LA CASA GRANDE
AUTOR: GERARDO BARBERA
*
La fecha exacta jamás se ha sabido; tal vez, la Casa Grande apareció de la nada, como las maldiciones eternas que navegan en el inconsciente colectivo del pueblo latinoamericano. Al principio fue una casa común, de esas que se construyen muy lentamente a través del tiempo, un terreno vacío, una casa pequeña, una casa mediana, una casa grande…muy grande…la casa del Doctor Agustín Peña y de su esposa, Doña Cristina Miranda. En la Casa Grande nació el único hijo de la pareja, Agustín Peña Miranda. Se dice que Don Agustín era un abogado mercantil, se dedicaba a los negocios de compra y venta de terrenos, casas, fincas, ganado. El “doctor” era egresado de la universidad de la capital, uno de esos universitarios de inicio del siglo XX cazadores de fortunas, que había encontrado una oportunidad en el matrimonio con Cristina Miranda, hija única de los dueños de la Casa Grande. De hecho, el “doctor” pocas veces estaba en el hogar. Viajes y viajes, siempre alejado. Su hijo iba creciendo bajo la sombra protectora del amor maternal. Cristina siempre se desbordaba en cuidados hacia el hijo único, la razón de su existencia, su realización como mujer y madre. Entonces, ambos crecían como una misma realidad en sentimientos, deseos, modos de hablar, valores existenciales, concepción de la realidad; la misma música, las mismas alegrías, los mismos temores; dormían siempre en la misma cama, soñaban las mismas fantasías, les temían a los mismos fantasmas. Claro, la unión se interrumpía durante los días extraños cuando aparecía el papá viajero; entonces, el pobre niño era echado a un lado, al otro cuarto, donde se escondía durante la semana de visita paterna. Y así como llegaba, el “doctor” volvía a desaparecer, “los negocios”, “el trabajo”, “Tengo que ir a la Capital”. La madre buscaba consuelo al lado de su hijo. En cierto modo, la madre y el hijo eran una misma realidad compacta, un único ser con dos rostros de ojos azules, dos seres encerrados en una sola existencia espiritual. La Madre y el Hijo una misma realidad social en unidad indestructible como significado existencial en la historia de la América Latina.
Muchos años después, dos hombres fuertes, vestidos con
esos uniformes blancos y sucios, traían a la fuerza al hombre demente. Mientras
lo arrastraban hacia la escalera de la habitación especial, los alaridos
nocturnos recorrían todas las paredes de la misma casa de la infancia:
“¡Maldita sea! ¡Digo la verdad! ¡Mi historia es real! ¡Por Dios, créanme! ¡No
cierren la puerta! ¡Pueden entrar, y no quiero ver a ese viejo alcohólico
lanzándose miles de veces por la misma ventana, hundiéndose en la humedad de la
cama, no deseo ver los ojos de la bruja…! ¡Aléjenlos! ¡Maldita sea! ¡Dónde está
mi madre! ¡Cristiiiinaaaa! ¡Ven mamááá! – Los lamentos de Agustín inundaban todas las calles del pueblo; los niños se
asustaban, los adultos maldecían la presencia del demente de la Casa Grande.
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El niño Agustín
había crecido; la vida lo había convertido en un hombre triste, enloquecido por
las amarguras de la existencia cotidiana; tenía apenas treinta años y parecía
un viejo moribundo, pocos cabellos,
dentadura podrida, manos temblorosas, mirada perdida en su infierno íntimo.
Treinta años de edad y ya hablaba con los muertos. El pobre Agustín no podía
escapar de su pasado. Ahí estaba, como un perro
humillado, gritaba como un
animal y no quería que lo encerraran en el mismo cuarto de siempre; ahí, donde
creció como reflejo de la madre enferma, la mujer que murió misteriosamente,
vestida de negro, hundida en el lodo frío del jardín oscuro de la noche fatal
de año nuevo. La misma noche en que el padre desapareció para siempre, sin
dejar rastros; tal vez se fue con la
“perra esa”, como solía gritar la madre enferma, cuando la desesperación de la
soledad profunda invadía cada rincón de la Casa Grande.
Desde muy temprana edad los muertos guiaron el sendero
de luz del niño Agustín, le mostraron la luz espiritual de la Nueva Era que
había en los libros secretos de la madre muerta. El primero en aparecer fue un
señor de capa blanca, quien le enseñaba
los secretos mágicos de las palabras. El señor de capa blanca aparecía en el techo
de la habitación eterna, siempre mirando fijamente el colchón podrido de la misma cama, la que
estaba muy cerca de la ventana negra. La
vida fue un laberinto misterioso para Agustín, el pobre huérfano siempre
terminaba en la misma habitación, donde
vio por última vez el rostro de la madre muerta; la cama era la de siempre; claro, sin calor y sin lecturas
poéticas sobre los héroes mágicos. Desde la noche de las muertes inesperadas,
el cuarto quedó vacío, sin significados existenciales, solitario, habitado por
sombras inexistentes. Ya quedaba muy poco del aroma dulce de la madre muerta.
El niño era un abandonado sin esperanzas.
Los espíritus nocturnos siempre le enseñaban sabidurías eternas: “las
palabras son mágicas”, “las palabras son poderosas”. “Aprende de mí: de mi boca
siempre surge la muerte”. Durante su infancia, los ojos de los fantasmas le
perseguían por todos los rincones de la Casa Grande. Cuando la noche lo invadía
todo, el niño corría desesperado
buscando el calor materno, Así descubrió que la muerte era ausencia radical,
solamente la imaginación eterna podía resucitar cadáveres. Pero, el tiempo
pasaba muy despacio, todo era inútil, la madre se durmió hace más de veinte
año. Después de la noche en que volaron las mariposas negras, el niño Agustín
se quedó mirando el horizonte lluvioso y oscuro como el mañana que le esperaba. Un cadáver en el fondo del
jardín, un cuerpo inmóvil, la despedida eterna, el niño se sintió profundamente
solo, atrapado en el universo oscuro de la casa grande, sintiendo el último
beso tibio sobre la frente del huérfano.
