miércoles, 6 de enero de 2016

EL ANIMAL RACIONAL




EL ANIMAL RACIONAL

Gerardo Barbera










PRESENTACIÓN


El problema del surgimiento de la conciencia ha sido siempre un tema central de la antropología filosófica. De hecho, desde la reflexión filosófica a la conciencia se le ha tratado como el misterio de la personalidad ética y moral. En efecto, hablar de conciencia pareciese la apertura y la conclusión de un tema de educación moral. Por otra parte, la conciencia también se le ha considerado como el elemento que encierra dentro de sí misma lo religioso. Es decir, la conciencia sería un no sé qué espiritual o metafísico, como una especie de brisa extraña alojada en alguna parte del cerebro.
Aquí no se pretende hacer un análisis religioso, ético, moral o metafísico de la conciencia, sino más bien un esfuerzo por acercarnos al significado de la conciencia racional como herencia de la cultura griega. Se trata, entonces, de ver cómo ha marcado la concepción antropológica del “animal racional” el concepto de vida y el sentido de la existencia dentro de la Cultura Occidental. Por tanto, “Conciencia” no sería un término misterioso, sino una huella profunda, un signo vital, una marca propia del ser de los pueblos dentro de esta forma Occidental de entender la vida y la existencia.
Se trata de un primer capítulo, no de un tema único desde el cual explicar el modo de ser de toda la cultura occidental. No se habla acerca del tema del cristianismo, de la influencia de las otras culturas,  de la globalización, de la importancia de la tecnología de la comunicación, de los movimientos internos a la misma cultura occidental que surgen como nuevas alternativas. En el fondo, el análisis de cualquier realidad cultura es infinitamente complejo, jamás habrá un estudio final y completo.
Sin embargo, es innegable que la antropología centrada en el “animal racional” ha sido un elemento esencial dentro de la cultura occidental.  Así, pues, se hace necesario aceptar esta realidad como punto de partida en cuanto a las opciones de vida. No se trata de un abstracto que se pueda arrojar a la fogata del pasado. El animal racional está en nosotros como un fantasma sangriento que amenaza con destruirlo todo a su paso, sin remordimientos, ni piedad.
Estas primeras páginas aparecen en condición de ensayo, como un primer acercamiento, que necesita de la colaboración de todos los lectores en cuanto a correcciones y sugerencias para ser mejoradas. De allí, pues, que de antemano agradezco toda la colaboración que al respecto reciba de ustedes, ¡gracias!

















