver la cara de Cristina, no existía otra realidad en la sangre vital del niño huérfano. La madre era sacrificio, amor, entrega, cariño, trabajo, la felicidad en la Casa Grande. La madre muerta era dolor y maldiciones. Sin la presencia cotidiana de la madre, no existía espacio, tiempo, significados, sueños, esperanzas; la madre era la totalidad.














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Agustín llevaba en uno de sus bolsillos una libreta sucia, con escritos desordenados, una mezcla incomprensible de enseñanzas locas y de datos biográficos escritos durante los años de encierro; como si no quisiera que alguien comprendiera los secretos de su vida. En la primera página escribió algunas notas de sabiduría celestial, la Metafísica de la Nueva Era, según los Avatares de la Revolución de Acuario:
· “Debo vigilar constantemente lo que sale de mi boca, dirigir el poder destructivo en contra de mis enemigos”.
· “El pensamiento es maléfico, la vejez debe morir”.
· “La evolución humana se reduce al desarrollo del pensamiento metafísico y astral”
· “Lo que soy ahora es producto de la imaginación fenoménica de algún demonio escapado del infierno, encarnado en la bruja de ojos profundos”.
· “Ninguna persona ha llegado a ser lo que soy yo: un monstruo auténtico y puro, sin rasgos humanos, ni sentimientos”.
· “No soy una metáfora, por extraño que pueda parecer soy realmente un monstruo que lucha por su libertad absoluta”.
Para los psiquiatras era difícil establecer y comprender el grado de esquizofrenia reflejado en aquellos escritos. Cuando Agustín escribía sobre la madre muerta, todo era más complicado, no había claridad en cuanto a la veracidad de lo narrado, la realidad descrita era borrosa, confusa, sin coherencia: “Tal vez, La Señorita; así llamaban a mi madre, me formó con su pensamiento..., jamás quiso saber de mí, por eso escapó hacia la oscuridad. Tal vez, nací gracias al cura y a su política de  No al aborto. Ella me parió según la carne y  la mente.  Fui engendrado por veintitrés cromosomas, no hubo padre. Siempre he sido la negación de la racionalidad. El terror no es lógico. Lo que se engendra con violencia, se transforma en muerte. Yo soy esa muerte. Por eso vivo solo en la casa más grande del universo y duermo abandonado en la soledad perfecta de la cama de la madre que se fue y me dejó en la oscuridad”.





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Nunca se sabrá con exactitud si lo que escribió respecto a su relación con la madre era cierto, o consecuencia de la soledad en la que se hundió cuando Cristina voló por la ventana que está detrás de la puerta prohibida, durante la noche de año nuevo, la noche de los muertos, cuando comenzó el diálogo de Agustín con los seres espirituales, la noche de fin de año, cuando el destino insólito marcó la existencia esquizofrénica del niño abandonado, el de la espalda marcada, el del alma solitaria, el huérfano, el que se hundió lentamente en el sueño de las drogas, el que ahora es un demente sin esperanza de sanación, “el loco del pueblo”.
En  las últimas páginas de aquel diario estaban las confesiones oscuras, surgidas del mismo mundo atormentado de Agustín: “Sé que parece mentira; sin embargo, tengo treinta años no cumplidos. Mi fiesta  de cumpleaños será la próxima semana, noviembre, mes de los difuntos. Treinta años de edad. Toda una vida de angustia, de soledad...de convivencia con los demonios. Créanme, el Infierno existe: yo soy su profeta. Soy el “elegido” por la maldad de la Serpiente. Ese es mi destino. Debo mostrar mi cuerpo, para que todos crean que la vieja era el árbol de todas las maldiciones, sé que ahora está en el infierno, yo mismo la envié a las tinieblas eternas, digo la verdad”.
La vida de Agustín  no era común. Pero, tampoco tenía mucho de original, se trataba de  un ser humano envuelto en la locura, un enajenado por los abusos sufridos durante la infancia, que buscó consuelo en cualquier droga que estuviese a su alcance; un niño sumergido existencialmente en el ciclo mortal de la violencia; sin embargo, en sus ojos enfermos se ocultaban los secretos de la noche de año nuevo. Además,  Agustín había padecido casi todas las enfermedades, “el pobre nació enfermito”. Realmente, era demasiado delgado, un flacuchento, como solía decirle la bruja, la abuela materna; el abuelo fue mucho más amable, solamente solía decir que el niño Agustín era  “la desgracia de mi hija”. Así se sentía Agustín desde la muerte de la madre, se miraba al espejo del cuarto y veía el rostro de  una maldita desgracia que envejecía silenciosamente. ¿Quién era el niño Agustín? El huérfano, un estorbo, un monstruo a quien había que arrebatarle la casa para venderla. Agustín sabía que sus abuelos venderían todo y lo abandonarían en cualquier hospital psiquiátrico.