En las pesadillas diurnas y nocturnas del niño
Agustín, también había una señora vestida de negro, con un velo oscuro que le
cubría el rostro moribundo de vieja enferma. Cuando la lluvia se convertía en
tormenta infernal, los ojos azules de la
vieja penetraban la mente del niño abandonado. Siempre era la misma lección:
“No digas malas palabras”, “El que dice malas palabras se pone feo”. Las malas palabras se corregían con la correa
de la vieja muerta, la bruja de ojos profundos.
Por eso, cuando se miraba en el espejo, se daba
cuenta que jamás siguió el consejo de la
vieja, la que siempre estaba sentada en cualquier rincón del cuarto. Agustín
odiaba la luz y le tenía miedo a la oscuridad, al señor de capa blanca, a la
vieja…y a la puerta del cuarto prohibido. Treinta años y le temía
a las sombras, a los recuerdos, a los ojos de los muertos; a la fatalidad que
le esperaba del otro lado de la puerta de ese maldito cuarto. El recuerdo del
amor materno era el único centro de vitalidad existencial que le quedaba.
**
Agustín aprendió que las palabras poseían un poder
creador y destructivo. De la mente
siempre surge la vida o la muerte. Lo que se dice escapa de
la intimidad y se transforma en pequeñas ratas desesperadas que penetran el
cerebro de los enemigos. No se puede detener la subjetividad; definitivamente,
el hombre es lo que piensa, la capacidad de imaginación es la fuente del poder
universal. Pensamiento y Hombre una misma realidad. No hay Ser, sólo pensamiento.
No hay realidad, todo es creación. No existe la luz, solamente la palabra. Todas las enseñanzas de los muertos
palpitaban como luces enfermas en la mente del hijo único de Cristina, la madre
muerta.
Agustín estaba convencido de que los pensamientos se escapaban por los
orificios minúsculos del cerebro hacia la mente de los otros. Así, pues,
comenzaría la venganza, el rencor, el deseo de destrucción, de hacer morir a
todos los habitantes de la Casa Grande enviándole ondas cerebrales malignas. Aunque
siempre llegaba el momento de
arrepentirse de las palabras y pensamientos. Luego, en el más completo
silencio, aparecía la vieja furiosa con insultos y groserías
terribles. La vieja parecía un ánima maligna venida del mismo infierno, con la
correa delgada dejaba marcas dolorosas en la espalda del niño abandonado;
entonces, el señor de la capa blanca se entristecía, no paraba de beber ese licor barato; pero, nunca intervino para
salvar la espalda del niño, se conformaba con llorar la mala suerte de su hija
enferma. Agustín se sentía cada vez más viejo, más feo, un niño sin luz en la
mirada, con deseos de lanzarlo todo por la ventana….un monstruo infantil.
Los enfermeros se desesperaban, Agustín estaba
furioso, incontrolable, gritaba
horribles incoherencias: “¡Espero que al ver mi rostro me crean! ¡Nunca
he dicho mentiras!”. Agustín siempre hablaba solo, nunca había tenido amigos;
había crecido como un niño amargado, casi siempre encerrado, su piel era
enfermiza, pálida. El viejo de capa blanca lloraba como un inútil, era un pobre
alcohólico, sin voluntad, siempre con la botella de ron entre los dientes
amarillentos y podridos. El niño Agustín prometía y prometía no decir malas
palabras, le tenía miedo a los castigos
de la vieja. El niño después de los castigos corría a mirarse en el espejo para
ver si se estaba volviendo más feo. El viejo inútil era un padre simbólico, una figura sin vida
propia, un ser tan absurdo como el universo. En la vida del niño Agustín sólo
existía una madre dentro del alma día y noche, desde siempre y para siempre. En
el espejo podía ver la cara de Cristina, no existía otra realidad en la sangre
vital del niño huérfano. La madre era sacrificio, amor, entrega, cariño,
trabajo, la felicidad en la Casa Grande. La madre muerta era dolor y
maldiciones. Sin la presencia cotidiana de la madre, no existía espacio,
tiempo, significados, sueños, esperanzas; la madre era la totalidad.
***
Agustín llevaba en uno de sus bolsillos una libreta
sucia, con escritos desordenados, una mezcla incomprensible de enseñanzas locas
y de datos biográficos escritos durante los años de encierro; como si no
quisiera que alguien comprendiera los secretos de su vida. En la primera página
escribió algunas notas de sabiduría celestial, la Metafísica de la Nueva Era,
según los Avatares de la Revolución de Acuario:
·
“Debo vigilar constantemente lo que sale de mi boca,
dirigir el poder destructivo en contra de mis enemigos”.
·
“El pensamiento es maléfico, la vejez debe morir”.
·
“La evolución humana se reduce al desarrollo del
pensamiento metafísico y astral”
·
“Lo que soy ahora es producto de la imaginación
fenoménica de algún demonio escapado del infierno, encarnado en la bruja de
ojos profundos”.
·
“Ninguna persona ha llegado a ser lo que soy yo: un monstruo
auténtico y puro, sin rasgos humanos, ni sentimientos”.
·
“No soy una metáfora, por extraño que pueda parecer
soy realmente un monstruo que lucha por su libertad absoluta”.
Para los psiquiatras era difícil establecer y
comprender el grado de esquizofrenia reflejado en aquellos escritos. Cuando
Agustín escribía sobre la madre muerta, todo era más complicado, no había
claridad en cuanto a la veracidad de lo narrado, la realidad descrita era
borrosa, confusa, sin coherencia: “Tal vez, La
Señorita; así llamaban a mi madre, me formó con su pensamiento..., jamás
quiso saber de mí, por eso escapó hacia la oscuridad. Tal vez, nací gracias al
cura y a su política de No al aborto. Ella me parió según la
carne y la mente. Fui engendrado por veintitrés cromosomas, no
hubo padre. Siempre he sido la negación de la racionalidad. El terror no es
lógico. Lo que se engendra con violencia, se transforma en muerte. Yo soy esa
muerte. Por eso vivo solo en la casa más grande del universo y duermo
abandonado en la soledad perfecta de la cama de la madre que se fue y me dejó
en la oscuridad”.