EL ANIMAL RACIONAL


PRIMERA   PARTE


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La racionalidad

La filosofía occidental tiene sus raíces en la antigua Grecia; sobre todo, en cuanto a sus estructuras  esenciales que le dieron identidad y unidad. De hecho, un  elemento básico de la filosofía griega fue la concepción de una antropológica centrada en la racionalidad, como esencia de la naturaleza humana. Además, la racionalidad era la concepción ontológica y metafísica desde la cual se concebía el universo material  y el mundo espiritual de los dioses. La racionalidad se convirtió en la fuente de la episteme  de la cultura occidental.
Así, pues, la racionalidad era en sí misma la episteme cultural dominante y asumía dentro de su seno a la misma irracionalidad. Por eso, para los filósofos griegos la locura, el terror, la muerte, el absurdo, eran vivencias y condiciones antropológicas racionales; es decir, lo irracional tenía una razón lógica de existencia, ya sea en el mundo material o en el reino de los dioses. Además, interpretaron desde la racionalidad todo el universo, incluyendo la esencia humana en todas y cada una de sus manifestaciones.
 Desde su inicio, la filosofía griega surgió como actitud racional, la capacidad de ir más allá de  lo aparente, de lo cambiable, de lo inestable, de las vivencias comunes, de los datos de los sentidos. Lo racional era el esfuerzo de  buscar alguna realidad estable, absoluta, no mutante, que pudiese ser objeto de abstracción racional y convertirse en un ente de razón, desde el cual se pudiese interpretar lo existente en su totalidad, incluyendo lo humano.  En este sentido, Fraile. G (1990) en su Historia de la Filosofía I presenta un comentario muy interesante acerca de esta búsqueda; que ya en los primeros presocráticos llamados “Naturalistas”, se convirtió en la tarea filosófica  por excelencia:
“Las especulaciones de los primeros filósofos griegos se inician en torno al hecho de la mutación. Les impresionan los cambios cíclicos de las cosas, la regularidad de los movimientos celestiales, el orden y la belleza del Cosmos, los fenómenos atmosféricos, la generación y corrupción de los seres. Pero en contra de lo que hubiera podido esperarse en la aurora misma de la Filosofía, su actitud no es de realismo ingenuo y directo, más que las cosas particulares les preocupa la Naturaleza. No se preguntan simplemente qué son las cosas, sino que tratan de penetrar más adelante, inquiriendo de qué están hechas, cómo se hacen y cuál es el primer principio de donde todas provienen. Esto equivale a contraponer el ser al aparecer, las esencias a los fenómenos, lo cual les lleva a preguntarse si por debajo de las apariencias sensibles existe alguna realidad estable, algún principio, permanente a través de las mutaciones incesantes de las cosas” (p. 138)
Esta reflexión filosófica dio sus primeros pasos, gracias al deseo de encontrar el origen de la naturaleza del Ser, como un ente universal, absoluto. La filosofía racional se inicia como problema ontológico. Sin embargo, al comenzar a enfriarse el interés por la naturaleza material del universo, la reflexión filosófica se fue haciendo más abstracta, hasta que el ser se convirtió plenamente en un ente de razón.
Los filósofos griegos, al  buscar un conocimiento más allá de lo aparente, de las vivencias cotidianas, de los datos de los sentidos, en procura de un ser especialmente adaptado a las leyes de la abstracción, un ser ontológico y metafísico, condenó al mundo de la barbarie y de la ignorancia los conocimientos de la gente común. Así, los filósofos se hicieron elites herméticas y dueños absolutos del saber, del criterio de certeza y de los juicios axiológicos en el área de la episteme y en el hacer político. Lo racional sería lo verdadero y lo bueno. Lo no-racional era vulgar, común, “opinión” y barbarie.
 Por eso, en la evolución del pensamiento abstracto y racional, se produjo un cambio cualitativo en el interés de la reflexión filosófica. Y este cambio fue hazaña de   Parménides.  Con la filosofía propuesta por Parménides, se logró la identidad ontológica entre Ser y Razón.
Ahora bien, más allá de juzgar la propuesta de Parménides es necesario aclarar  la identidad que se logra entre el ser pensado y el ser material. Así, pues, la filosofía se hace lógica, dado que si el ser del pensamiento es igual al ser de las cosas; entonces, bastaría con analizar el ser del pensamiento para conocer las leyes del ser de las cosas. Sin duda, el salto filosófico realizado por Parménides fue definitivo en el devenir de los sistemas filosóficos posteriores y en cuya episteme racional todavía navegamos.
En cuanto a la identidad entre ser y pensamiento lograda por Parménides, Freile (1990) presenta un resumen muy didáctico:
“Parménides toma por guía la razón, abandonado el testimonio de los sentidos, y adopta una posición realista frente a Heráclito y los pitagóricos. Ante el ser hay tres aptitudes posibles: I, el no-ser existe, propia de los pitagóricos, los cuales para explicar el movimiento y la pluralidad de los seres, admitían el vacío, o el no-ser fuera del Cosmos esférico, que al penetrar dentro de éste por medio de la respiración cósmica lo disgregaba  y multiplicaba en muchos seres numéricamente distintos. Contra ellos opone Parménides: el no-ser no existe, y, por lo tanto, no puede disgregar internamente al ser, siendo éste uno, indivisible e inmóvil. II. El ser existe y no existe a la vez, aludiendo a Heráclito, que admitía la unidad del ser, pero en perpetuo movimiento, originándose la pluralidad de las cosas del encuentro de los contrarios  en las diversas fases de la transformación del Fuego. Contra esto arguye Parménides: es absurdo que el ser existe y no exista a la vez. Pero si se diera movimiento, el ser existiría y no existiría a la vez. Por consiguiente, el ser es inmóvil. III. El ser existe y es imposible que no exista. En esta fórmula, machaconamente repetida, a la cual se aferra Parménides, se sintetiza todo su realismo: El ser existe y el no-ser no existe. Sólo existe el ser, y no existe el no-ser. No existiendo el no-ser, es imposible la división interna del ser. Por tanto, el ser es uno, único y compacto. Los seres particulares son nada más que ilusiones u opiniones de los sentidos. Tampoco puede darse el movimiento, pues no existe distancia entre los seres ni espacio vacío en el cual pudiera realizarse. Así, pues, toda la realidad, tal como la percibe la razón, no es más que un Ser único, compacto, finito, limitado e inmóvil” (p. 183)
Como se puede inferir, la filosofía griega surge y comienza a desarrollarse sobre la racionalidad lógica. Así, pues, su preocupación inicial fue la naturaleza material del universo. Evidentemente, la cuestión consistía en buscar un elemento universal desde el cual explicar la esencia de todo lo existente; es decir, convertir  al ser en un ente racional que fuese universal y objeto de abstracción, aunque se tratase de un ente material y observable: agua, aire, tierra, fuego, apeirón… la función de estos elementos consistiría en hacer racional y con sentido lógico la existencia del universo.
Luego de dos siglos de reflexión filosófica en torno al elemento natural y esencial del universo material, apareció Parménides, y este filósofo giró la mirada hacia la propia conciencia lógica que buscaba en el mundo exterior el secreto de la sabiduría. Ya no se trataría de saber cuál era el ser; sino, determinar su naturaleza desde su principio lógico y abstracto: El ser es lo único que existe, el no-ser no existe.
Si la nada existiese, sería un modo de ser; por tanto, sería ser. Y así, desde este principio de identidad racional, referido al ser, se redujo la naturaleza de lo existente  a lo pensado. Desde Parménides, la conciencia del ser humano es la portadora de la misma esencia del ser y del conocer. La filosofía se comenzó a desarrollar como problema de la conciencia racional y lógica, como fuente del ser y del conocer; de lo existente y de la verdad. El universo único, compacto, abstracto, se concebía como un todo ordenado a través de leyes lógicas, eternas y universales que podían ser conocidas y descubiertas por la conciencia lógica y racional de los filósofos.
En lo esencial, durante casi dos siglos la filosofía occidental construyó sistemas lógicos de pensamientos, cuya veracidad y certeza venían dada por la consistencia interna de la propia lógica propuesta. Claro, si el punto de partida era el principio de identidad referido al ser, entonces, las leyes del pensar serían realmente el verdadero criterio del saber.
Por tanto, el poder de la razón abstracta era muy superior al confuso mundo que llegaba a través de la experiencia sensible, muy parecida a la experiencia de los animales. Los sentidos solamente procuraban el saber para sobrevivir como animales, para satisfacer las necesidades corporales, pero en el campo del verdadero conocimiento, la animalidad era un estorbo.
 Evidentemente, la razón era infalible, los sentidos mediocres. Así, la razón  era saber superior, mientras la experiencia sensible era de naturaleza inferior. Sin duda, la conclusión era evidente: la razón nos hacía humanos, los sentidos eran parte de lo corporal y animal.
Ahora, desde sus inicios, la filosofía griega racional no negó la existencia del conocimiento sensible. Los primeros filósofos no se concibieron como entelequias celestiales. La cuestión no consistía en la descripción fenomenológica del proceso de conocimiento, sino, en la valoración de la racionalidad lógica y de la experiencia sensible. Es decir, la experiencia sensible fue considerada, en el  mejor de los caso, un sufrimiento de la animalidad humana al servicio del verdadero conocimiento racional y lógico. De hecho,  en el pensamiento occidental no ha existido vuelta atrás a este principio epistemológico: la razón es ciencia, la experiencia sensible carece de valor en sí misma.
De este modo, la conciencia es razón lógica y humana. Lo bueno y lo verdadero se identifican. Lo bueno y lo racional se identifican. La moral es razón lógica. Seguir los principios de la razón lógica sería la verdadera regla del vivir. Lo malo es ilógico. La razón lleva a la vida. Los principios morales que estructuran la conciencia son lógicos.
Por el contrario, la sensibilidad corporal sería la fuente de lo inmoral. Dejarse llevar por la razón lógica será el camino de salvación. Dejarse arrastrar por lo sensible puede llevarnos a la perdición. En fin, los filósofos dueños del saber se convirtieron en maestros morales, enseñaban la verdad en cuanto ciencia y  modo de vida, fundaron escuelas en donde ellos eran maestros que enseñaban una vida distinta y muy superior a la vida de la gente común de esos pueblos bárbaros  e ignorantes.
Dentro de este contexto, Aristóteles ha sido, tal vez, el filósofo que mejor representó el paradigma de la filosofía griega  y  con su definición del hombre como “animal racional” perfeccionó el principio de identidad de Parménides; además,  colocó los rieles de toda la antropología del pensamiento de la cultura occidental. Así, la primera afirmación con la que inicia la Metafísica, afirma: “Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber” (p.41) Pero, el verdadero saber es la ciencia universal que da la razón, ya que los sentidos siempre hablan de lo particular.
Para no dejar dudas, lo aclara: “Lo más científico que existe lo constituyen los principios y las causas. Por su medio conocemos las demás cosas. Porque la ciencia soberana, la ciencia superior a toda ciencia subordinada, es aquella que conoce el porqué debe hacerse cada cosa. Y este porqué es el bien de cada ser, que tomado en general, es lo mejor en todo el conjunto de los seres” (p. 46)
Sin duda, para Aristóteles el verdadero saber es el producido por la abstracción que nos permite avanzar en la verdadera ciencia humana, la de los entes universales. La razón abstracta y lógica sería la forma esencial del conocimiento verdadero y humano.   Así, desde Aristóteles, no ha existido un concepto de la naturaleza humana, que haya marcado tan significativamente la historia de la filosofía de nuestra cultura. Todos los sistemas de pensamientos propios  de la filosofía occidental se han servido del concepto  “animal racional”.