 Los enfermeros lograron sentar al psicópata en una de las sillas del cuarto especial; claro, lo amarraron. Agustín tenía la mirada perdida, su mente divagaba en el pasado infantil, podía  recordar al perro de la casa, cuando “peludo” se escapaba, la madre, la abuela, y hasta el anciano de la silla de ruedas se estremecían de preocupación, no fuese que le ocurriese algo malo al pobre perrito. De hecho, a ese perrito le ocurrió un lamentable accidente. En cambio, el hijo de Cristina vivía solo con las sombras tenebrosas del cuarto, acompañado por sus dos fantasmas envejecidos. Muchas veces  pensó que la casa era todo el universo, y esas paredes blancas eran los límites del mundo de los sueños. El perro siempre tuvo mejor suerte que él. Agustín odiaba al perro, y un día lo envió a la oscuridad. En  una bolsa negra enterró la sangre y los huesos de aquel maldito animal, lo arrojó al río de la muerte.
Agustín tenía el rostro  totalmente envejecido, las manos  temblorosas, no las podía controlar; la carne se le estaba agrietando, la existencia era una enfermedad. Su voz era amarga, como si estuviese  demás en la vida, un estorbo sucio, nadie le quería. Tenía ceguera prematura, casi ciego. Sin embargo, Agustín   podía ver a través de su sexto sentido, o como lo llamaban sus maestros, “El tercer Ojo”. A pesar de haber desarrollado ciertos poderes psíquicos, gracias al poder del humo mágico, era un viejo de treinta  años, totalmente calvo,  sin dientes. Los años de encierro fueron terribles. No ha tenido juventud, pasó de la niñez a la vejez, de la alegría de ser el hijo único de Cristina, a la locura infernal del ser un pobre huérfano, lo más triste que puede ocurrirle a un niño mestizo de América Latina.















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¿Cómo explicar lo sucedido al pobre Agustín? Imposible. Nada en él era explicable. El mal, la maldad, la maldición, la locura, las largas noches de insomnios, el alcoholismo, las drogas, el encierro eterno... la existencia misma carecía de explicación racional. No se podía explicar nada sin recurrir a los seres de otras dimensiones, de otros planetas. Ese poder especial que aprendió del señor de capa blanca le había salvado muchas veces. Cuando todos estaban dormidos, él se escapaba a otras realidades astrales para hablar con miles de ancianos que le enseñaban filosofía de las nubes, ¡Filosofía profunda de la India!; era muy hermoso pensar en las cosas de  arriba, la filosofía era un sueño placentero; solamente los filósofos del aire  poseían el secreto de la vida espiritual. La filosofía le enseñó a despreciar a los demás, a los pobres miserables, a los seres  muertos de hambre, pero, de modo especial, despreciaba la vejez; los viejos siempre son horribles, impregnados de enfermedades, demasiado cerca de las tumbas amarillentas y solitarias.
Agustín estaba convencido de que los humanos comunes  a lo sumo les tocaba vivir y morir como ratas callejeras,  volver a vivir y morir, vivir y morir, siempre como ratas marginales... hasta cumplir el ciclo de setenta y dos mil años de pobreza infinita. La vida no era una pasión inútil, solamente inútil y sin pasión. El planeta era una basura del sistema solar. El sistema solar era una basura de la Vía Láctea. Todo el universo era una basura como el padre desconocido, “el doctor Agustín”. La comida en la oscuridad del encierro era una basura, los enfermeros daban asco, todos tenían ese olor tan peculiar de los psiquiátricos. Agustín quería escapar de las cuatros paredes que lo esclavizaban y le torturaban, ya no soportaba ver los ojos de la vieja,  parecían  manchas circulares de sangre en el techo, no podía seguir escuchando los lamentos del viejo alcohólico. Él iba a terminar con todo ese infierno.
Treinta años y se estaba muriendo  de vejez. Él sabía que le  esperaba la silla de ruedas, la cama y la tumba; luego vendría el maldito infierno, al lado de la vieja y del viejo. Pero, regresaría de las llamas y atormentaría una a una las almas de los enfermeros  hediondos. Agustín estaba seguro de que su alma inmortal regresaría para vengarse de toda la humanidad. Agustín  siempre juraba por los dioses del mundo astral, que no volvería  a nacer pobre, no creía en la liberación de los pobres, ni en la cultura popular, ni en la antropología de la pobreza, nada de eso tenía sentido dentro de sus alucinaciones nocturnas.  Agustín creía que ya había superado ese karma. Él no era  tan hipócrita como esos amigos, los fieles defensores de la humanidad y solidarios con los más necesitados, quienes solamente donaban las miserias que le sobraban. Ya él había vivido esas experiencias  buscando la paz del alma, había cantado en grupos juveniles,  donado zapatos viejos; había vivido en comunas de jóvenes rebeldes, había compartido demasiado humo mágico, todo fue una mentira hipócrita, un pretexto para volar en las alas de las píldoras blancas. Además, deseaba  que su vida futura fuese en una isla, donde pudiese estar solo, libre de las garras del Otro, el que nació durante la  noche de la ventana negra. Entonces, poder  demostrar con su ejemplo que el hombre siempre ha sido un solitario en esencia. Además, el nacimiento del Otro fue un accidente nocturno, un maldito que surgió de la oscuridad, para producir dolor en lo más íntimo de la conciencia. El Otro tenía que morir, dormir para siempre al lado de los huesos de los fantasmas que aparecen en el cuarto maldito, detrás de la puerta prohibida. 