****
Nunca se sabrá con exactitud si lo que escribió
respecto a su relación con la madre era cierto, o consecuencia de la soledad en
la que se hundió cuando Cristina voló por la ventana que está detrás de la
puerta prohibida, durante la noche de año nuevo, la noche de los muertos,
cuando comenzó el diálogo de Agustín con los seres espirituales, la noche de
fin de año, cuando el destino insólito marcó la existencia esquizofrénica del
niño abandonado, el de la espalda marcada, el del alma solitaria, el huérfano,
el que se hundió lentamente en el sueño de las drogas, el que ahora es un
demente sin esperanza de sanación, “el loco del pueblo”.
En las últimas
páginas de aquel diario estaban las confesiones oscuras, surgidas del mismo
mundo atormentado de Agustín: “Sé que parece mentira; sin embargo, tengo
treinta años no cumplidos. Mi fiesta de
cumpleaños será la próxima semana, noviembre, mes de los difuntos. Treinta años
de edad. Toda una vida de angustia, de soledad...de convivencia con los
demonios. Créanme, el Infierno existe: yo soy su profeta. Soy el “elegido” por
la maldad de la Serpiente. Ese es mi destino. Debo mostrar mi cuerpo, para que
todos crean que la vieja era el árbol de todas las maldiciones, sé que ahora
está en el infierno, yo mismo la envié a las tinieblas eternas, digo la
verdad”.
La vida de Agustín
no era común. Pero, tampoco tenía mucho de original, se trataba de un ser humano envuelto en la locura, un enajenado
por los abusos sufridos durante la infancia, que buscó consuelo en cualquier
droga que estuviese a su alcance; un niño sumergido existencialmente en el
ciclo mortal de la violencia; sin embargo, en sus ojos enfermos se ocultaban
los secretos de la noche de año nuevo. Además,
Agustín había padecido casi todas las enfermedades, “el pobre nació
enfermito”. Realmente, era demasiado delgado, un flacuchento, como solía
decirle la bruja, la abuela materna; el abuelo fue mucho más amable, solamente
solía decir que el niño Agustín era “la
desgracia de mi hija”. Así se sentía Agustín desde la muerte de la madre, se
miraba al espejo del cuarto y veía el rostro de
una maldita desgracia que envejecía silenciosamente. ¿Quién era el niño
Agustín? El huérfano, un estorbo, un monstruo a quien había que arrebatarle la
casa para venderla. Agustín sabía que sus abuelos venderían todo y lo
abandonarían en cualquier hospital psiquiátrico.
Los enfermeros
lograron sentar al psicópata en una de las sillas del cuarto especial; claro,
lo amarraron. Agustín tenía la mirada perdida, su mente divagaba en el pasado
infantil, podía recordar al perro de la
casa, cuando “peludo” se escapaba, la madre, la abuela, y hasta el anciano de
la silla de ruedas se estremecían de preocupación, no fuese que le ocurriese
algo malo al pobre perrito. De hecho, a ese perrito le ocurrió un lamentable
accidente. En cambio, el hijo de Cristina vivía solo con las sombras tenebrosas
del cuarto, acompañado por sus dos fantasmas envejecidos. Muchas veces pensó que la casa era todo el universo, y
esas paredes blancas eran los límites del mundo de los sueños. El perro siempre
tuvo mejor suerte que él. Agustín odiaba al perro, y un día lo envió a la
oscuridad. En una bolsa negra enterró la
sangre y los huesos de aquel maldito animal, lo arrojó al río de la muerte.
Agustín tenía el rostro totalmente envejecido, las manos temblorosas, no las podía controlar; la carne
se le estaba agrietando, la existencia era una enfermedad. Su voz era amarga,
como si estuviese demás en la vida, un
estorbo sucio, nadie le quería. Tenía ceguera prematura, casi ciego. Sin
embargo, Agustín podía ver a través de
su sexto sentido, o como lo llamaban sus maestros, “El tercer Ojo”. A pesar de
haber desarrollado ciertos poderes psíquicos, gracias al poder del humo mágico,
era un viejo de treinta años, totalmente
calvo, sin dientes. Los años de encierro
fueron terribles. No ha tenido juventud, pasó de la niñez a la vejez, de la
alegría de ser el hijo único de Cristina, a la locura infernal del ser un pobre
huérfano, lo más triste que puede ocurrirle a un niño mestizo de América
Latina.
**
***
¿Cómo explicar lo sucedido al pobre Agustín?
Imposible. Nada en él era explicable. El mal, la maldad, la maldición, la
locura, las largas noches de insomnios, el alcoholismo, las drogas, el encierro
eterno... la existencia misma carecía de explicación racional. No se podía
explicar nada sin recurrir a los seres de otras dimensiones, de otros planetas.
Ese poder especial que aprendió del señor de capa blanca le había salvado
muchas veces. Cuando todos estaban dormidos, él se escapaba a otras realidades
astrales para hablar con miles de ancianos que le enseñaban filosofía de las
nubes, ¡Filosofía profunda de la India!; era muy hermoso pensar en las cosas de arriba, la filosofía era un sueño placentero;
solamente los filósofos del aire poseían
el secreto de la vida espiritual. La filosofía le enseñó a despreciar a los
demás, a los pobres miserables, a los seres
muertos de hambre, pero, de modo especial, despreciaba la vejez; los
viejos siempre son horribles, impregnados de enfermedades, demasiado cerca de
las tumbas amarillentas y solitarias.
Agustín estaba convencido de que los humanos
comunes a lo sumo les tocaba vivir y
morir como ratas callejeras, volver a
vivir y morir, vivir y morir, siempre como ratas marginales... hasta cumplir el
ciclo de setenta y dos mil años de pobreza infinita. La vida no era una pasión
inútil, solamente inútil y sin pasión. El planeta era una basura del sistema
solar. El sistema solar era una basura de la Vía Láctea. Todo el universo era
una basura como el padre desconocido, “el doctor Agustín”. La comida en la
oscuridad del encierro era una basura, los enfermeros daban asco, todos tenían
ese olor tan peculiar de los psiquiátricos. Agustín quería escapar de las
cuatros paredes que lo esclavizaban y le torturaban, ya no soportaba ver los
ojos de la vieja, parecían manchas circulares de sangre en el techo, no
podía seguir escuchando los lamentos del viejo alcohólico. Él iba a terminar
con todo ese infierno.