Claro, cuando el principio de identidad racional se transformó en cultura concreta se hizo conciencia racionalizadora. Es decir, ya no era razón lógica, sino poder de justificación racional, todo tenía su razón de ser; mejor, a toda experiencia se le justificaba, más allá de su valoración lógica en sí.
Entonces, la guerra, los desenfrenos sexuales, la explotación de los débiles, la esclavitud, la discriminación racial…, cualquier aspecto de la vida concreta en la cultura occidental se racionalizó para hacerla buena y humana.
La conciencia occidental se descubrió con el poder de racionalizar todo lo irracional. Sin duda, a pesar del poder de la lógica racional no se  abandonó lo animal, lo irracional de la propia cultura; por el contrario,  se justificó racionalmente, se le adornó con racionalidad, se le cubrió la cara a lo monstruoso. Sin embargo, el ser humano es de carne y hueso;  no un espíritu pensante flotando en sus sueños.
  Evidentemente, la conciencia  griega se ocupó   de condenar, desde su lógica interna, las prácticas de vida de las otras culturas: los bárbaros. Tratando de ocultar sus propias “barbaridades”.
Así, de pronto,  la única razón verdadera y con el poder de racionalización ha sido la creada por la elite de la  cultura occidental. En lo esencial, la racionalización occidental siempre se ha justificado a sí misma, y ha pretendido ser la medida moral de los “bárbaros”.   
De este modo, se declaró para toda la eternidad, la esencia misma de la intimidad del hombre de la cultura occidental: la racionalidad lógica sería el único fundamento metafísico del ser ontológico de la naturaleza humana. De hecho,  todo conocimiento dialéctico consigue su principio y fin en la racionalidad  como posibilidad y fundamento de su propio movimiento, ya sea para la vida, o para la muerte. La conciencia lógica se hizo fundamento racional de la muerte y de la vida.
Así, el aspecto racional ha cobrado tanto peso en la concepción antropológica de nuestra cultura, que el elemento “animal” ha resultado una carga incómoda, un mal necesario que solamente puede ser apreciado como un soporte, donde residiría la racionalidad. Sin embargo, en cuanto a la vida moral y política, la conciencia racionalizadora ha tenido el poder absoluto de justificar todas las atrocidades históricas de la cultura de la muerte propias del hombre occidental.
De hecho, lo “animal” ha sido siempre considerado, en el mejor de los casos, como la residencia inapropiada del “yo personal”, de la esencia racional del ser humano. Por tanto, lo irracional, lo animal dentro de lo individual, se traslada a lo cultural. Es decir, lo irracional, según los criterios de cualquier filósofo griego representante de su cultura de dominio, sería la justificación de la valoración de los pueblos y culturas bárbaras. La filosofía se hizo práctica política. El principio de identidad de Parménides, Sócrates, Platón y Aristóteles se transformó en barbarie y negación de humanidad, en cuanto fue utilizado para la destrucción y dominio de los más débiles militarmente. 
De este modo, Alejandro Magno, formado personalmente por Aristóteles llevó la destrucción y la muerte a las culturas bárbaras; pero, en la “La Historia Universal” ha sido presentado como el paradigma del héroe guerrero valiente y digno de veneración, sin importar los cadáveres que dejó a su paso, por el deseo de poder  absoluto, y la imposición de la cultura griega como única alternativa válida para todos los pueblos, según el criterio del ejército occidental.
En general, la justificación era racional y natural, un conocimiento “objetivo”, algo tan inocente y bello como el amanecer. Así, pues, según Aristóteles, una definición se conseguía a través de un proceso sistemático y lógico de clasificación, con el fin de llegar a un resultado en donde se pudiese  observar un elemento común de referencia, o de comparación con otros seres, y un elemento específico, que lo haga único y que defina su propia naturaleza.
En el fondo, se trataba de un hecho dado, ontológico, impersonal; un proceso científico apropiado para el estudio de todos los seres del universo, que no tendría que ver con la política. En el caso del hombre, el elemento común de referencia sería “la animalidad”; y como característica esencial y específica, se presentó  “la racionalidad”.
Esta concepción lógica y conceptual del hombre, tenía sus bases metafísicas en el ser ontológico mismo de la naturaleza humana, que al igual que todos los seres existentes en el mundo real y concreto estaba formado por materia y forma.
De hecho, la concepción antropológica tiene fundamentos ontológicos, de donde resulta el poder de la lógica interna fundada en el principio de identidad. Todo cuanto podamos observar en el mundo natural está hecho de materia y posee una forma determinada. Por tanto, el elemento material lo hace común a otros seres, pero se diferencia en cuanto a la forma.
Pero, la forma racional griega es absoluta, no hay cabida para otras concepciones antropológicas. Entonces, se trata de un totalitarismo epistémico y político. El saber y la ciencia al servicio del  poder  político.
El hombre ha sido considerado un animal en cuanto a su ser material. Y la racionalidad ha sido considerada como la forma o la esencia específica de la única y verdadera  naturaleza humana. Al punto de que las  ciencias formales como la Lógica,  la Metafísica y la Ontología se convirtieron en los pilares de la Antropología de la cultura occidental, en perfecta coherencia con el hacer político.
El hombre en sí mismo ha sido considerado como racionalidad, en donde la animalidad no tendría lugar como elemento esencial de la naturaleza humana. En tal sentido, la racionalidad  es la humanidad occidental manifiesta. Humanidad y racionalidad occidental se identifican. Lo contrario a la naturaleza humana es irracional. Y la razón occidental se convirtió en el paradigma fundamental del desarrollo humano de toda la sociedad conocida y desconocida.
La esencia que nos hace humanos y radicalmente originales en el mundo es concreta y real, y está ahí presente: La Racionalidad. Por eso, la existencia del elemento real y concreto que haría posible que el ser humano sea capaz de tomar conciencia de sí y de la realidad, no ha dependido de nuestros deseos, gustos, anhelos, sueños, metas, temores. No es solamente producto de las relaciones sociales, ni de la angustia, ni de ninguna alienación posible. No ha sido producto de nuestros pensamientos originales, personales, íntimos, ni de las proyecciones de la imaginación, ni del poder de la voluntad.
 La racionalidad en sí, como elemento esencial, no ha sido fruto del desarrollo aleatorio e impersonal de la cultura universal, ni de las vueltas de la historia. La esencia de la naturaleza humana en la cultura occidental, a la que pertenecemos, no ha sido producida por influencia de alguna energía cósmica. No es una partícula de la Gran Conciencia Universal. Ni siquiera ha sido originada por la evolución del azar biológico del hombre. La racionalidad se ha originado en la conciencia individual y colectiva.
La racionalidad es el poder de justificar desde la lógica lo moral y lo político. La racionalidad ha sido en lo moral la justificación de lo cruel: la muerte del bárbaro, de la gente común, de los desposeídos.
Dicho esto, la antropología filosófica debería tener como objetivo presentar reflexiones existenciales sobre el sentido de la vida  del hombre, y no prestarse a la creación de enajenaciones metafísicas  sin raíces ontológicas, que se convierten en discurso ideológicos con la finalidad de justificar racionalmente  la barbarie de la muerte y la política de guerra, lo que ha sido buena parte de la historia de la cultura occidental.
Además, no aceptar nuestra condición esencial y ontológica, tal cual como es, nos puede llevar por los senderos de alienaciones existencialistas o melodramáticas, o por  caminos de ideologías  de dominación  y explotación del hombre contra el hombre. El hombre es persona en sí, irrepetible, con su propia historia personal y comunitaria. El hombre y la mujer son la humanidad donde se encuentren y como vivan. Los seres humanos son conciencias íntimas, irrepetibles, únicas e iguales en dignidad. Todo ser humano es inédito en todas sus dimensiones existenciales.
Nadie es bárbaro.   Todo ser humano es persona, intimidad en compleja relación histórica con su comunidad y sociedad. Por consiguiente, nadie es “más persona” que los otros. Esta dimensión personal nos hace a todos miembros de una misma raza humana, con los mismos derechos y deberes.
 Errar desde el inicio, al negar nuestra ontología antropológica, convierte el pensamiento filosófico en ideología a favor de la clase dominante de turno, para justificar la explotación de los más desfavorecidos. Así, pues, el pensamiento se puede transformar en fundamento de la esclavitud. La verdad consistiría, por  tanto, en negar  la vida misma a los más débiles.
Ahora bien, si la opción consistiese en negar la racionalidad personal como punto de partida de la reflexión filosófica, en virtud de no aceptar las consecuencias, y preferir dar la espalda a la verdad antropológica, se puede llegar a recorrer senderos de filosofías existencialistas alienantes, que no serían más que cortinas de humo para evadir el temor a lo que verdaderamente somos: una sola raza en igualdad de dignidad existencial.
La filosofía puede  hacer del hombre un adicto a la más horrible de las drogas: creer ciegamente en la verdad  “objetiva” de su superioridad cultural. Esta creencia tiene el mérito de haber convertido la oscuridad en luz, en un constante desvarío dialéctico que ha permitido transformar la enfermedad mental en el trasfondo psicológico de toda una cultura social que se alimenta de su propia locura.
Por muy eterna que parezca la alucinación filosófica, el amanecer llegará; y la verdad, independientemente de nuestras angustias, se impondrá como la luz del sol después de la tormenta.
Algunas verdades que hemos adorado y protegido son realmente sombras que indican el camino hacia la nada. Esas verdades “objetivas y reales”, no son más que sombras heredadas de una generación a otra,  cuya única virtud consistiría  en haberse convertido en piedras sólidas del pensamiento,  a pesar de los llamados cambios de paradigmas de la cultura occidental dominante.
En el fondo, la mayoría de esas verdades filosóficas y antropológicas pueden ser  auténticas mentiras, que carecen totalmente de fundamentos ontológicos. No tienen nada de la objetividad que siempre se le ha otorgado, tal vez, para reafirmar una antropología enferma, de una conciencia que se pretende habitante especial del universo, con poderes ilimitados e infinitos, que no necesita de nada, ni de nadie, y evolucionan hacia el dominio perfecto y absoluto de cuanto existe en este mundo y en todo el firmamento.
 Pero,  contradictoriamente, como muestra de su engaño, siempre ha llegado a la misma conclusión filosófica: “El hombre es un misterio”. Es decir, la conciencia racional, lógica y objetiva no se ha conocido ni siquiera a sí misma. La ignorancia ha sido el producto más perfecto del conocimiento objetivo de nuestra propia conciencia.
Tantas páginas escritas, para afirmar que la humanidad no tiene la menor idea de quién es el hombre en realidad. Toda la cultura ha servido para decir “no sé nada de mí”. Y la cuestión es que algunos lo dicen con orgullo, ya que al no poder definir al hombre en su esencia real, lo hacen menos objetivo que al resto de la creación; por  tanto, en un ser especial y occidental.
 Todo el misterio podría reducirse al terror existencial que produce el hecho de enfrentarse a la verdad de la naturaleza en sí del hombre,  aceptarla tal cual como es, por muy duro que parezca, por absurda que pueda aparentar ser. Lo cierto es “que la Tierra se mueve”, aunque para muchos era la mentira más absurda. Los hombres somos miembros iguales de un mismo pueblo, el mundo es una sola nación, un solo terreno, un mismo paisaje. El planeta es de todos por igual, nadie lo ha heredado, nadie es extranjero. Así de sencillo.