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Agustín deseaba escapar del Otro.  La tierra húmeda sobre el rosal sería  la salida del infierno, la muerte era la única esperanza que debía predicarse a todos pobres, a toda la gente destinada a vivir entre la basura como vulgares aves de carroña, esos que siempre se alimentarán  de las sobras inmundas, la muerte será  la verdadera  libertad absoluta de toda pobreza y de la vejez enfermiza. Nadie lo seguiría al valle de la muerte, ahí estaría eternamente solo, como la esencia antropológica más perfecta que se haya vivido. En un ataúd solamente cabe un cuerpo, en un cuerpo sólo hay una mente. Él estaría solo, sería libre por miles de años. Solamente en el infierno volvería a sentir la mirada del Otro, el feo, el maldito que se oculta  en el espejo y se escapa cada vez que el humo milagroso entra en la sangre. Porque ahí, en el Reino de las Sombras, el Otro lo estaría esperando, para terminar la venganza. El Otro siempre lo culpaba de todas las desgracias, de su fealdad, ¡Las malas palabras!¡Las marcas en la espalda! Agustín sentía un odio mortal en lo más profundo de su intimidad abusada. Los verdaderos sentimientos humanos eran el deseo de morir y el deseo de matar, en eso se reduce todo el poder del inconsciente y el poder de la racionalidad: vida o muerte. Él ya había elegido, todos irían al infierno.
La madre de Agustín era muy alta, pálida y nerviosa. “La Señorita” era hermosa. Dicen que el abandono del marido,  la “mala junta” y la marihuana acabaron con sus nervios. Si hasta tuvo internada en un cuarto de la Casa Grande, donde la visitaban varios hombres vestidos con uniformes blancos. Ella era enferma y siempre le dolía la cabeza. Todas las sociedades y todas las  épocas han tenido y tendrán sus drogas para calmar el dolor de cabeza. De hecho, el pecado original ha consistido en ese afán de querer escapar de la realidad, salirse de la piel y huir hacia el infinito, volar y alcanzar la luz de una estrella, soñar y no despertar jamás, “ser como dioses”.
La madre  era casi una niña cuando decidió encerrarse en su cuarto para comunicarse con los Lamas del Tíbet. Se había cansado de los gritos de la abuela: “Eres la vergüenza de  la familia, te vas a poner fea por mentirosa...”.  Luego, el matrimonio conveniente le fue quitando lo fea, ya era una señora casada por el civil y por la iglesia, pero seguía enferma de los nervios. El marido era un abogado comerciante, un viajero, un hombre libre, “de la calle”, que no tenía la más mínima idea de lo que significaba construir un hogar estable. Después del nacimiento del pequeño Agustín, la madre se iba volviendo más “nerviosa” y el padre más “viajero”, como si ya hubiesen cumplido con algún contrato prematrimonial para complacer a los padres de Cristina.
Un día entró un ladrón. El padre de Agustín estaba de viajes,  la madre estaba sola, sentada en la silla de siempre, recorriendo el mundo de los espíritus, hablando con todos sus amigos  telepáticos. El ladrón la vio; entonces, de manera trágica comenzó la encarnación del espíritu  del odio, la desesperación, el deseo de morir. La violencia ha sido siempre el motor de la historia de las sociedades. Además, el terror a la muerte fascina e hipnotiza como la Serpiente del Edén.  En efecto, bastaría con leer  los libros de historia, nunca hablan de amor, de amistad, sino de guerras, crímenes…y por eso Agustín adoraba a los héroes de los libros, y entre más sangre haya derramado el héroe, más intensa era la admiración  y los deseos de imitación. Los viejos eran sus enemigos. Aunque, realmente, Agustín nunca vio a ningún ladrón, a nadie; a ninguna persona; a veces piensa que todo fue efecto de alguna de esas píldoras que usaba la madre para tranquilizar los nervios.