Treinta años y se estaba muriendo de vejez. Él sabía que le esperaba la silla de ruedas, la cama y la
tumba; luego vendría el maldito infierno, al lado de la vieja y del viejo. Pero,
regresaría de las llamas y atormentaría una a una las almas de los enfermeros hediondos. Agustín estaba seguro de que su
alma inmortal regresaría para vengarse de toda la humanidad. Agustín siempre juraba por los dioses del mundo
astral, que no volvería a nacer pobre,
no creía en la liberación de los pobres, ni en la cultura popular, ni en la
antropología de la pobreza, nada de eso tenía sentido dentro de sus
alucinaciones nocturnas. Agustín creía
que ya había superado ese karma. Él no era
tan hipócrita como esos amigos, los fieles defensores de la humanidad y
solidarios con los más necesitados, quienes solamente donaban las miserias que
le sobraban. Ya él había vivido esas experiencias buscando la paz del alma, había cantado en
grupos juveniles, donado zapatos viejos;
había vivido en comunas de jóvenes rebeldes, había compartido demasiado humo
mágico, todo fue una mentira hipócrita, un pretexto para volar en las alas de
las píldoras blancas. Además, deseaba
que su vida futura fuese en una isla, donde pudiese estar solo, libre de
las garras del Otro, el que nació durante la
noche de la ventana negra. Entonces, poder demostrar con su ejemplo que el hombre
siempre ha sido un solitario en esencia. Además, el nacimiento del Otro fue un
accidente nocturno, un maldito que surgió de la oscuridad, para producir dolor
en lo más íntimo de la conciencia. El Otro tenía que morir, dormir para siempre
al lado de los huesos de los fantasmas que aparecen en el cuarto maldito,
detrás de la puerta prohibida.
***
***
Agustín deseaba escapar del Otro. La tierra húmeda sobre el rosal sería la salida del infierno, la muerte era la
única esperanza que debía predicarse a todos pobres, a toda la gente destinada
a vivir entre la basura como vulgares aves de carroña, esos que siempre se
alimentarán de las sobras inmundas, la
muerte será la verdadera libertad absoluta de toda pobreza y de la
vejez enfermiza. Nadie lo seguiría al valle de la muerte, ahí estaría
eternamente solo, como la esencia antropológica más perfecta que se haya
vivido. En un ataúd solamente cabe un cuerpo, en un cuerpo sólo hay una mente.
Él estaría solo, sería libre por miles de años. Solamente en el infierno
volvería a sentir la mirada del Otro, el feo, el maldito que se oculta en el espejo y se escapa cada vez que el humo
milagroso entra en la sangre. Porque ahí, en el Reino de las Sombras, el Otro
lo estaría esperando, para terminar la venganza. El Otro siempre lo culpaba de
todas las desgracias, de su fealdad, ¡Las malas palabras!¡Las marcas en la espalda!
Agustín sentía un odio mortal en lo más profundo de su intimidad abusada. Los
verdaderos sentimientos humanos eran el deseo de morir y el deseo de matar, en
eso se reduce todo el poder del inconsciente y el poder de la racionalidad:
vida o muerte. Él ya había elegido, todos irían al infierno.
La madre de Agustín era muy alta, pálida y nerviosa.
“La Señorita” era hermosa. Dicen que el abandono del marido, la “mala junta” y la marihuana acabaron con
sus nervios. Si hasta tuvo internada en un cuarto de la Casa Grande, donde la
visitaban varios hombres vestidos con uniformes blancos. Ella era enferma y
siempre le dolía la cabeza. Todas las sociedades y todas las épocas han tenido y tendrán sus drogas para
calmar el dolor de cabeza. De hecho, el pecado original ha consistido en ese
afán de querer escapar de la realidad, salirse de la piel y huir hacia el
infinito, volar y alcanzar la luz de una estrella, soñar y no despertar jamás,
“ser como dioses”.
La madre era
casi una niña cuando decidió encerrarse en su cuarto para comunicarse con los
Lamas del Tíbet. Se había cansado de los gritos de la abuela: “Eres la
vergüenza de la familia, te vas a poner
fea por mentirosa...”. Luego, el
matrimonio conveniente le fue quitando lo fea, ya era una señora casada por el
civil y por la iglesia, pero seguía enferma de los nervios. El marido era un
abogado comerciante, un viajero, un hombre libre, “de la calle”, que no tenía
la más mínima idea de lo que significaba construir un hogar estable. Después
del nacimiento del pequeño Agustín, la madre se iba volviendo más “nerviosa” y
el padre más “viajero”, como si ya hubiesen cumplido con algún contrato
prematrimonial para complacer a los padres de Cristina.
Un día entró un ladrón. El padre de Agustín estaba de
viajes, la madre estaba sola, sentada en
la silla de siempre, recorriendo el mundo de los espíritus, hablando con todos
sus amigos telepáticos. El ladrón la
vio; entonces, de manera trágica comenzó la encarnación del espíritu del odio, la desesperación, el deseo de
morir. La violencia ha sido siempre el motor de la historia de las sociedades.
Además, el terror a la muerte fascina e hipnotiza como la Serpiente del
Edén. En efecto, bastaría con leer los libros de historia, nunca hablan de amor,
de amistad, sino de guerras, crímenes…y por eso Agustín adoraba a los héroes de
los libros, y entre más sangre haya derramado el héroe, más intensa era la
admiración y los deseos de imitación.
Los viejos eran sus enemigos. Aunque, realmente, Agustín nunca vio a ningún
ladrón, a nadie; a ninguna persona; a veces piensa que todo fue efecto de
alguna de esas píldoras que usaba la madre para tranquilizar los nervios.