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La cultura racional

En la historia del pensamiento de la cultura occidental, se elaboraron diversas concepciones filosóficas, que bajo el pretexto de buscar la esencia universal de la naturaleza humana, solamente han justificado  sistemas ideológicos de explotación y esclavitud de los desposeídos, tratados como seres inferiores, que no llegaban a poseer la valoración de la que gozaban  las mascotas de los amos y señores de turno.
En el fondo, la lógica racional de los griegos ha sido la obra maestra del discurso a favor de la guerra y de la destrucción de las culturas no occidentales o bárbaras. Y aún hoy, dentro de la misma cultura occidental, el llamado primer mundo, heredero auténtico del discurso griego de dominación, se cree con el derecho natural, ontológico y metafísico de valorar en un esquema mundial las culturas bárbaras o atrasadas, que necesitarían ser sometidas para su propio desarrollo y bienestar. La racionalidad es tan poderosa como discurso ideológico que logra convencer a amos y esclavos que la guerra y la muerte es por el bienestar de la humanidad.
Claro, ningún proceso histórico es espontáneo, existen acontecimientos y doctrinas que marcaron pautas significativas, como ya se ha mencionado respecto a Parménides. El giro antropológico del principio de identidad ha sido el fundamento más evidente de la política de guerra que siempre se ha desarrollado en la cultura occidental. De hecho, ha sido la vivencia de una creencia en la antropología superior y “más humana”, la verdadera justificación que aún persiste en la cultura occidental, con sus pretensiones claras de globalizar su imperio en todas sus dimensiones, destruyendo cualquier alternativa cultural distinta. Lo distinto es bárbaro, de valor inferior. Este ha sido siempre el argumento lógico que ha justificados las  invasiones y atropellos de la cultura occidental hacia los otros pueblos y civilizaciones.
Tal vez, el caso más significativo, en cuanto al desarrollo de la propuesta de la lógica racional como esencia de la conciencia, por sus consecuencias en el paradigma del pensar característico de la cultura occidental, ha sido  la herencia de la definición aristotélica, que combinó la racionalidad con la animalidad como elementos esenciales de la naturaleza del ser humano.
Por eso, en occidente se acepta que el hombre es un animal igual a los existentes en el planeta, pero tenemos “alguna naturaleza” que nos diferencia: racionalidad, inteligencia, lenguaje, alma imaginación…en el fondo, todos llegan a ser sinónimos de la conciencia lógica racional.
La  definición del hombre como “animal racional”, parece a primera vista, una simple abstracción lógica de la esencia inmutable del  hombre en sí. Esta esencia sería  neutra y carente de intenciones políticas, que nada tendría que ver con prácticas sociales de dominación y de explotación. Se trataría de una definición lógica, pero, que sin embargo, resultaría totalmente objetiva, sujeta a  la realidad en sí misma. Claro, esa esencia racional sería tan objetiva como el azul del mar, así, evidente como la vida misma, como el respirar.
 Es decir, el hombre es un animal racional y punto, independientemente de sus opiniones personales. Por eso, un razonamiento lógico, perfecto en su aspecto formal, tendría que coincidir por ley universal con el dato exterior de la existencia de una esencia racional que distinguiese al ser humano del resto de los animales.
Entonces, Lógica y Ontología se identificaban. Y era precisamente esta identidad, la que le daba el carácter metafísico de verdad absoluta,  que absolvía de responsabilidad  al filósofo, quien solamente anunciaba o daba a conocer, gracias a la profundidad de su avance en la sabiduría  filosófica, la verdadera esencia racional del ser humano.
Sin embargo, “el animal racional”, resultó ser la conspiración perfecta de una filosofía que justificó la muerte del débil en manos del guerrero, dueño del saber lógico. Lógica y Muerte se hicieron cómplices para siempre.
Las implicaciones políticas de la definición griega del hombre resultaron fatales para todos aquellos que nacieron con la mala estrella de no pertenecer a la elite social griega.  Lección muy bien aprendida y ejecutada hasta nuestros días. No pertenecer a la elite de las clases sociales, ha sido condición suficiente para no merecer el calificativo de persona.
 A lo largo de la historia occidental se han cambiado las formalidades filosóficas, pero la esencia ha sido la misma: muerte de los más débiles, de los desposeídos, de los marginados, de las sobras humanas que nunca han tenido el derecho a ser personas; sólo pueden esperar el sacrificio, o nacer para la esclavitud.
En el fondo, la racionalidad ha sido concebida, dentro de la filosofía griega, como el elemento formal que define e imprime la esencia ontológica en sí misma de la naturaleza del hombre. La animalidad, el elemento material resultaría ser lo común que nos ata al resto de las criaturas, haciéndonos iguales a las bestias carentes de racionalidad y de un nivel totalmente inferior.
Este dualismo se convirtió, a lo largo de los siglos, en la semilla del árbol de la muerte, o de la justificación ideológica de las diferencias entre los miembros de las distintas clases sociales.
Resultaba que la dignidad esencial del hombre estaba determinada por su elemento formal, o la racionalidad pura, abstracta e inmaterial, que estaba infinitamente por encima de la animalidad.
Este dualismo antropológico de “animal racional” ha tenido  bases metafísicas, que transcendía a la naturaleza ontológica del hombre, y que formaba parte de una determinada forma de concebir la totalidad del ser. Es decir, la dualidad del hombre como animal racional, encontraba su justificación en la realidad ontológica total del universo.
El hombre era dualidad esencial, porque la naturaleza, que transcendía lo meramente humano, era dualidad. La dualidad era una condición metafísica de todo cuanto existía.
Por tanto, la realidad concreta posee un elemento material y uno formal. No se puede, ni siquiera desde el mundo de la imaginación mágica, concebirse un ser real, concreto, como una forma sin materia; menos, una materia sin forma.
El dualismo del ser en sí es condición metafísica de su propia existencia. El hombre, como parte de la totalidad del ser, participa de manera esencial de la dualidad universal de la objetividad. Se trata de una condición universal, trascendental, eterna; por lo tanto, metafísica.
 El dualismo “racionalidad-animalidad” es de orden divino, metafísico y universal. Y que nada tendría que ver con la responsabilidad de la filosofía que la propone. Al contrario, descubrir  este dualismo objetivo ha sido fruto del esfuerzo de pensadores fundadores de nuestra cultura universal.
Si se toma, por ejemplo, la realidad de los objetos concretos, se puede observar que entre una roca de granito y una escultura artística existe una igualdad y una diferencia esencial.  En cuanto al elemento material, la roca y la escultura presentan las mismas características. La diferencia estaría   marcada y señalada por sus características formales. Y estas diferencias dejan de ser neutras, y se transforman en juicios valorativos y subjetivos,  que con pretensiones de objetividad cambian el ser ontológico de la roca frente a la escultura.
Así,  desde una supuesta neutralidad, se reafirma, en nombre de una metafísica  objetiva, la diferencia esencial entre la roca y la escultura. Y el juicio valorativo determina el carácter ontológico de la roca y de la escultura. La escultura posee en sí misma, de manera objetiva mucho más valor que la roca de granito en estado puro, gracias a la forma que posee. La diferencia es formal. Se establece que entre los miembros de una misma especie, unidas por el elemento material, la forma establece diferencias esenciales de valoración. La forma del elemento material determina la valoración ontológica y objetiva de los seres concretos.
 Se establece una ley que sugiere la superioridad metafísica de aquellos miembros de una misma especie que sean “más formados”. De hecho, en  la definición aristotélica del hombre como animal racional, se ha establecido una igualdad material que unifica a todos los miembros de la especie humana, en cuanto a su animalidad.
 Sin embargo, en la cultura occidental,  resulta demasiado evidente que no todos los hombres son iguales y que existe, por  tanto, diferencias entre los miembros de la raza humana. 
Ahora bien,  las diferencias corporales, realmente nos hacen más perfecto como animales; es decir, nos hace más aptos para sobrevivir, alimentarnos y reproducirnos; o si se prefiere, para cumplir con las necesidades básicas de cualquier animal. ¿De dónde la diferencia tan notable entre los hombres? : La racionalidad lógica.
 El elemento formal que define la originalidad del ser humano en cuanto tal,  que lo hace diferente a los demás seres del planeta, no es su cuerpo, sino, su racionalidad lógica.
 Por tanto, en el desarrollo de la racionalidad se encuentra el grado que establece las diferencias ontológicas y valorativas entre los seres humanos. Y el grado de desarrollo de la conciencia  racionalidad establece el nivel en que cada hombre en concreto posee en sí mismo “la humanidad”.
Como se puede inferir, resultaría real y concreto el hecho de que no todos los hombres son igualmente humanos. Hay hombres más animales que humanos. Esta concepción antropológica trajo consecuencias terribles para los que van a ser considerados menos desarrollados en el grado alcanzado de humanidad, serán tratados como animales salvajes.
El hombre que a lo largo de su existencia, gracias a un proceso adecuado de educación sistemática, haya desarrollado su nivel de racionalidad, tiene que ser superior en sí mismo, que todos aquellos que han vivido  preocupados solamente por comer y reproducirse, dejando el desarrollo de la conciencia racional en un nivel lo meramente necesario para vivir como los animales.
En todo caso, dentro de la antropología racional, el hombre culto, el sabio, quien se dedica a cultivar el saber filosófico, quien haya desarrollado su inteligencia racional, sería, por ley natural, un ser superior. No se trata de un asunto personal, la cuestión sería consecuencia de una ley tan firme, como cualquier ley de orden físico. La superioridad del hombre que se dedica al saber verdadero sería causada por una ley tan natural como las salidas del sol todas las mañanas.
El término “hombre” pasó a ser propiedad casi exclusiva de aquel que pertenecía al grupo de los cultos, o al círculo de la racionalidad de la aristocracia griega. Quien no había desarrollado su racionalidad, al grado de pertenecer al círculo de los racionales, pasaría a ser considerado un ser de orden inferior, parecido a los animales; es decir, un bárbaro, un esclavo, una mujer, cualquier desposeído. De esta forma, comenzó a justificarse, desde una visión  antropológica, ontológica y metafísica, una realidad social, en donde el hombre culto tenía el derecho natural de ser un ciudadano  libre  que podría gozar de todos los privilegios propios de la raza superior a la que había sido destinados por los dioses de la razón universal.
 Por otra parte, quedó claro, que el hombre bárbaro, el casi animal, no podía gozar de los mismos derechos que el hombre culto, por tanto, estaba destinado a la esclavitud, como cualquier animal necesitado de ser domesticado al servicio del hombre sabio. Así, el hombre griego se sintió destinado por su naturaleza a domesticar a todos los bárbaros, sin contemplación y sin reparo. En el fondo, se trataba de imponer una sola conciencia, la de ellos, la única válida.
 Por eso, el hombre racional necesitaba de la libertad total para desarrollar toda la potencialidad de la conciencia racional y lógica. Por otra parte, el bárbaro necesitaba ser esclavizado por el hombre culto, para ver si por lo menos, era capaz de aprender algo y desarrollar su pobre nivel de racionalidad.
La esclavitud era el acto de bondad del hombre sabio hacia el bárbaro. La esclavitud era tan natural como las lluvias, y quien no la aceptaba era arrancado como la mala hierba y arrojado a la muerte. De eso se ha tratado, de quitar las impurezas de la supuesta animalidad. Así se llegó a justificar, desde la filosofía, desde el saber máximo, desde el paradigma de la clase social dominante, el hecho de que los seres no cultos, no racionales, no griegos, simplemente no tenían derechos propiamente humanos.
Por ejemplo, el caso de las mujeres, consideradas animales de uso doméstico, sin derecho al saber, condenadas a un sin sentido existencial verdaderamente humano, destinadas a la reproducción y a la cría. La mujer siempre fue considerada una esclava, un objeto, una cosa que mostrar, que lucir, una máquina reproductora de la raza; en definitiva, una propiedad privada.
Desde el punto de vista de las relaciones entre los pueblos, se justificó  el derecho que tenía la raza culta  de imponerse a sangre y fuego. si era necesario, en nombre de la evolución hacia la perfección de la raza humana,  lucha a la que se sentía llamado por vocación, con el fin divino de cultivar el desarrollo de la racionalidad sobre todos los pueblos bárbaros, quienes eran muestra concreta de  inferioridad,  que implicaban  un peligro de retroceso de la racionalidad hacia la animalidad.
El bárbaro tenía que ser sometido por el bien de toda la humanidad. El salvaje tenía que ser domesticado a fuerza de látigo y cadenas. Solamente podía escapar al destino de la esclavitud los sobrevivientes que lograban aprender del hombre culto, hasta repetir el alfabeto de la dominación y aceptar como natural la inferioridad de su propia raza y la superioridad del amo. Todos los sistemas imperialistas se han servido del mismo esquema de dominación: el otro siempre es inferior.
La esclavitud se convirtió en la clave de interpretación de la historia de nuestra cultura. La muerte del esclavo ha sido la semilla de lo que hoy solemos llamar “Tercer Mundo”, consecuencia del dominio de La Conciencia Imperialista  de la raza superior, quienes en realidad han sido los únicos que han disfrutados de  sus  “derechos humanos”.
No sería exagerado, afirmar que el pensamiento de Aristóteles está presente, de manera real y concreta, en cada rincón de la actual “Aldea Global”. Y que se hizo historia en América, a partir de la llegada del conquistador europeo. Y llegó para quedarse en nuestras venas mestizas. El pensamiento aristotélico ha sido la herencia más evidente y auténtica que los mestizos  adquirimos del conquistador de raza superior. Se encuentra en nuestro modo de ver el universo,  vestir,  comer,  soñar, morir.
Aristóteles entró en la estructura integral del lenguaje y del pensamiento. Somos la prolongación mestiza de la interpretación griega de entender la realidad. Y quizás  los mejores intérpretes del paradigma de la esclavitud, tanto como víctimas, como victimarios. 
En nuestras tierras existen demasiados esclavos marginales, eunucos políticos; y muy pocos hombres libres. Es decir, millones de bárbaros al servicio de los pocos que se sienten como los verdaderos herederos de la sabiduría griega.
La condición de esclavitud se ha convertido en un hecho tan natural, que forma parte esencial de la concepción de sociedad. No se trata solamente de que nos hemos acostumbrados a su presencia.  En el fondo, esta aceptación de la esclavitud forma parte integral de la episteme occidental.
La esclavitud del más débil, en manos del hombre de raza superior y dueño del saber, por tanto del poder, se ha convertido en un hecho justificado metafísicamente, al punto que la dimensión ontológica de la existencia en sí de la clase marginal, se arrodilla frente al poder de la racionalidad que la somete, del mismo modo  como enfrenta a la muerte: un hecho frío e inevitable.
La muerte se interpreta como un hecho natural, parte del ciclo de la vida. Nadie escapa a la muerte. Sería inútil pretender no morir. La muerte es una dimensión de nuestro ser en sí, un hecho evidente. Desde el punto de vista ético, nadie sería responsable de la naturaleza mortal del hombre.
En el fondo, el que algún día tengamos que morir, nada tiene que ver con nuestra condición social o económica. Todos tenemos que morir, tanto el pobre, como el rico. La muerte es una ley física, siempre se cumple.
Del mismo modo, se ha interpretado la esclavitud del hombre débil, del no culto, del bárbaro, del habitante de las zonas marginales, de aquellos que pasan su vida dentro y desde la miseria. La miseria es algo tan natural como la muerte. Es un hecho simple, se nace para la miseria y punto. Nadie tiene la culpa de la existencia de las clases marginales.
 No hay responsabilidad. Se trata simplemente de una ley física, ante la cual sería estúpido oponerse. La esclavitud se ha convertido en un hecho ontológico. Aquí radica el poder de la racionalidad sobre la animalidad, en la convicción epistémica de la naturalidad de la esclavitud.
La ley universal de la esclavitud ha condicionado el desarrollo de la historia de La América Mestiza. Definitivamente, somos de padre de raza griega, somos hijos del conquistador, del todopoderoso, dueño y amo de todo y de todos. Para sobrevivir, hemos tenido que imitarlo, al punto, que el éxito en la vida dependerá del nivel de imitación alcanzado.
Así, pues, el valor de la existencia de un mestizo dependerá de su capacidad de enterrar el recuerdo de una madre esclava. La madre es esclava y el padre  conquistador. Quien mantenga los rasgos maternales estará condenado, por ley natural, a la marginalidad y a la esclavitud. Quien se parezca al padre, será el amo y señor. Esa lección la hemos aprendido a lo largo de nuestra historia.
Es increíble la dialéctica de la existencia histórica del mestizo, obligado a negar a la madre para huir de la esclavitud, tener que imitar al padre conquistador; pero, sin lograrlo jamás. Tiene que llorar su frustración eternamente entre los brazos de la madre. Para los mestizos condenados a la marginalidad, la madre siempre ha sido signo de dolor, protección, resignación, esperanza. La madre es el consuelo de los desposeídos. De ahí su grandeza y su tristeza. La madre ha sido la conciencia del pueblo. El padre ha sido el amo, el extranjero, el conquistador.
El hombre latinoamericano es heredero de la cultura occidental. Se puede decir, que somos griegos de corazones selváticos y enigmáticos. Somos raza blanca y racional; pero, con fuerzas internas de origen maternal, totalmente misteriosas, apegadas a la profundidad y al silencio de los grandes ríos que recorren a la América Mestiza. Somos los griegos de mirada silenciosa.
Sin embargo, la cultura dominante ha impuesto la ley del dominio, en donde el que ha heredado la racionalidad, sería digno de llamarse persona. Quien no haya desarrollado su racionalidad, sería considerado  un animal, cuya utilidad se reduce a su capacidad para desarrollar el aparato productivo, “animales domésticos”.
Los incultos serían los habitantes marginales del pueblo, quienes nacen con la señal de la esclavitud en la frente. Han nacidos para ser dominados, amaestrados. La ley natural, metafísica y universal ha determinado que quien haya desarrollado su racionalidad, quien sea heredero de la raza superior es el amo. El hombre de raza débil o maternal tiene que ser esclavo, una propiedad del conquistador.
La cultura de la racionalidad, convertida en política de dominación, ha logrado convertir en ley natural y metafísica la explotación del “otro”, de aquel que no pertenece a la raza de los elegidos. De modo, que en nombre de la cultura pura y divina, un imperio se ve con el derecho de conquistar y dominar a los otros pueblos.
 Los hombres de la raza superior se convierten, por orden de los dioses, en los jueces de toda la humanidad, en el criterio de “humanidad”, que debe guiar a todas las naciones. Todo aquello que no esté en total consonancia con la ideología y cultura de la raza dominante, tendrá que ser eliminado a como dé lugar, para poder mantener el orden mundial de paz y justicia.
Evidentemente, la injusticia y la barbaridad se identifican. Es la raza superior, la cultura de la racionalidad, quien determina y señala la “barbaridad”. El conquistador se convierte en juez y ejecutor. Nadie tiene derecho de vivir una cultura diferente a la dominante. No se pueden permitir retrasos en la evolución de la raza superior. La justicia consistiría en matar al bárbaro, para que pueda surgir el “súper hombre”. La consigna es clara: “muerte al extraño”.
La racionalidad impone la supervivencia de “los más apto”, según una ley ontológica que se cumple en toda la naturaleza y que guía la historia de todos los seres vivos del planeta. La muerte del hombre marginal sería el hecho más natural y necesario del universo.