Cuando se llevaron por primera vez a Cristina, la abuela fue la madre sustituta de Agustín. A la “Señorita” la encerraron en la clínica “San Marcos de León”, en Nirgua. Pero,  un día apareció en la puerta de la Casa Grande, como si nada, de pronto, como las lluvias sorpresivas, ni siquiera saludó, solamente entró al cuarto de siempre y durmió. Nadie sabía lo ocurrido en el sanatorio,  duró dos años en aquel lugar y volvió como si nada hubiese pasado. Agustín había perdido la esperanza de volverla a ver, creía haber escuchado a la abuela decir: “Menos mal, que ella piensa que está en un templo...” Bueno, la visita duró poco, cuando las drogas comenzaron a desquiciarla, los enfermeros volvieron por la loca. Agustín lloró de soledad.
Aunque el pobre drogadicto no estaba muy seguro de recordar exactamente todo lo sucedido en los últimos días de la madre muerta, los tiempos de los relatos vividos eran muy confusos. Él la vio caer, tocó el rostro frío del cadáver. Cuando las drogas calmaban sus nervios, el enfermo Agustín parecía recordar todo lo ocurrido, ella había muerto durante una noche de “año nuevo”, la noche perfecta para hacer su último viaje, de la ventana al jardín, con sus alas maternas cubiertas de gotas rojas como la sangre. El niño Agustín estaba ahí, una y otra vez. La misma ventana negra por donde entraban las sombras del otro lado de la puerta prohibida. Después de la estadía en el Sanatorio de Nirgua, la “Señorita” no volvió a ser la misma, cada día que pasaba era un infierno. Por cierto, nadie ha comentado jamás del paradero del doctor Agustín, lo más seguro es que se haya ido a vivir con la “perra esa”.















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La Casa Grande tenía dos entradas principales: la del niño Agustín y la del Otro. Detrás de la puerta prohibida quedaba el mundo infernal, el maltrato de la abuela.  El  Otro siempre estaba oculto más allá de la puerta íntima de la conciencia. Nunca hubo relación entre ellos. Del lado oscuro  la realidad era gris, lo que nadie debía conocer, lo oculto, el “secreto horrible de la familia”, el rostro feo. El Otro siempre sería un fantasma, algo que  estorba y  amenaza, no podían existir posibles encuentros entre los dos rostros del mismo ser. Agustín esperaba algún descuido para atacar. El Otro era la muerte. Vida o muerte. El Otro tenía que morir o matar en defensa propia.
  La abuela era la única que podía entrar a la habitación prohibida. Agustín  recuerda que en ciertas ocasiones, venían algunas personas  con batas largas y blancas para inyectar al pobre niño enfermo. Entonces, la vieja le miraba con mayor intensidad y el señor de capa blanca se mantenía en silencio; esos viejos habían engendrado al Otro, a ese maldito a quien solamente podía ver la mente enferma del niño huérfano, para el resto del mundo, el niño Agustín hablaba con las sombras de su imaginación. Sin embargo, el Otro estaba ahí.
El Otro también había nacido del mismo vientre materno, la vida y la muerte en un único parto, diferentes los momentos para nacer, diferentes los rostros. El Otro era la parte complementaria de Agustín, la sombra eterna, siempre a flor de piel. No se trató de un “niño no deseado”, sino de un “par no deseado”. Desde la noche de año nuevo jamás hubo juguetes, ni canciones de cunas. Nadie había visto al Otro,  al “enfermo”, al que se encargaría de mandar al infierno a los viejos que se habían llevado a la madre dulce.  La abuela siempre lo insultaba, le   gritaba  mientras marcaba la espalda del niño solitario. Agustín sentía que el mismo “cordón de plata”  le unía a la suerte del Otro, como si ambos tuviesen la misma alma. En el fondo, ambos eran dimensiones esenciales de  un mismo ser, el mismo espíritu encarnado en dos realidades diferentes, existiendo al mismo tiempo en una sola historia de vida. Tal vez por eso, la mente del niño no podía descansar en paz. Agustín tenía que conocerlo, verlo, tocarlo, hablar con la otra criatura, mirarle a los ojos, desafiarlo, sacarlo a luz para que todos lo vean y no lo sigan tratando como a un psicópata. Él no quería morir como la gran mayoría de los seres, sin conocer el rostro del Otro, al que existe como posible, como la potencia de lo escondido, como  la miserable proyección del existir, el “yo” evolucionando en vitalidad triunfante y absurda como la muerte que siempre espera. El Otro siempre estaba  ahí, mirándolo, riéndose del pobre huérfano. El Otro lo odiaba. El hombre es odio y muerte en lo más profundo de su esencia inmortal. En fin, el hombre es dualidad del ser, dos en uno; dos caras, luz y sombra.