Cuando se llevaron por primera vez a Cristina, la
abuela fue la madre sustituta de Agustín. A la “Señorita” la encerraron en la
clínica “San Marcos de León”, en Nirgua. Pero,
un día apareció en la puerta de la Casa Grande, como si nada, de pronto,
como las lluvias sorpresivas, ni siquiera saludó, solamente entró al cuarto de
siempre y durmió. Nadie sabía lo ocurrido en el sanatorio, duró dos años en aquel lugar y volvió como si
nada hubiese pasado. Agustín había perdido la esperanza de volverla a ver,
creía haber escuchado a la abuela decir: “Menos mal, que ella piensa que está
en un templo...” Bueno, la visita duró poco, cuando las drogas comenzaron a
desquiciarla, los enfermeros volvieron por la loca. Agustín lloró de soledad.
Aunque el pobre drogadicto no estaba muy seguro de
recordar exactamente todo lo sucedido en los últimos días de la madre muerta,
los tiempos de los relatos vividos eran muy confusos. Él la vio caer, tocó el
rostro frío del cadáver. Cuando las drogas calmaban sus nervios, el enfermo
Agustín parecía recordar todo lo ocurrido, ella había muerto durante una noche
de “año nuevo”, la noche perfecta para hacer su último viaje, de la ventana al
jardín, con sus alas maternas cubiertas de gotas rojas como la sangre. El niño
Agustín estaba ahí, una y otra vez. La misma ventana negra por donde entraban
las sombras del otro lado de la puerta prohibida. Después de la estadía en el
Sanatorio de Nirgua, la “Señorita” no volvió a ser la misma, cada día que
pasaba era un infierno. Por cierto, nadie ha comentado jamás del paradero del
doctor Agustín, lo más seguro es que se haya ido a vivir con la “perra esa”.
***
****
La Casa Grande tenía dos entradas principales: la del
niño Agustín y la del Otro. Detrás de la puerta prohibida quedaba el mundo
infernal, el maltrato de la abuela.
El Otro siempre estaba oculto más
allá de la puerta íntima de la conciencia. Nunca hubo relación entre ellos. Del
lado oscuro la realidad era gris, lo que
nadie debía conocer, lo oculto, el “secreto horrible de la familia”, el rostro
feo. El Otro siempre sería un fantasma, algo que estorba y
amenaza, no podían existir posibles encuentros entre los dos rostros del
mismo ser. Agustín esperaba algún descuido para atacar. El Otro era la muerte.
Vida o muerte. El Otro tenía que morir o matar en defensa propia.
La abuela era
la única que podía entrar a la habitación prohibida. Agustín recuerda que en ciertas ocasiones, venían
algunas personas con batas largas y
blancas para inyectar al pobre niño enfermo. Entonces, la vieja le miraba con
mayor intensidad y el señor de capa blanca se mantenía en silencio; esos viejos
habían engendrado al Otro, a ese maldito a quien solamente podía ver la mente
enferma del niño huérfano, para el resto del mundo, el niño Agustín hablaba con
las sombras de su imaginación. Sin embargo, el Otro estaba ahí.
El Otro también había nacido del mismo vientre
materno, la vida y la muerte en un único parto, diferentes los momentos para
nacer, diferentes los rostros. El Otro era la parte complementaria de Agustín,
la sombra eterna, siempre a flor de piel. No se trató de un “niño no deseado”,
sino de un “par no deseado”. Desde la noche de año nuevo jamás hubo juguetes,
ni canciones de cunas. Nadie había visto al Otro, al “enfermo”, al que se encargaría de mandar
al infierno a los viejos que se habían llevado a la madre dulce. La abuela siempre lo insultaba, le gritaba
mientras marcaba la espalda del niño solitario. Agustín sentía que el
mismo “cordón de plata” le unía a la
suerte del Otro, como si ambos tuviesen la misma alma. En el fondo, ambos eran
dimensiones esenciales de un mismo ser,
el mismo espíritu encarnado en dos realidades diferentes, existiendo al mismo
tiempo en una sola historia de vida. Tal vez por eso, la mente del niño no
podía descansar en paz. Agustín tenía que conocerlo, verlo, tocarlo, hablar con
la otra criatura, mirarle a los ojos, desafiarlo, sacarlo a luz para que todos
lo vean y no lo sigan tratando como a un psicópata. Él no quería morir como la
gran mayoría de los seres, sin conocer el rostro del Otro, al que existe como
posible, como la potencia de lo escondido, como
la miserable proyección del existir, el “yo” evolucionando en vitalidad
triunfante y absurda como la muerte que siempre espera. El Otro siempre
estaba ahí, mirándolo, riéndose del
pobre huérfano. El Otro lo odiaba. El hombre es odio y muerte en lo más
profundo de su esencia inmortal. En fin, el hombre es dualidad del ser, dos en
uno; dos caras, luz y sombra.
Agustín recuerda que tenía entre sus manos un libro de letras muy grandes, que
trataba el tema de los Avatares: “¿Cómo ser un Avatar?”. Aprendió a muy
temprana edad, que el secreto para entender cualquier lectura espiritual,
consistía en estar completamente relajado, como volando, dejando que los
pensamientos naveguen al lado de los personajes de los libros. Él siempre había
deseado ser el personaje de algún libro espiritual. Agustín era un lector muy
eficiente, había captado con mucha facilidad la idea central sobre la esencia
de la filosofía espiritual, nunca
comprometerse con ningún grupo, ni proyectos, ni causas sociales de
liberación. Lo espiritual siempre
libera; los espíritus viven en las nubes. Por eso, Agustín se sentía
fuera de la oscuridad de los seres comunes
y sin las ataduras propias de los seres
carnales. Vivir en el espíritu era la verdadera naturaleza del alma. De hecho, desde niño
nunca quiso saber de lo cotidiano, de enfermedades, violencias, hambre, sangre,
problemas…, siempre amó lo puro y espiritual, la madre que le cantaba dulces
melodías y los transportaba a lugares fantásticos, odiaba a la que se la
llevaron, odiaba a la mujer extraña que
regresó de Nirgua, odiaba a la que se fue volando hacia la oscuridad, odiaba el
abandono absoluto del huérfano. Además, en la realidad astral y espiritual
podía hacer contacto con el alma de la madre muerta, la que desapareció como un
ave nocturna, quería volver a escuchar las melodías de las noches de infancia.