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Dualismo: Cuerpo y Alma

Las formas distintas de hacer filosofía en Occidente se han reducido, en la mayoría de los casos, a un estilo diferente de expresión literaria, pero con la misma finalidad política: servir a  la clase social dominante. Tan sólo se han presentado como una especie de antropología de la desesperación, basada en  sentimientos, tal vez, se trata de literaturas surgidas desde el fondo del  “hemisferio derecho del cerebro”; pero, siempre es el mismo cerebro.
En el fondo, se trata de una literatura ideológicamente peligrosa, venenosa, que ha pretendido vivir en las sombras, y de las sombras que la razón no ha podido iluminar. Más que filosofía adversa, o diferente, se ha tratado de un complemento, para los más sensibles, para los menos “racionales”, quienes preferirían un estilo más sentimental o "“existencial”, pero que siempre deje intacto la política de nuestra cultura.
No deja de ser curioso, que ninguna revolución, ninguna guerra, hayan logrado cambios realmente esenciales en el sistema social de justicia, que siempre ha otorgado privilegios para unos pocos a cambio de la miseria de la mayoría. Llámese esclavo, plebeyo, villano, proletariado, obrero, buhonero... el pobre siempre ha sido marginal, y el hombre poderoso, de la raza pura y dominante, siempre ha sido el amo.
Las revoluciones que han sido inspiradas en filosofías nuevas, siempre han producido los mismos privilegios a las mismas personas y las mismas miserias a los miserables de siempre. En esto consiste la contradicción esencial de las filosofías distintas, o las siempre llamadas “nuevas eras”.
Ya desde el inicio de la filosofía occidental, Platón con su sistema filosófico ha sido el testimonio más fiel y sistematizado de una concepción antropológica, en donde el hombre se presenta como la simple suma de dos elementos distintos entre sí, desde la misma esencialidad, como lo son el cuerpo y el alma, que jamás son concebidas como una unidad, sino, como dos elementos de naturalezas totalmente distintas.
Así, pues, el hombre se presenta como una dualidad fatal e irreconciliable, en donde la esencia, la naturaleza, el ser en sí del hombre es el “alma” de naturaleza metafísica, y totalmente distinta del cuerpo material. No se trata de una esencia antropológica natural: la razón. El alma es de naturaleza metafísica.

El hombre sería un alma que sufre un castigo: el encierro dentro de los límites del cuerpo,  donde la conciencia de este destierro involuntario del alma se transforma en sufrimiento y en una lucha  desesperada. De hecho, el hombre sabio, que es consciente de su ser espiritual, convierte su lucha en una energía que le impulsa a la búsqueda de la verdad y al encuentro del hombre con su propia naturaleza metafísica en sí.
Por otra parte, el hombre vulgar se cree un ser corporal y vive esclavo de su cuerpo. El hombre sabio desprecia su cuerpo, si es necesario, con el fin de buscar metas más altas que lo llevarían a identificarse consigo mismo, dentro de sí, como un ser inmaterial y eterno.
El cuerpo se convierte en la condición sufrible y lamentable, una prueba no deseable, infame, que convierte al hombre en una sombra deforme y esclavo de los apetitos de la carne. El ser es el alma, quien tiene que conformarse con mirar la realidad a través de las ventanas del cuerpo, los ojos.
El cuerpo es la apariencia, la condición desgraciada de la vida pasajera. Por eso, la misma vida,  en cuanto afán de materialidad y de goce sensual carecerían de sentido, solamente los valores inmateriales y espirituales  podrían satisfacer plenamente la sed de realidades trascendentales, eternas de los filósofos y elegidos como seres especiales y superiores.
En esta concepción antropológica, basada en el dualismo cuerpo y alma, que se caracteriza por el sentimiento de dolor y de prueba de un alma encarcelada en un cuerpo material e indigno, el ser del hombre se reduce a su esencia “alma”, de carácter totalmente inmaterial, espiritual, con deseos y necesidades distintas a las de un cuerpo material. Por  tanto, desde su misma naturaleza y condición de existencia, el alma es contraria al cuerpo, a todo rasgo de animalidad que se le pueda atribuir al hombre.
Ahora bien, el desprecio por el cuerpo, por ese elemento de animalidad, por esa condición despreciable de nuestra vida pasajera por este mundo, tiene justificación metafísica. Es decir, el desprecio a todo lo que suene a animalidad, a vida sujeta a las necesidades corporales, es un sentimiento naturalmente metafísico, que le es propio al hombre  espiritual, a tal punto que los iniciados en el camino de la sabiduría sienten un desprecio natural a todo lo que huela a esa asquerosa animalidad.
El alma estaría destinada a la trascendencia y  el cuerpo es simplemente una prueba. Por tanto, las realidades espirituales son de un valor absoluto, y todo lo material es relativo, útil, pero nada más.
La vida sería un proceso de parto, un camino de dolor, un valle de lágrimas, una caverna, una prisión.  Algunas almas elevadas, o más desarrolladas que la mayoría, les tocaría sufrir la  terrible prueba de andar de “banquete en banquete”, compartiendo el anhelo de encontrar la verdad, y tratando de entender la vida de aquellos miserables, poco evolucionados y condenados a la esclavitud, quienes tendrían que esperar una  próxima reencarnación, a ver si , gracias a la enseñanza de los seres espirituales y elegidos, estos miserables logran desarrollar un poco el deseo por las realidades espirituales.
Así, tal vez en futuras existencias, sean  considerados dignos de sentarse con los “elevados” en el banquete.
La visión antropológica del “alma encarcelada”, resulta ser una forma distinta del “animal racional” de hacer política, pero con la misma finalidad, de favorecer el estado social en donde unos pocos “elevados” viven todos los privilegios, de banquetes en banquetes, mientras que la mayoría es reducida a la esclavitud.
Las consecuencias en el plano político son terribles, porque las razones que justifican la situación de injusticia son de carácter metafísico,  lo que hace mucho más poderoso el veneno ideológico. La esperanza metafísica se convierte en enajenación de la misma situación concreta. Ya que toda existencia se definiría como sufrimiento en sí. Algunos sufrirían más que otros, según sus necesidades y vacíos espirituales. El sufrimiento, la miseria, se convierten en signos de misericordia de los dioses.
El esclavo debe tener un poco de paciencia y soportar con dignidad el sufrimiento de esta vida; total, en su futura existencia gozará de todos los beneficios que le esperan en la próxima reencarnación. Y tal vez, con un poco de esfuerzo y paciencia, puede ser que en unas cuantas reencarnaciones alcance el nivel espiritual que en la actualidad posee el amo, y así podrá disfrutar de los placeres de la clase culta.
 El amo poseería un alma más desarrollada, por eso sería un ser superior y especial, quien tendría todos los derechos, hasta el de tener esclavos. Los esclavos poseen un alma menos desarrollada que la del amo, es menos persona en su ser más íntimo.
Desde el punto de vista de la acción política de la clase dominante, el desarrollo gradual del alma es la causa de la situación social y cotidiana de todos los individuos, y comunidades ;  unos serán más felices que otros, gracias a las leyes eternas del espíritu, dictadas por el dios del universo, o por la gran conciencia universal, que mantiene todo cuanto existe en armonía según sus principios divinos, que solamente el hombre de alma desarrollada puede captar en el éxtasis del saber propio  de todos los sabios. Esta conciencia universal lo ordena todo. De hecho,  esta conciencia universal  mantiene a todos unidos en un mismo espíritu que siempre otorga a cada persona su puesto en la vida según sea su desarrollo espiritual.
El alma del ser humano se concibe, desde estas posturas filosóficas, como la esencia misma de la naturaleza del hombre, la causa metafísica de la racionalidad, el fundamento de la racionalidad entendida como consecuencia del desarrollo del alma. Así, pues, el nivel de racionalidad alcanzado por cada persona, es la más fiel expresión de la pureza del alma. Por eso,  el alma sería  la fuente de todo conocimiento racional  humano, aunque también sería un alma sufriente de carácter existencial.
El hombre  es un ser sufrido por esencia y se desarrolla en lo espiritual, en la misma medida en que logra progresar en conocimiento y cultura. En el fondo, sufrir y conocer se convierten en actividades del alma divina y universal de todo ser humano, cuyo premio evolutivo y espiritual se captaría  en cuanto logra desprenderse de las necesidades de su cárcel corporal a la que ha sido condenado.
En esencia, ser persona consistiría en saber negar la dimensión corporal, en escapar de todo lo material con lo que se identifica el cuerpo, con la intención de favorecer el crecimiento espiritual, o el conocimiento y vivencia de las realidades espirituales, que conforman lo metafísico  en estado puro. Se sufre para conocer lo verdadero, lo que no es apariencia, lo espiritual, lo captado por la razón lógica, como contenido y forma de la episteme de la conciencia de la cultura occidental. El hombre sabio, el verdadero hombre, el que por ley universal y trascendental goza  del verdadero saber, es aquel que está destinado a la búsqueda de la verdad y rechaza toda tarea física o corporal. El animal trabaja, el hombre conoce.
Si la existencia consistiese en trabajar sin descanso, se parece a la vida de cualquier animal de carga. El hombre poco evolucionado vive solamente para producir lo necesario para que los elegidos de almas evolucionadas puedan dedicarse a la búsqueda de la verdad divina. Si la vida la puedes dedicar a la ciencia verdadera, los dioses te han beneficiado, porque en vidas anteriores superaste vivir como las hormigas. Así, se mantiene el orden y el equilibrio universal, se trata de una ley metafísica impuesta por los dioses.
Por tanto, al reconocer el sufrimiento como  manifestación del alma que busca el saber, a través de la superación de lo corporal, que generalmente se manifiesta en una existencia llena de desgracias; todo dolor cobra sentido y justificación de vida plena, que solamente el sabio logra superar adecuadamente, reduciendo el mal a la apariencia del ser, que siempre es bueno en sí, desde su intimidad metafísica.
 Se trata de un camino dialéctico y lógico, que pasa de lo físico particular a lo ontológico universal. Y de lo ontológico a su verdadera realidad metafísica. O si se prefiere: vida animal, vida racional, vida espiritual.
Desde los verdaderos anhelos del saber, se llega a la negación absoluta de lo inmanente, que se reduce a lo aparente, a lo que no es en sí, sino en cuanto es sombra, o “potencia” de lo que es en sí el ser, en cuanto ser metafísico, y por ende verdadero y “sumo bien”. Se desprecia cualquier síntoma corporal o animal en aras de lo espiritual, la perfección del alma, que sería realmente la esencia eterna del hombre espiritual.
El hombre es un pasajero que va de menos a más. El apego animal a lo corporal, el deseo del verdadero saber, de lo espiritual, indican el grado de perfección que se posee en la vida concreta. Es decir, entre más corporal, entonces, sería más animal. Por el contrario, entre mayor indiferencia se logre hacia los apetitos de la carne, entonces, se es más espiritual, más humano; superior en raza a los bárbaros.
Además, la vida cotidiana se convertiría en una prueba, superada en el momento de morir. La muerte se espera como el momento de evaluación de la existencia, en donde se determina el grado de vida espiritual alcanzado a lo largo de la vida. Si se ha llevado con dignidad la carga de sufrimiento y se ha logrado despreciar los sufrimientos corporales, en virtud de logros espirituales, seremos premiados con nacer en la próxima vida dentro de una clase social un poco más aventajada por los dioses.
Resulta que la felicidad, fuente de la misma ética individual y social, en cuanto causa final de la existencia, se transformaría en una dimensión que transciende lo material y corporal, lejos del espacio y del tiempo, como recompensa de la vida virtuosa, que solamente se alcanza después de muchas reencarnaciones, y tal vez fuera de este mundo. Pobres y ricos  estarían unidos en el sufrimiento de la vida corporal.
El sufrimiento en todas sus dimensiones, el anhelo de la libertad nunca alcanzada, la felicidad cada vez más lejana, la pobreza, la miseria, el mal, la enfermedad, las guerras, etc., no serían motivos de rebeldías, sino síntomas de un despertar cada vez más espiritual, en un cielo nuevo, distinto a la realidad material y “enfermiza”. Todo es apariencia, el débil, el ignorante muere por tales motivos. El hombre sabio busca la plena felicidad más allá de lo aparente. El alma del verdadero hombre se desarrolla más allá del bien y del mal.