Agustín recuerda que tenía entre sus  manos un libro de letras muy grandes, que trataba el tema de los Avatares: “¿Cómo ser un Avatar?”. Aprendió a muy temprana edad, que el secreto para entender cualquier lectura espiritual, consistía en estar completamente relajado, como volando, dejando que los pensamientos naveguen al lado de los personajes de los libros. Él siempre había deseado ser el personaje de algún libro espiritual. Agustín era un lector muy eficiente, había captado con mucha facilidad la idea central sobre la esencia de la filosofía espiritual, nunca  comprometerse con ningún grupo, ni proyectos, ni causas sociales de liberación. Lo espiritual siempre  libera; los espíritus viven en las nubes. Por eso, Agustín se sentía fuera de la oscuridad de los seres comunes  y sin las ataduras propias de los seres  carnales. Vivir en el espíritu era la verdadera  naturaleza del alma. De hecho, desde niño nunca quiso saber de lo cotidiano, de enfermedades, violencias, hambre, sangre, problemas…, siempre amó lo puro y espiritual, la madre que le cantaba dulces melodías y los transportaba a lugares fantásticos, odiaba a la que se la llevaron, odiaba a la mujer extraña  que regresó de Nirgua, odiaba a la que se fue volando hacia la oscuridad, odiaba el abandono absoluto del huérfano. Además, en la realidad astral y espiritual podía hacer contacto con el alma de la madre muerta, la que desapareció como un ave nocturna, quería volver a escuchar las melodías de las noches de infancia. Incluso, Agustín tomaba las mismas píldoras milagrosas  y flotaba en el mismo humo blanco.











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Agustín sabía leer. El Otro no tenía libros. El Oscuro estaba ahí, a pocos metros, detrás de la puerta prohibida. Aquel día fue inolvidable, la abuela  estaba en la casa. El abuelo dormía. La soledad del alma era la perfecta compañía. Las paredes hablaban entre sí, a través   de un  lenguaje musical, que provenía de los colores vivos y fuertes de la habitación. Él niño estaba tenso, demasiado nervioso, pero con una suavidad extrema en el espíritu que le brindaban las píldoras maternales. Había llegado la hora de conocer al Otro cara a cara. Las puertas del mundo inconsciente  estaban levemente abiertas, estaba algo mareado, fuera de sí, con una energía agradable, desconocida, como si estuviese flotando en el espacio sideral. Del lado oscuro comenzó a surgir una luz tenebrosa, carente de brillo, totalmente opaca. El niño temblaba, tenía la garganta demasiado reseca; realmente él no sabía si estaba despierto, o tal vez estaba  volando, dando vueltas y vueltas con sus alas nuevas, primera vez que la cabeza le daba tantas vueltas, no era un mareo común; las píldoras, sólo recordaba una montaña de píldoras blancas que estaban en alguna parte escondidas, eran las píldoras mágicas de Cristina, la mujer alta, la que voló por la ventana la noche de año nuevo. El niño sostenía algo filoso entre sus manos, un objeto de metal que había encontrado al lado de las píldoras, era como un lápiz liviano, de textura agradable.
Se acercó lentamente. La madera de la puerta estaba fría, húmeda. La luz iba creciendo hasta rozar los pies desnudos que sobresalían del colchón. El corazón del niño  estaba descontrolado. La puerta comenzó a moverse. Pudo ver la habitación. Las paredes estaban pintadas de blanco; sin embargo, permanecían oscuras, sin ninguna energía luminosa, cargadas de radiación negativa, la muerte estaba rondando la mente enferma de Agustín. El aire era pesado, mal oliente, espeso. En una esquina había una lámpara apagada. El niño tropezó, casi tumba el arbolito de navidad, algunas luces alocadas giraban y giraban. El objeto se hacía pesado, las manos temblorosas vacilaban, leves gotas caían al piso, dejando un hilo extraño, demasiado húmedo y pegajoso. 
El Otro estaba en la cama. Su cárcel era pequeña. Todo su mundo estaba en ese cuarto. Agustín caminó hacia la cama. La luz retrocedía al compás de sus pasos, como si lo  hubiese atrapado. Lo pudo ver por primera vez. Fue un instante que duró una eternidad. El Oscuro estaba ahí. El Otro lo vio. El enfermo estaba ahí. Esperándolo. El abuelo dormía entre las estrellas .El niño huérfano gritó y corrió como un desesperado. Nunca pensó que su compañero de vientre fuese tan horrible. Perdió el control de los nervios. La luz era el aura del Otro.