Incluso, Agustín tomaba las mismas píldoras milagrosas y flotaba en el mismo humo blanco.
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Agustín sabía leer. El Otro no tenía libros. El Oscuro
estaba ahí, a pocos metros, detrás de la puerta prohibida. Aquel día fue
inolvidable, la abuela estaba en la
casa. El abuelo dormía. La soledad del alma era la perfecta compañía. Las
paredes hablaban entre sí, a través de
un lenguaje musical, que provenía de los
colores vivos y fuertes de la habitación. Él niño estaba tenso, demasiado
nervioso, pero con una suavidad extrema en el espíritu que le brindaban las
píldoras maternales. Había llegado la hora de conocer al Otro cara a cara. Las
puertas del mundo inconsciente estaban
levemente abiertas, estaba algo mareado, fuera de sí, con una energía
agradable, desconocida, como si estuviese flotando en el espacio sideral. Del
lado oscuro comenzó a surgir una luz tenebrosa, carente de brillo, totalmente
opaca. El niño temblaba, tenía la garganta demasiado reseca; realmente él no
sabía si estaba despierto, o tal vez estaba
volando, dando vueltas y vueltas con sus alas nuevas, primera vez que la
cabeza le daba tantas vueltas, no era un mareo común; las píldoras, sólo
recordaba una montaña de píldoras blancas que estaban en alguna parte
escondidas, eran las píldoras mágicas de Cristina, la mujer alta, la que voló
por la ventana la noche de año nuevo. El niño sostenía algo filoso entre sus
manos, un objeto de metal que había encontrado al lado de las píldoras, era
como un lápiz liviano, de textura agradable.
Se acercó lentamente. La madera de la puerta estaba
fría, húmeda. La luz iba creciendo hasta rozar los pies desnudos que
sobresalían del colchón. El corazón del niño
estaba descontrolado. La puerta comenzó a moverse. Pudo ver la
habitación. Las paredes estaban pintadas de blanco; sin embargo, permanecían
oscuras, sin ninguna energía luminosa, cargadas de radiación negativa, la
muerte estaba rondando la mente enferma de Agustín. El aire era pesado, mal
oliente, espeso. En una esquina había una lámpara apagada. El niño tropezó,
casi tumba el arbolito de navidad, algunas luces alocadas giraban y giraban. El
objeto se hacía pesado, las manos temblorosas vacilaban, leves gotas caían al
piso, dejando un hilo extraño, demasiado húmedo y pegajoso.
El Otro estaba en la cama. Su cárcel era pequeña. Todo
su mundo estaba en ese cuarto. Agustín caminó hacia la cama. La luz retrocedía
al compás de sus pasos, como si lo
hubiese atrapado. Lo pudo ver por primera vez. Fue un instante que duró
una eternidad. El Oscuro estaba ahí. El Otro lo vio. El enfermo estaba ahí.
Esperándolo. El abuelo dormía entre las estrellas .El niño huérfano gritó y
corrió como un desesperado. Nunca pensó que su compañero de vientre fuese tan
horrible. Perdió el control de los nervios. La luz era el aura del Otro.
El abuelo se
durmió para siempre. Luego llegaron
varias batas blancas que traían a la enferma para que celebrara la noche de año
nuevo en casa. El pobre niño sintió ese olor peculiar del alcohol y de las
agujas. Una inyección, un leve pinchazo. La silla mecedora de la abuela estaba
inmóvil. Las manos de la abuela colgaban pálidas, frías; de los dedos inertes
caían gotas muy rojas que provenían del cuello arrugado de la anciana. La madre
enferma entró a la Casa Grande, besó la frente de la vieja; luego, subió muy
lentamente, abrió la puerta prohibida, besó la frente del anciano inútil. Sentado
en una esquina de la cama estaba el Otro, el pobre niño temblaba, tenía la
espalda marcada por miles de correazos. La madre le besó la frente. La madre
tomó el cuchillo. La madre gritó como nunca. Los hombres vestidos de blanco
entraron a la Casa Grande, subieron a la habitación prohibida, querían
atraparla. La madre alzó el cuchillo. La madre saltó por la ventana aquella
noche de año nuevo. Los ojos del Otro se clavaron para siempre en la mente del
niño huérfano. El niño se dormía lentamente, sólo podía escuchar la voz de la
abuela...y un leve murmullo agudo que provenía del otro lado de puerta, el Otro
gemía como una bestia hambrienta. La verdadera voz del Otro nunca es humana, la
oscuridad del alma no puede soportar el
brillo de la ve luz.
****
*****
Fue la primera
vez que Agustín lo vio. El Otro tenía
la cabeza del tamaño de la almohada, sus ojos eran profundos y adultos. Una
sonrisa idiota y un cuerpo demasiado pequeño. Sus manos diminutas se
movían sin control. Agustín no podía
observar las piernas del Otro. Aquellos
ojos eran las ventanas del infierno.
Por error, dos espíritus llegaron
al mismo parto para encarnarse en días muy distantes. Agustín era el
cuerpo, lo emocional, lo afectivo, lo materno. El Otro tomó todo lo malo de la célula inicial, lo
racional, la lógica fría, la apatía, el silencio asesino, la crueldad, lo feo e
infernal. Agustín sentía que su mente y
su carne eran el límite y la muerte de todos sus enemigos. El “Yo soy”
metafísico no existía, la espiritualidad de los loros solamente era un
obstáculo para llevar a cabo la venganza tan ansiada. Agustín se repetía
mentalmente las lecciones filosóficas aprendidas en las tinieblas del dolor
sufrido desde que la madre murió: “El hombre es un animal que estorba al otro
hombre. El hombre lucha hasta morir. Nunca habrá descanso”.
Desde aquel día, el demonio comenzó su venganza.
Agustín sentía que lo perseguían, que un
maligno espíritu tomaba posesión de sus cosas, juguetes, zapatos, libros. Y a
veces esa presencia extraña penetraba su
cuerpo infantil. Agustín ya no era el mismo, con mucha frecuencia la
cabeza le dolía. La abuela quería encerrarlo en una “clínica de reposo”. ¡Pobre
abuela! No tenía idea de lo que el Otro había planeado para ella. Solamente la
anciana de ojos azules y el señor de capa blanca sabían de la presencia del
Otro, ellos lo habían engendrado, y el Otro los resucitó a los dos, a la vieja
y al viejo.