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La Política del Amo

Claro, no todo está perdido para la raza inmensa de miserables y bárbaros.  En lo esencial sería una cuestión de paciencia existencial, ya que en pocas reencarnaciones, el esclavo, el débil, el marginal, llegaría  a ser como el amo que lo explota y domina. Se trata de tener un poco de paciencia para luego sentarse en el banquete. La vida consiste, ahora y por siempre en ser esclavo o amo. No hay más alternativa posible. Es el destino de la raza humana. Es la verdadera ley del materialismo histórico.
La moral del guerrero. La lógica de  la cultura occidental. Todas las propuestas sociales nacen y mueren en la dialéctica infinita del esclavo y del amo. Por lo menos, eso es lo que hasta ahora han afirmado la mayoría de los filósofos de cualquier lado, derecha, izquierda, no alineados, libres pensadores, comunistas, “medio-comunistas”, “sociólogos del siglo XXI”… todos han promovido y promueven la dialéctica del amo y esclavo.
 Así, pues, desde una filosofía “del alma y del sufrimiento”, supuestamente distinta a la racional, el amo sigue siendo dueño del esclavo por toda la eternidad. Al pobre solamente le ha quedado la esperanza de las futuras reencarnaciones para convertirse en amo, y así ser feliz, dentro de lo posible, siendo dueño de los futuros esclavos.  Es la ilusión del soldado pueblerino que va a la guerra soñando con ser algún día un general importante. Es la ilusión del habitante del barrio que sueña con ganarse el primer premio de la lotería para convertirse en un millonario feliz.
Tal vez, en una sociedad como la actual, que se manifiesta por lo menos, en la superficie como materialista y consumista, los fundamentos metafísicos y transcendentales suelen ser negados, en nombre de una objetividad inmanente. Sin embargo, más allá de lo aparente, más allá del discurso político, el orden metafísico es el dominante.
Todo el orden actual de la vida social, en donde existen pocos amos y muchos esclavos, sigue siendo justificado desde lo metafísico, como proyección del paradigma griego. De hecho, muy pocas cosas han cambiado,  la esencia es la misma. No puede existir ninguna política sin dioses, o sin justificación divina y nuestra época no es la excepción, todo sigue igual. Sin duda, el dios puede estar en el cielo, en una sociedad terrenal sin luchas de clases como cualquier paraíso celestial. Ese dios puede ser un ser espiritual, un algo como el dinero, el poder, el placer, o un hombre que a cuenta de líder se hace emperador de toda una nación. Lo que realmente sobra en la sociedad actual son los dioses.
Una política sin dioses no era real. Y la herencia es actual y permanente. La realidad de las relaciones sociales se mantiene en cuanto respondan a leyes universales religiosas, filosóficas o de “nuevas eras”. ¿A cuenta de qué existen países del “tercer mundo”? El orden es el mismo de los griegos, “nosotros y los bárbaros”. Y el dios es el Destino, la ley universal, el Líder de los elegidos, una Nación, un Imperio, una Moneda, o cualquier otra realidad pensable o imaginable. Hasta la misma “muerte de Dios” es un dios sustituto.
Pero en el orden ontológico se ha dado la mayor de las tragedias. La pretensión de la racionalidad, la apariencia, el deseo delirante, la sombra, la locura, la ilusión, la imaginación y el engaño de los griegos se ha convertido en el fundamento de la realidad social. Hasta el punto de que la creación filosófica ha sido sierva de la política. Efectivamente, la política y sus leyes de dominación  se han convertido en criterio de la verdad física y metafísica. Todo el conocimiento, independientemente de las intenciones de los diferentes autores, ha servidos siempre y para siempre a los mismos amos y ha  mantenido en la esclavitud a los mismos bárbaros.
La convicción de que la realidad social de injusticia responde a leyes divinas es tan existencial, que lo “metafísico” se toma como más objetivo que lo realmente físico. Es decir, de lo lógico se saltó a lo metafísico, ignorando el verdadero orden ontológico, para favorecer, con o sin intención, la dimensión política.
De hecho, los avances en el conocimiento científico han surgido gracias a las dudas en el orden de las leyes físicas, pero nunca se ha dudado realmente del orden metafísico, cuando mucho, se le ha cambiado de nombre a las mismas leyes, pero poco o nada se ha avanzado desde Aristóteles hasta nuestros días en cuanto a la lógica racional y sus principios metafísicos.
 Por consiguiente, se podría dudar de cualquier conocimiento alcanzado dentro del campo de la ciencia, en cualquiera de sus ramas o dimensiones del saber, pero nadie dudará jamás de la existencia del bárbaro, por tanto, de la existencia necesaria del amo. Imaginarse un mundo en donde todos realmente seamos iguales, causaría risas.
Ya que lo natural, lo divino, lo metafísico, lo más evidente que cualquier dato objetivo es que los hombres son diferentes, y nadie sería culpable de esa diferencia.
Solamente el casi animal, el poco evolucionado, no es capaz de aceptar el orden del universo. ¡Qué culpa tiene el tiburón de estar destinado a alimentarse de los peces pequeños! Es una ley natural y divina. Del mismo modo, como se presenta en el orden del reino animal, la superioridad de aquellos que están destinados a vivir de la sangre de los otros, así ocurre con los seres humanos en el orden social, pero con la diferencia, de que los hombres evolucionan a través de reencarnaciones y lograrían hacerse tiburones en el futuro.
 Nadie tiene la culpa de que existan peces grandes y peces pequeños. La conciencia universal es la sabiduría inscrita en el alma del hombre sabio.
Ahora bien,  solamente el hombre esclavo y  sumergido en el torbellino de las necesidades y pasiones de la carne,  puede sentir rebeldía ante las leyes divinas propias del hombre superior y espiritual. El rebelde lo sería por su animalidad, por su poco desarrollo espiritual. El ser espiritual es verdaderamente revolucionario.
De hecho, todos los cambios revolucionarios que se han dado en la historia occidental, han sido a favor de los elegidos por los dioses. Son los elegidos, quienes realmente, han hecho miles de guerras a favor de las leyes divinas, lógicas y racionales que marcan el rumbo de la humanidad.
Por tanto, todo lo negativo que se oponga al desarrollo de la humanidad debe morir. La rebeldía a las leyes que favorecen a la raza superior sería propia de los hombres-bestias. La sumisión, la obediencia al orden ha sido la clave del verdadero camino.
La “Hermandad Blanca” se impone. La Libertad, La Fraternidad y La Igualdad nunca fueron para el esclavo, los negros, las mujeres, los sirvientes, los obreros, los miserables, los habitantes de los barrios, solamente para los nuevos elegidos y más evolucionados en su capacidad de dominio. Solamente los amos fueron “hermanos”.
Por otra parte, es posible creer que la realidad en sí, la verdadera ontología ha sido despreciada o ignorada. Así, las sombras se han convertido en luces, en la claridad ilusoria de la cultura occidental.
El absurdo mortal, la cultura de dominación y de muerte, la real “contra razón” se ha colocado como el punto de partida de los distintos sistemas filosóficos y políticos, que han promovido la mayoría de las llamadas guerras revolucionarias.
Lo que tal vez ha sido abarcado con muy poca profundidad en la cultura occidental ha sido el análisis del ser en sí, en cuanto es posible al conocimiento humano. Lo dado en la conciencia racional y lógica se ha tomado como lo real, como lo ontológico, como el dato objetivo desde el cual se debería partir para construir y justificar el orden político. Sin saber exactamente lo que sería en realidad el ser en sí y el ser  del hombre. De hecho, la política de la guerra no es humana: es ideología de la muerte.
No darse cuenta, no tener la capacidad histórica de captar la realidad, no conocer la mismisidad del hombre en cuanto tal, sino conformarse con lo impuesto, se ha convertido en la condición esencial del saber en sí mismo, al punto de no poder vislumbrar  alternativas diferentes al paradigma de la filosofía griega. Parece que todo estuviese perdido, sin esperanza y a la espera del fin de esta humanidad.
Por tanto, la reflexión de lo que realmente se puede conocer llevaría a la reflexión de lo que realmente es el ser y de lo que realmente sería el hombre en sí. Por eso, la filosofía sería amor a la sabiduría o al verdadero conocimiento. Se tendría que levantar la cortina política que siempre ha velado al verdadero conocimiento.
Se trata de ser humildes y aceptar la  realidad antropológica tal como es. Tal vez, la sinceridad del hombre consigo mismo  le lleve a la práctica de una Política de la vida.
 La Filosofía nunca es neutra, o es real o es alienante. El conocer establece la relación real entre el ser en sí y la conciencia del hombre. Así, pues, si la relación entre el sujeto y el objeto no corresponde a la realidad en sí de ambos; entonces, simplemente sería una ilusión. No hay alternativas.
Puede ser que se hayan confundido las sombras con la verdadera luz.  Nunca se ha aceptado que la realidad “objetiva” ha sido siempre subjetiva, sin otra posibilidad. Y como el saber ha sido cómplice del poder, las sombras han sido la única luz real, física y metafísica.
El error epistemológico pudo haberse convertido en la piedra angular del pensamiento filosófico y en justificación de la verdadera brutalidad de la historia, hasta llegar al absurdo de pensar que la esclavitud, la trama de la muerte de los más débiles es una ley divina proclamada por el Destino, dios de todos los dioses, verdadero príncipe de las sombras eternas.
“¡Dios ha muerto!” Se hizo sinónimo eterno, esencial, perenne de la muerte del esclavo. Por consiguiente, el futuro lógico de la humanidad estaría en manos  del guerrero, enemigo de lo débil. “¡Dios ha muerto!” El esclavo debería pagar por ese crimen. Sin embargo, nunca podrá haber guerrero, “superhombre”, sin esclavitud.
Desde la cultura del engaño ontológico se ha interpretado la muerte del débil como signo del progreso de la humanidad. Lo que se diga al favor del débil siempre suena a poesía inspirada en la culpabilidad, o a refritos de añoranzas de falsas libertades. Sin saber que el engaño epistemológico y ontológico pudo haberse convertido en la mayor fortaleza de la cultura occidental. Y no tenido  la capacidad de salir de la ilusión por simple conveniencia política. Lo diferente al engaño debe morir desde la raíz, en honor a la “justicia”.
En la conquista de la razón, el sentido de la vida se ha transformado  en el discurso de la racionalidad  aristotélica, el único punto de partida de la reflexión y la base absoluta del verdadero saber, en donde la palabra “misterio” carece de sentido, logrando una sabiduría donde la mayor oscuridad es el hombre mismo. Sin embargo, el conocimiento se ha considerado como un logro objetivo de la manera más dogmática posible. La capacidad de la objetividad del conocimiento humano nunca ha sido puesta en duda realmente.
Y en la búsqueda de la verdad, en la discusión sobre el sentido de la vida, la objetividad ha dominado, aunque la sombra del absurdo siempre ha estado presente de manera incoherente. Si el conocimiento es objetivo, la realidad social también lo es. Y es así como realmente se ha vivido la Política, como la ciencia más objetiva que el hombre haya alcanzado, hasta con fundamentos eternos y metafísicos.
¿Qué existe más absurdo que un rancho lleno de miseria? Sin embargo, toda la realidad sería consecuencia del orden universal, de la ley del Destino. Así, se ha convertido lo absurdo, la muerte sistemática del esclavo en un conocimiento objetivo en cuanto sería una necesidad  del orden universal. Probablemente, la realidad en cuanto es en sí ha escapado a la filosofía occidental. Probablemente no es tan cierto que la miseria de la mayoría sea el deseo de la conciencia universal. Algo puede estar fallando.        