 El abuelo se durmió para siempre.  Luego llegaron varias batas blancas que traían a la enferma para que celebrara la noche de año nuevo en casa. El pobre niño sintió ese olor peculiar del alcohol y de las agujas. Una inyección, un leve pinchazo. La silla mecedora de la abuela estaba inmóvil. Las manos de la abuela colgaban pálidas, frías; de los dedos inertes caían gotas muy rojas que provenían del cuello arrugado de la anciana. La madre enferma entró a la Casa Grande, besó la frente de la vieja; luego, subió muy lentamente, abrió la puerta prohibida, besó la frente del anciano inútil. Sentado en una esquina de la cama estaba el Otro, el pobre niño temblaba, tenía la espalda marcada por miles de correazos. La madre le besó la frente. La madre tomó el cuchillo. La madre gritó como nunca. Los hombres vestidos de blanco entraron a la Casa Grande, subieron a la habitación prohibida, querían atraparla. La madre alzó el cuchillo. La madre saltó por la ventana aquella noche de año nuevo. Los ojos del Otro se clavaron para siempre en la mente del niño huérfano. El niño se dormía lentamente, sólo podía escuchar la voz de la abuela...y un leve murmullo agudo que provenía del otro lado de puerta, el Otro gemía como una bestia hambrienta. La verdadera voz del Otro nunca es humana, la oscuridad del alma no  puede soportar el brillo de la ve luz.













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 Fue la primera vez que Agustín   lo vio. El Otro tenía la cabeza del tamaño de la almohada, sus ojos eran profundos y adultos. Una sonrisa idiota y un cuerpo demasiado pequeño. Sus manos diminutas se movían  sin control. Agustín no podía observar las piernas del Otro. Aquellos  ojos eran las ventanas del infierno.  Por error, dos espíritus llegaron  al mismo parto para encarnarse en días muy distantes. Agustín era el cuerpo, lo emocional, lo afectivo, lo materno. El Otro  tomó todo lo malo de la célula inicial, lo racional, la lógica fría, la apatía, el silencio asesino, la crueldad, lo feo e infernal.  Agustín sentía que su mente y su carne eran el límite y la muerte de todos sus enemigos. El “Yo soy” metafísico no existía, la espiritualidad de los loros solamente era un obstáculo para llevar a cabo la venganza tan ansiada. Agustín se repetía mentalmente las lecciones filosóficas aprendidas en las tinieblas del dolor sufrido desde que la madre murió: “El hombre es un animal que estorba al otro hombre. El hombre lucha hasta morir. Nunca habrá descanso”.
Desde aquel día, el demonio comenzó su venganza. Agustín sentía que lo  perseguían, que un maligno espíritu tomaba posesión de sus cosas, juguetes, zapatos, libros. Y a veces esa presencia extraña penetraba su  cuerpo infantil. Agustín ya no era el mismo, con mucha frecuencia la cabeza le dolía. La abuela quería encerrarlo en una “clínica de reposo”. ¡Pobre abuela! No tenía idea de lo que el Otro había planeado para ella. Solamente la anciana de ojos azules y el señor de capa blanca sabían de la presencia del Otro, ellos lo habían engendrado, y el Otro los resucitó a los dos, a la vieja y al viejo.
Agustín le temía a la puerta prohibida. Aquel día escuchó un silbido agudo, suave, de hermosa melodía. La cabeza le dolía. La luz opaca apareció frente a él. Sintió la mirada del Otro. Caminó hacia el balcón de la habitación. Las flores del jardín parecían muy lejanas. A veces el mundo le parecía tan pequeño. El dolor de cabeza era insoportable. La luz  estaba sobre la espalda del niño huérfano. Se quitó toda la ropa.  Quería que su espíritu fuese libre. Dos personas de batas blancas lo sujetaron. La abuela lloraba. El Otro reía como un demente. Agustín pasó un tiempo encerrado en una “clínica de reposo”, totalmente solo, observando la foto de la madre y hablando con la anciana de ojos azules y con el viejo de capa blanca.
Cuando Agustín regresó a la casa ya no estaba la abuela. A la pobre se la llevaron cuatro trajes negros, muy poco tiempo después de haberse tomado las medicinas que el niño había mejorado con un líquido azul y negro. Agustín había terminado su largo tiempo de “reposo”, y en una cesta de basura, en el rincón más oscuro de la clínica, dejó la foto roída de la madre muerta. No supo si alguien lloró la muerte de los ancianos. Él no. Pero, detrás de la puerta prohibida, el Otro extrañaba los correazos en la espalda.
El Otro estaba vestido de luto, jamás  había estado tan triste, tan cerca de aflorar al mundo “objetivo”. A veces, Agustín pensaba que el mundo íntimo de los sentimientos era la única puerta a la objetividad para acercarse a los demás; las palabras alejan y los sentimientos unen, todavía le quedaban algunas huellas amorosas de la madre muerta.
 Detrás de la puerta, solamente existía el Inconsciente, lo oculto, el poder desconocido, el secreto de los alquimistas, la piedra angular de toda verdad...  eso era la profunda esencia del Otro. Ese desgraciado era el todopoderoso, el que dominaba la situación, el que poseía la verdadera existencia, la vida que realmente valía la pena. Agustín era lo que sobraba, el perrito fiel, el perturbado, el que necesitaba “ayuda profesional”. Cuando la racionalidad evoluciona, surge la locura y el hombre deja de ser lo que  ha sido para convertirse en la demencia esencial que le corresponde. El Otro estaba convirtiendo al pobre Agustín en el “loco del pueblo”.
