Agustín le temía a la puerta prohibida. Aquel día
escuchó un silbido agudo, suave, de hermosa melodía. La cabeza le dolía. La luz
opaca apareció frente a él. Sintió la mirada del Otro. Caminó hacia el balcón
de la habitación. Las flores del jardín parecían muy lejanas. A veces el mundo
le parecía tan pequeño. El dolor de cabeza era insoportable. La luz estaba sobre la espalda del niño huérfano. Se
quitó toda la ropa. Quería que su
espíritu fuese libre. Dos personas de batas blancas lo sujetaron. La abuela
lloraba. El Otro reía como un demente. Agustín pasó un tiempo encerrado en una
“clínica de reposo”, totalmente solo, observando la foto de la madre y hablando
con la anciana de ojos azules y con el viejo de capa blanca.
Cuando Agustín regresó a la casa ya no estaba la
abuela. A la pobre se la llevaron cuatro trajes negros, muy poco tiempo después
de haberse tomado las medicinas que el niño había mejorado con un líquido azul
y negro. Agustín había terminado su largo tiempo de “reposo”, y en una cesta de
basura, en el rincón más oscuro de la clínica, dejó la foto roída de la madre
muerta. No supo si alguien lloró la muerte de los ancianos. Él no. Pero, detrás
de la puerta prohibida, el Otro extrañaba los correazos en la espalda.
El Otro estaba vestido de luto, jamás había estado tan triste, tan cerca de aflorar
al mundo “objetivo”. A veces, Agustín pensaba que el mundo íntimo de los
sentimientos era la única puerta a la objetividad para acercarse a los demás;
las palabras alejan y los sentimientos unen, todavía le quedaban algunas
huellas amorosas de la madre muerta.
Detrás de la
puerta, solamente existía el Inconsciente, lo oculto, el poder desconocido, el
secreto de los alquimistas, la piedra angular de toda verdad... eso era la profunda esencia del Otro. Ese
desgraciado era el todopoderoso, el que dominaba la situación, el que poseía la
verdadera existencia, la vida que realmente valía la pena. Agustín era lo que
sobraba, el perrito fiel, el perturbado, el que necesitaba “ayuda profesional”.
Cuando la racionalidad evoluciona, surge la locura y el hombre deja de ser lo
que ha sido para convertirse en la
demencia esencial que le corresponde. El Otro estaba convirtiendo al pobre
Agustín en el “loco del pueblo”.
*****
*****
La Casa Grande estaba totalmente sola. Nadie quería
sustituir a la abuela. Todos le tenían miedo al niño Agustín. Lo odiaban. No soportaban
la fuerza de la mirada del loco. Sabían que no podían ocultar sus secretos
íntimos. Agustín podía leer fácilmente el aura de todos ellos. Definitivamente,
todos le temían y le odiaban. Ningún habitante de aquel pueblo maldito
escuchaba los lamentos del Otro. La mirada de la gente del pueblo era
desagradable, la acusación infernal, la eterna sospecha en su contra, la
destrucción de la libertad.
En la sala de la Casa Grande se podía sentir el
silencio final de la abuela, su mirada agónica flotaba en el aire, se podía
oler su presencia astral y resucitada. Ella estaba observándolo desde la cuarta
dimensión, sus manos casi acariciaban el
rostro de Agustín, ella quería al nieto a su lado para darle unos cuantos latigazos.
El abuelo seguía durmiendo en la cama del cuarto prohibido. El Otro necesitaba que la mente de Agustín siguiese
desquiciada, los gemidos de la Criatura Oscura
eran infernales, insoportablemente agudos. El dolor de cabeza volvió...
y Agustín tuvo que recurrir a la medicina, a las píldoras de siempre, las
mismas que calmaban los delirios de Cristina.
Agustín no quería ver su cara deforme, su asquerosa
sonrisa, sus ojos de anciano, su maldita piel agrietada. Más allá de lo
aparente, del fenómeno, la esencia humana siempre resulta muy parecida a la
muerte. Él debía cerrar la puerta, colocar sus pensamientos en
otra dimensión, viajar...conocer otros mundos, otros sistemas solares. Era tan
sencillo, solamente tenía que imaginarlo. ¡Si el hombre conociera el poder de
la imaginación!, entenderían que el mundo y el universo son frutos de la
imaginación de un genio perverso a quien
le encanta jugar con el dolor de sus criaturas.
Agustín corrió desesperadamente para alejarse de todo
aquello; pero, no pudo cerrar la puerta. Sin embargo, una fuerza extraña lo mantenía paralizado,
inmóvil en el centro de la misma habitación de la noche de año nuevo. Entonces,
comenzó a sentir un cosquilleo en
el estómago, una especie de energía
eléctrica que salía de las entrañas de
su propio miedo, y lo arrastraba hacia la cama que estaba en el extremo interno
del cuarto, exactamente detrás de la puerta prohibida. Algo le ataba a la
presencia del Otro, parecía que ese ser diabólico fuese su sombra eterna. De pronto, todo comenzó a dar vueltas.
Agustín estaba totalmente mareado. Nunca supo si fue la medicina, o el poder
del inconsciente del Otro. Sin saber cómo, estaba dentro del cuarto, y con un
tetero rojizo en las manos. La abuela no
estaba, la pobre dormía en el cementerio. Agustín tenía que alimentar al Otro.
El huérfano se convirtió en el sirviente de su propia Sombra. La esclavitud
había comenzado. Eso era el Otro en definitiva, el amo que esclaviza para
siempre.
La sociedad y el mundo desaparecieron para Agustín.
Jamás pudo adaptarse a la realidad de los seres comunes. No tenía la culpa de
que la gente se conformara con un universo de miseria y pobreza. Él siempre
prefirió ver la realidad metafísica. Pero, eran muy pocos los iniciados en los
secretos espirituales. Por eso, los sabios como él mueren solos. Sinceramente,
ese era su deseo: morir solo, como Cristina.