SEGUNDA PARTE
LA RACIONALIDAD  ÍNTIMA

*
La  Conciencia  Creadora


El hombre es racional. Esta racionalidad que nace y se desarrolla en el misterio de la intimidad de la conciencia, se hace  exterioridad concreta a través de lo creado. La capacidad de crear nos revela como humanos. La creación y la imaginación nos hacen personas, verdaderamente seres humanos. Y a esta condición no se puede renunciar, reduciéndola a la dimensión lógica y racional.
 La manifestación constante del acto creativo constituye  el eje central de la historia de la humanidad, aunque no se haya valorado esta dimensión de la razón humana. Es desde el acto de la creación y de la imaginación íntima, como proyección del ser antropológico, cuando se manifiesta el hombre en cuanto tal. El hombre se distingue por su capacidad de crear dentro de sus posibilidades antropológicas. Todo lo que el hombre ha creado es creación de la humanidad. La conciencia es razón lógica, razón imaginaria, razón sensible, razón que se proyecta, razón que se realiza en el acto creativo.
La conciencia íntima es el secreto y la esencia del ser del hombre, la clave verdadera de interpretación del devenir histórico de la humanidad. 
La creación en y desde la racionalidad no es una opción, una preferencia, ni un modo de hacer filosofía, ni siquiera se trata de una “vocación especial”. Así, pues, se tiene que  considerar lo complejo de la realidad externa  como el punto de partida, sin importar, en un primer  momento de su ser en sí, en cuanto es independiente o dependiente de la conciencia que la conoce. Es decir, la creación es un acto humano, que nace de la complejidad de la conciencia humana. El ser en sí es trascendente a la conciencia; está ahí, arrojado, como un dato, sin necesidad de existencia de la conciencia.
Por el contrario, la conciencia íntima sólo si existe si el ser en sí externo a ella, ajeno a ella, que le permita sobrevivir a través del acto creativo. La vida humana es creación de la conciencia íntima que puede realizarse gracias a presencia del ser en sí externo a la subjetividad.
El hombre nunca puede optar por la no-creación, está condenado a crear, en esto consiste la existencia. No tiene nada que ver con lo que piensa de sí mismo, ni con la filosofía que haya desarrollado. Más allá de lo que se pueda entender antropológicamente, el hombre es creación en sí mismo. Y toda creación desde la intimidad es creación de sí mismo. Y toda creación desde la racionalidad es manifestación íntima de todas las dimensiones de la conciencia humana.
En lo esencial, se podría decir que el hombre siempre se ha relacionado con las sensaciones desde la intimidad de su conciencia, en donde los estímulos externos serían lo extraño, lo ajeno, lo recibido;  el material con el cual elabora su propio diario de vida personal y comunitaria.
La existencia es la creación definitiva de la racionalidad íntima, compleja y misteriosa, es trascendencia dialéctica de lo íntimo hacia lo desconocido por esencia, dialéctica inmanente desde lo recibido del ser en sí, siempre exterior a la conciencia. Así se define la libertad del ser humano, como algo inédito, como creación eterna e histórica. Se trata de la biografía personal y comunitaria que se sabe intimidad en su nacimiento y en la muerte. La racionalidad íntima es el puente entre ambos momentos. La biografía personal y comunitaria en su movimiento racional y existencial entre la vida y la muerte  se presenta como lo no explicable por la racionalidad lógica; sino, por la conciencia íntima que trasciende lo meramente lógico racional en actos de creación ya sea de vida o de muerte; de ahí, la ética, la política como dimensiones de la existencia humana.
En el plano del conocimiento, la gallina conoce, el hombre conoce y  crea, es realmente humano en el crear y no en el simple conocer. No se trata de descubrir “el sumo bien”, ni siquiera en el contemplar eternamente algunas divinidades. La creación es la actividad humana por excelencia. Se trata de inventar la vida y la historia. La Historia es creación de la raza humana, en donde cada cual aporta su grano de arena.
El hombre queda definido como la intimidad racional, que se  nutre de la exterioridad, lo extraño, el estímulo. De pronto, lo exterior, el mundo, lo ajeno,  se convierte en un ser interpretado e histórico, sin perder su cualidad de objetivo. Sin embargo, el mundo externo se convierte en intimidad interpretada  y en dialéctica cognitiva de la conciencia humana personal y comunitaria. El mundo de las cosas se mantiene objetivo en cuanto que es captado por la conciencia; de donde fluye la historia comunitaria y personal en constantes actos creativos de vidas y de muertes.
La cultura, lo histórico surgen de la conciencia humana, en cuanto se proyecta y se realiza a sí misma en la construcción de un mundo que primero es imaginado y soñado en la intimidad personal, comunitaria y cultural. El mundo en sí mismo llega como un dato ajeno a la conciencia quien sueña, imagina y construye pirámides egipcias; inventa la astrología, la computación, la medicina, la ciencia. Todo es producto de la actividad creativa de la conciencia.
El poder creador de la intimidad se hace una sola realidad con lo extraño, con lo exterior, hasta negar su propia esencia. La intimidad se convence de su propia muerte o superación, y convierte lo subjetivo en objetividad pura. La pirámide más perfecta es un juego de la conciencia, subjetividad en sí misma. La cultura es producto de la intimidad de la conciencia personal y comunitaria. Y la objetividad de lo creado es una ilusión producto de la imposibilidad de experimentar el proceso de conocimiento a plenitud. Nadie puede ser consciente del cómo conoce, imagina,  proyecta.
En cuanto al proceso de conocer, parece que todo fuese instantáneo, puro, mágico, natural. De hecho, resulta imposible que alguien tenga conciencia de cómo van llegando los estímulos a sus sentidos, la construcción de las imágenes, la elaboración de los conceptos abstractos, de los juicios, de los registros de las experiencias en la memoria, de los proyectos, de toda la actividad creadora de la conciencia. Todo parece un acto de magia que se da inconscientemente. Y luego se concibe lo creado por la conciencia como si se tratase del mundo natural, objetivo.
Además, desde la dimensión existencial, el hombre es un proyecto creado desde su propia intimidad racional personal y comunitaria. La búsqueda de sentido existencial es la máxima creación de la conciencia. El empeño creador  de convertir la muerte en vida es la racionalización íntima y verdaderamente humana.
 La dialéctica de esta lucha por el sentido consiste en pasar de lo lógico a lo ontológico, en su misma intimidad, para luego ser proyectado como ontología racionalizada e interpretada, que regresa a la intimidad, con su carga de existencial, para ser nuevamente racionalizado, repitiéndose el movimiento perennemente hasta que la muerte  deja de ser un hecho ontológico y se transforma en un problema metafísico.
En el fondo, la conciencia humana lucha contra su propia muerte, para ello utiliza todas sus dimensiones, lógicas, afectivas, imaginativas, creadoras de alternativas de vidas.
 La vida es el dato único que posibilita la racionalidad, que la interpreta como tal, haciéndose esencia de la vida. La vida es la posibilidad y  límite de la racionalidad, su única posibilidad de ser y el fin último de su creación.
La muerte es lo extraño, ajeno a la vida y a la racionalidad íntima. La muerte es lo único que altera a la racionalidad íntima y produce la reacción de negar la esencia mortal de la misma conciencia. Somos racionalidad íntima que deja de ser constantemente. Vida y muerte en un torbellino dialéctico. Simplemente vida esencialmente finita, conciencia que se resiste a morir.
La racionalidad íntima se vive y se manifiesta como necesidad constante de trascendencia de la propia finitud, como la transformación del hombre en un ser superior a la muerte, que transforma desde la intimidad los signos de muerte en posibilidades metafísicas de vida.
La conciencia enfrenta a la mortalidad humana como un problema que puede ser transcendido en la intimidad de la conciencia. Pero,  como ese paso se da en lo más subjetivo de la realidad de la conciencia, se interpreta como una realidad lógica y objetiva, nada importa si el criterio es la fe y no las leyes de la ciencia. Sin embargo, la conciencia íntima intuye su propio engaño. De ahí la necesidad de hacer objetiva la fe en la existencia de sus anhelos. En lo esencial, tan objetiva llega a ser la fe como las convicciones de la ciencia; por lo menos, se viven con la misma intensidad y sinceridad.
Convertir el simple deseo en ciencia, en conocimiento verdadero y objetivo ha sido la creación más sublime del hombre, se trata de un logro superior a la construcción de cualquier pirámide o de la computadora más perfecta.
 Toda la huella cultural de la humanidad a lo largo de historia se reduce al deseo de infinito, o de convertir la inmortalidad en un dato verdadero, objetivo y dogmático. Se ha tratado de convertir la sed de inmortalidad en agua fresca y cristalina.
Este poder que posee la conciencia de convencerse a sí misma de la objetividad de su creación, responde a una necesidad vital y esencial que define y condiciona el sentido de la existencia de la humanidad. Esta búsqueda de sentido existencial se convierte en una tarea dialéctica y  trascendental, que se hace realidad en la cultura y en la historia.
Este movimiento dialéctico de la  conciencia, en donde el anhelo se convierte en realidad objetiva, define el en-sí de la misma conciencia, en cuanto realidad íntima que se transforma constantemente en creadora de la “humanidad”, sin salir de sus propios límites, de su propio encierro, teniendo que conformarse con tantear dentro de sí misma lo eternamente extraño y ajeno, la realidad ontológica en si misma.
La intimidad es la esencia de la conciencia. Ahí se encuentra su virtud y su límite, en la imposibilidad de contacto directo con lo externo. El hombre es soledad radical en constante encuentro comunitario. De ahí que más que conocer la realidad, la interpreta y le da sentido. En cuanto a ser hombre, no se tiene otra posibilidad. Nunca se ha leído a la realidad, no existe posibilidad alguna de lectura, estamos condenados a ser intérpretes, creadores en esencia, desde el nacimiento hasta la muerte.
 La realidad objetiva permanece en la oscuridad más profunda. El hombre camina con sus manos extendidas y temblorosas, palpando lo desconocido y jactándose de ser el dueño de la luz y el ángel elegido para la inmortalidad. Las sombras son la única realidad objetiva con que cuenta el hombre para enfrentar el problema de la vida y de la muerte. Lo ha logrado hasta ahora, la creación humana ha sido constante: La tecnología ha sido su mayor logro. Pero, todo es praxis a partir de datos ajenos a la conciencia y desconocidos en sí mismos.
Sólo se puede ser “Demiurgos” desde las sombras y crear la historia desde ahí. En esto consiste la libertad: dar sentido y luz desde la conciencia íntima, contando solamente con un mundo de sombras que brinda los datos reales, que no son objetos del conocimiento lógico, sino del sufrimiento de la conciencia en su afán de trascender la muerte definitiva. Toda la creación de la conciencia parte de la dialéctica de vida y muerte. Y toda la humanidad se mantiene atrapada en esta paradoja. La vida se entiende como el anhelo de no morir, mientras se espera la muerte.
La vida humana se transforma en la esperanza frente a la angustia de la conciencia de la muerte como fin del proyecto y el sentido de la existencia. La vida consiste en mantener la esperanza frente a su misma negación: el absurdo del sentido de la vida del hombre. El sentido de la vida consiste en tener esperanza de triunfar sobre la muerte. El sentido y el absurdo coinciden en la intimidad de la conciencia.