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La Casa Grande estaba totalmente sola. Nadie quería sustituir a la abuela. Todos le tenían miedo al niño Agustín. Lo odiaban. No soportaban la fuerza de la mirada del loco. Sabían que no podían ocultar sus secretos íntimos. Agustín podía leer fácilmente el aura de todos ellos. Definitivamente, todos le temían y le odiaban. Ningún habitante de aquel pueblo maldito escuchaba los lamentos del Otro. La mirada de la gente del pueblo era desagradable, la acusación infernal, la eterna sospecha en su contra, la destrucción de la libertad.
En la sala de la Casa Grande se podía sentir el silencio final de la abuela, su mirada agónica flotaba en el aire, se podía oler su presencia astral y resucitada. Ella estaba observándolo desde la cuarta dimensión, sus manos casi  acariciaban el rostro de Agustín, ella quería al nieto a su lado para darle unos cuantos latigazos. El abuelo seguía durmiendo en la cama del cuarto prohibido. El Otro  necesitaba que la mente de Agustín siguiese desquiciada, los gemidos de la Criatura Oscura  eran infernales, insoportablemente agudos. El dolor de cabeza volvió... y Agustín tuvo que recurrir a la medicina, a las píldoras de siempre, las mismas que calmaban los delirios de Cristina.
Agustín no quería ver su cara deforme, su asquerosa sonrisa, sus ojos de anciano, su maldita piel agrietada. Más allá de lo aparente, del fenómeno, la esencia humana siempre resulta muy parecida a la muerte.  Él debía  cerrar la puerta, colocar sus pensamientos en otra dimensión, viajar...conocer otros mundos, otros sistemas solares. Era tan sencillo, solamente tenía que imaginarlo. ¡Si el hombre conociera el poder de la imaginación!, entenderían que el mundo y el universo son frutos de la imaginación de un genio perverso a  quien le encanta jugar con el dolor de sus criaturas.
Agustín corrió desesperadamente para alejarse de todo aquello; pero, no pudo cerrar la puerta. Sin embargo,  una fuerza extraña lo mantenía paralizado, inmóvil en el centro de la misma habitación de la noche de año nuevo. Entonces, comenzó a sentir un  cosquilleo en el  estómago, una especie de energía eléctrica que salía de las  entrañas de su propio miedo, y lo arrastraba hacia la cama que estaba en el extremo interno del cuarto, exactamente detrás de la puerta prohibida. Algo le ataba a la presencia del Otro, parecía que ese ser diabólico fuese su sombra eterna.  De pronto, todo comenzó a dar vueltas. Agustín estaba totalmente mareado. Nunca supo si fue la medicina, o el poder del inconsciente del Otro. Sin saber cómo, estaba dentro del cuarto, y con un tetero rojizo  en las manos. La abuela no estaba, la pobre dormía en el cementerio. Agustín tenía que alimentar al Otro. El huérfano se convirtió en el sirviente de su propia Sombra. La esclavitud había comenzado. Eso era el Otro en definitiva, el amo que esclaviza para siempre.
La sociedad y el mundo desaparecieron para Agustín. Jamás pudo adaptarse a la realidad de los seres comunes. No tenía la culpa de que la gente se conformara con un universo de miseria y pobreza. Él siempre prefirió ver la realidad metafísica. Pero, eran muy pocos los iniciados en los secretos espirituales. Por eso, los sabios como él mueren solos. Sinceramente, ese era su deseo: morir solo, como Cristina.
Agustín no pudo encontrar la soledad anhelada. El Otro estaba ahí. El enfermo Agustín se fue acostumbrando a la presencia del Extraño. La puerta siempre estaba abierta. Aunque hubo noches en que le pareció escuchar la voz de la abuela advirtiéndole el peligro. Los  ojos del Otro eran llorosos, su voz llegaba gris y demasiado fría. Después de la otra muerte accidental, ya casi no volvió a contemplar el rostro de la  anciana de ojos azules.  Había poca diferencia entre la Casa Grande y el cuarto de la clínica. Si hasta los hombres vestidos de blancos lo visitaban a diario. Llegó otra noche de año nuevo y Agustín daba vueltas y vueltas alrededor de la cama.
El Otro se apoderaba de la mente del pobre Agustín. El Fantasma utilizaba la telepatía para controlarlo. Ya el huérfano no podía dar un paso sin el permiso del Otro. Eran dos espíritus en un mismo cuerpo. Y pensar que hay personas que no creen tener ni uno solo, Agustín tenía dos espíritus errantes en una misma carne. La cara del Otro y su angustiante  presencia siempre estaban en la mente del enfermo. Los  nervios se deterioraban rápidamente, tuvo que tomar una dosis cada vez mayor de la medicina. Fue perdiendo peso. Su cuerpo se derrumbaba. Se estaba convirtiendo en un  despojo sin voluntad propia, muy parecido al anciano que se hundió para siempre el suavidad del colchón.