Agustín no pudo encontrar la soledad anhelada. El Otro
estaba ahí. El enfermo Agustín se fue acostumbrando a la presencia del Extraño.
La puerta siempre estaba abierta. Aunque hubo noches en que le pareció escuchar
la voz de la abuela advirtiéndole el peligro. Los ojos del Otro eran llorosos, su voz llegaba
gris y demasiado fría. Después de la otra muerte accidental, ya casi no volvió
a contemplar el rostro de la anciana de
ojos azules. Había poca diferencia entre
la Casa Grande y el cuarto de la clínica. Si hasta los hombres vestidos de
blancos lo visitaban a diario. Llegó otra noche de año nuevo y Agustín daba
vueltas y vueltas alrededor de la cama.
El Otro se apoderaba de la mente del pobre Agustín. El
Fantasma utilizaba la telepatía para controlarlo. Ya el huérfano no podía dar
un paso sin el permiso del Otro. Eran dos espíritus en un mismo cuerpo. Y
pensar que hay personas que no creen tener ni uno solo, Agustín tenía dos
espíritus errantes en una misma carne. La cara del Otro y su angustiante presencia siempre estaban en la mente del
enfermo. Los nervios se deterioraban
rápidamente, tuvo que tomar una dosis cada vez mayor de la medicina. Fue
perdiendo peso. Su cuerpo se derrumbaba. Se estaba convirtiendo en un despojo sin voluntad propia, muy parecido al
anciano que se hundió para siempre el suavidad del colchón.
Muchas veces Agustín trató de matar al Otro. Soñaba
todas las noches con esa idea. Pero, el Otro invadía sus sueños. Agustín ya no
tenía libertad ni siquiera en el mundo astral. Su muerte o la del Otro era la
única solución posible. En el mundo material no había lugar para los dos. En la
mente enferma no había sitio para ambos. ¡La suerte estaba echada! Para poder
asesinarlo, Agustín tenía que planear una estrategia perfecta. La primera
dificultad consistía en ocultarse de la
presencia maligna. Si ese monstruo descubría su intención, todo habría
terminado. El Inconsciente jamás tiene piedad,
destruye a todos sus enemigos.
El momento había llegado. El dolor de cabeza era
insoportable. Agustín recuerda que aquella noche tomó demasiada medicina. No había nadie en la
casa. Realmente no estaba seguro de estar en la casa o en la clínica. ¡Hacía tanto
que no veía a la abuela!, ni al señor de capa blanca, el mismo viejo que
encontraron sepultado en lo más húmedo del colchón. La abuela nunca se enteró
de las inyecciones secretas en los brazos de Agustín. Tan poco se enteró de las
“píldoras”. El único que conocía toda la realidad era el Otro. Y pensar que el
niño enfermo comenzó con los “Adaptógenos”. Precisamente, cuando se cansó del
“naturalismo”, apareció en su vida el mismo que había nacido a su lado, el
Otro, el verdadero heredero de la madre, el que surgió de la rodilla de la
vieja de ojos azules; el Otro, el de piel amarillenta como el viejo de capa
blanca; el Otro con esa maldita sonrisa de muerte.
La batalla había comenzado. La compró muy barata. Su
color marrón era demasiado frío. Medía casi un metro de longitud. Sus ojos eran
verdes como la muerte. Actuó silenciosamente. Abrió la puerta. La víbora se
deslizaba hacia la cama. Todo seguía en silencio. No podía controlar el miedo,
la angustia era terrible. Escuchó un agite. Unos cuantos segundos...La puerta
se abrió violentamente, le dolía el brazo, los colores giraban en su mente. El
dolor de cabeza era horrible. La serpiente estaba en el piso, inmóvil, muriendo
a causa de un desgarre a la altura del cuello...El Otro tragaba la sangre de la
serpiente. El Otro se había apoderado de toda la mente de Agustín.
Comenzó el capítulo final de la vida de Agustín. A
diario tuvo que barrer plumas ensangrentadas, restos de roedores, de gatos, de
perros. El Otro se transformaba, su
mirada era sedienta, sus dientes se afilaron, le creció la barba, la sonrisa desapareció, estaba totalmente
calvo. Ambos sabían que la muerte estaba cerca. Agustín no quería viajar al mundo espiritual y
encontrarse con la abuela, ni con el viejo alcohólico. Agustín recuerda que no
estaba en su casa... se sentía perdido, en un mundo casi inexistente, sin
cordón de plata, sin realidad definida, y con miedo de cruzar la puerta de la
habitación. Sonaban algunos cañonazos de la noche de año nuevo.
Cada vez los animales fueron más grandes. Ya no se los
comía, bebía la sangre de sus víctimas. Se convirtió en una especie de vampiro. Comenzó con conejos, perros, corderos, hasta que un
día...
Le dolía la cabeza. No sabía la hora del día. El
tiempo era relativo, fácil de predecir. Una fuerza magnética le arrastraba
hacia la puerta, cruzó el umbral. El Otro clavó sus colmillos. Agustín no pudo
defenderse. Se sentía extremadamente débil. Se soltó, cerró los ojos y durmió
como nunca.
Aquella experiencia se convirtió en un rito. Agustín,
el consciente, sería la víctima. El Otro, el inconsciente, el demonio. Agustín
fue perdiendo la vida, el cabello, los dientes. Ahora es un viejo de treinta
años de edad.
Aquel día fue el último de Agustín en la Casa Grande,
llegaron varios hombres que vestían de blanco, entraron en la habitación.
Agustín se encontraba en el rincón, débil, muy débil. Le dolía la cabeza. Su
muñeca estaba ensangrentada. “La droga”, dijeron ellos. Mientras que detrás de
la puerta, el Otro cerraba los ojos en señal de placer. Agustín desapareció de
la Casa Grande. El pobre se convirtió en un errante de la demencia, lo han
visto durmiendo en las plazas de los pueblos olvidados, sin nada que recordar,
sin nada que esperar. El niño de la espalda marcada, nunca tuvo el valor de
saltar por la ventana para encontrarse con la madre muerta.
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