Muchas veces Agustín trató de matar al Otro. Soñaba todas las noches con esa idea. Pero, el Otro invadía sus sueños. Agustín ya no tenía libertad ni siquiera en el mundo astral. Su muerte o la del Otro era la única solución posible. En el mundo material no había lugar para los dos. En la mente enferma no había sitio para ambos. ¡La suerte estaba echada! Para poder asesinarlo, Agustín tenía que planear una estrategia perfecta. La primera dificultad consistía en  ocultarse de la presencia maligna. Si ese monstruo descubría su intención, todo habría terminado. El Inconsciente jamás tiene piedad,  destruye a todos sus enemigos.
El momento había llegado. El dolor de cabeza era insoportable. Agustín recuerda que aquella noche  tomó demasiada medicina. No había nadie en la casa. Realmente no estaba seguro de estar en la casa o en la clínica. ¡Hacía tanto que no veía a la abuela!, ni al señor de capa blanca, el mismo viejo que encontraron sepultado en lo más húmedo del colchón. La abuela nunca se enteró de las inyecciones secretas en los brazos de Agustín. Tan poco se enteró de las “píldoras”. El único que conocía toda la realidad era el Otro. Y pensar que el niño enfermo comenzó con los “Adaptógenos”. Precisamente, cuando se cansó del “naturalismo”, apareció en su vida el mismo que había nacido a su lado, el Otro, el verdadero heredero de la madre, el que surgió de la rodilla de la vieja de ojos azules; el Otro, el de piel amarillenta como el viejo de capa blanca; el Otro con esa maldita sonrisa de muerte.
La batalla había comenzado. La compró muy barata. Su color marrón era demasiado frío. Medía casi un metro de longitud. Sus ojos eran verdes como la muerte. Actuó silenciosamente. Abrió la puerta. La víbora se deslizaba hacia la cama. Todo seguía en silencio. No podía controlar el miedo, la angustia era terrible. Escuchó un agite. Unos cuantos segundos...La puerta se abrió violentamente, le dolía el brazo, los colores giraban en su mente. El dolor de cabeza era horrible. La serpiente estaba en el piso, inmóvil, muriendo a causa de un desgarre a la altura del cuello...El Otro tragaba la sangre de la serpiente. El Otro se había apoderado de toda la mente de Agustín.
Comenzó el capítulo final de la vida de Agustín. A diario tuvo que barrer plumas ensangrentadas, restos de roedores, de gatos, de perros.  El Otro se transformaba, su mirada era sedienta, sus dientes se afilaron, le creció la barba,  la sonrisa desapareció, estaba totalmente calvo. Ambos sabían que la muerte estaba cerca. Agustín  no quería viajar al mundo espiritual y encontrarse con la abuela, ni con el viejo alcohólico. Agustín recuerda que no estaba en su casa... se sentía perdido, en un mundo casi inexistente, sin cordón de plata, sin realidad definida, y con miedo de cruzar la puerta de la habitación. Sonaban algunos cañonazos de la noche de año nuevo.
Cada vez los animales fueron más grandes. Ya no se los comía, bebía la sangre de sus víctimas. Se convirtió en una especie de  vampiro. Comenzó con  conejos, perros, corderos, hasta que un día...
Le dolía la cabeza. No sabía la hora del día. El tiempo era relativo, fácil de predecir. Una fuerza magnética le arrastraba hacia la puerta, cruzó el umbral. El Otro clavó sus colmillos. Agustín no pudo defenderse. Se sentía extremadamente débil. Se soltó, cerró los ojos y durmió como nunca.
Aquella experiencia se convirtió en un rito. Agustín, el consciente, sería la víctima. El Otro, el inconsciente, el demonio. Agustín fue perdiendo la vida, el cabello, los dientes. Ahora es un viejo de treinta años de edad.
Aquel día fue el último de Agustín en la Casa Grande, llegaron varios hombres que vestían de blanco, entraron en la habitación. Agustín se encontraba en el rincón, débil, muy débil. Le dolía la cabeza. Su muñeca estaba ensangrentada. “La droga”, dijeron ellos. Mientras que detrás de la puerta, el Otro cerraba los ojos en señal de placer. Agustín desapareció de la Casa Grande. El pobre se convirtió en un errante de la demencia, lo han visto durmiendo en las plazas de los pueblos olvidados, sin nada que recordar, sin nada que esperar. El niño de la espalda marcada, nunca tuvo el valor de saltar por la ventana para encontrarse con la madre muerta.
          


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