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Entre la angustia y la esperanza
La conciencia íntima no reduce su tarea a la creación de un sistema lógico de pensamiento de orden filosófico o científico. La racionalidad surgida de la conciencia consiste en la lucha por el sentido de la existencia, que se manifiesta como esperanza, anhelo de trascendencia. El día en que una computadora tenga esperanza, tendría vida humana.
La esperanza es el rostro positivo de la angustia, no existe esperanza sin angustia, del mismo modo en que la vida está acompañada de la muerte. La conciencia íntima vive una esperanza abonada en la angustia. De ahí la negación radical de cualquier tipo de objetividad absoluta.
La conciencia íntima es el fundamento de la libertad. La conciencia crea desde sí el sentido de la existencia, con la esperanza de alcanzar la trascendencia. La capacidad de creación hace referencia a la capacidad de optar. La libertad es la consecuencia inmediata de una conciencia esencialmente íntima e intencionada, que se hace creación constante de sí misma en la dialéctica de vida y muerte.
La libertad es íntima en la conciencia personal y comunitaria,  puede nacer y morir en la intimidad, sin luchar y sin poder dejar de ser. La libertad puede ser una ilusión, pero siempre es creación en y desde la lucha comunitaria de una cultura, de una sociedad, de un pueblo, de la humanidad. Esta es precisamente, la consecuencia más inhumana de la marginalidad: hombres muertos en vida, dentro de su propio caparazón, condenadas a llevarse a la tumba sus esperanzas y su libertad.
La libertad no es la conclusión de un razonamiento lógico. La libertad es fruto de la agonía íntima de una conciencia que se desarrolla en la  dialéctica entre la angustia y la esperanza.
 El ser libres se manifiesta como la negación de la objetividad, es vida humana en pleno desarrollo cultural e histórico. Es un movimiento dialéctico, nunca fijo; eternamente movimiento que no llega a descansar en la esperanza, ni desaparece completamente en la angustia. “La esperanza es lo último que se pierde”. Por eso “La libertad es eterna”. Y solamente la muerte nos hace objetividad absoluta. La angustia y la esperanza postulan la existencia de un yo particular y personal. La existencia de un “yo” íntimo, auténtico, innegable, racionalidad íntima creadora de su propia libertad,  que es original, inédita e irrepetible.
La persona sufre la dialéctica de la esperanza y la angustia. El ser humano lucha por  crear un mundo y un sentido con “datos” de una realidad que nunca ha mirado, por ser siempre extraña y estar fuera del alcance de la conciencia íntima. La persona tiene que transitar por el mundo de sombras en el que se siente arrojado. De ahí, que ser persona es ser extranjero en un mundo de cosas. Así, pues, la comunidad es sentido y lugar de existencia humana. Es desde el Otro que nace y crece el sentido, el mundo es el hogar; la comunidad es la familia.
El tiempo de la esperanza es creación personal de una conciencia que sufre  en la intimidad su propia finitud en la lucha por encontrar  el sentido de la libertad, que le es esencial como fuente de la misma existencia. El ser humano es el único que percibe la muerte como asecho constante y como desenlace del sentido de la existencia.
El hombre siente  que su existencia está encerrada en su propia intimidad. La soledad  nunca es superada del todo, debido a que no puede haber contacto directo entre la conciencia y la realidad externa.
Esta realidad externa  solamente es conocida a través de los datos que llegan por medio de los sentidos,  que son percibidos en la intimidad de la conciencia, como quien está condenado a interpretar sueños y voces del inconsciente.
El camino de las sombras produce terror y angustia existencial, que limita e inspira la creación y la libertad. Pero siempre el terror a la oscuridad está presente. La angustia de saberse mortales y extranjeros se puede soportar, pero no eliminar. De ser así todo sería objetivo. No habría espacio para la libertad; menos, para la fe.
La oscuridad produce terror. Al caminar tememos caer. Y al caminar sin caer, tememos el momento en que la caída se convierta en eterna, borrando cualquier sentido, convirtiendo la esencia de la conciencia íntima y personal en la más completa oscuridad como una cosa más de las que sobran en la realidad objetiva del ser en sí.
La esperanza surge como signo de la vida. Racionalizamos la muerte desde la vida. La felicidad es la sonrisa frente a la muerte. La sonrisa puede ser auténtica, más no convincente. Así es la esperanza, se vive, se hace proyecto, cultura, historia... pero no termina de convencer. La esperanza no es objetiva, pero es real en la conciencia íntima de cada persona y de cada pueblo, como impulsora del sentido de la existencia, de un sentido que puede ser enajenación pura, la máxima expresión del absurdo existencial.
Desde la conciencia, el ser en sí, lo exterior, lo ontológico, se convierte en interpretación, no puede ser de otra manera. El hombre es conciencia íntima que construye su propio universo. Desde la conciencia, el ser para mí, se transforma en ser en sí, ajeno a la misma conciencia, como si se tratase de un objeto exterior, sin embargo, sería una imagen con pretensiones de concordancia con respecto a la cosa que produce los estímulos captados por los sentidos y convertidos en un ser para la conciencia.
La intimidad tiende a transformarse en objetividad extraña, que regresa como sensación a la intimidad, para ser reinterpretado en la eterna dialéctica del conocimiento, en donde la objetividad muere en la interpretación y la interpretación da lugar al acto creativo de la intimidad hacia lo exterior y desconocido.
Desde la conciencia, la cosa en sí deja de ser un caos, para adquirir un sentido racional, producto del orden lógico que le otorga la conciencia íntima. De este modo, el ser oscuro y ontológico, adquiere una luz no propia, sino otorgada por la conciencia, producto del terror existencial. La creación es escape del caos. El hombre huye de la cosa en sí, no acepta el caos universal, lo transforma en su misma conciencia y hasta logra convertir el caos en tecnología para la vida o conocimientos para la muerte. El mundo humano es el arte de la esperanza de sobrevivir al abismo. Toda esta transformación puede darse en la conciencia. Todo cuanto el hombre ha creado  es fruto del anhelo trascendental.
La conciencia es ordenadora, construye su propio sentido existencial desde las dimensiones personales, comunitarias, históricas y culturales. Así,  en la tarea  de su propia existencia, aparece la realidad externa arropada de los sueños imaginativos y creadores de la conciencia. Y como la conciencia es finita, no todo lo creado es orden, no todo tiene sentido. Los sueños pueden convertirse en pesadillas. Ahora bien,  siempre hay que partir del hecho antropológico de la imposibilidad de la conciencia de tener contacto directo con la realidad en sí. Este límite gnoseológico obliga al hombre a “usar el cerebro”, racionalizar y crear su historia personal y social. El único criterio epistemológico se da en la intimidad de la conciencia, sin ninguna posibilidad de objetividad plena.
Aunque el hombre no lo haya reconocido plenamente, por terror a la verdad de su límite gnoseológico, simplemente está imposibilitado del contacto directo con la realidad, obligado, por motivos de supervivencia a identificar los “estímulos externos” con la realidad. Gracias a esta identidad se supera el miedo existencial de saberse totalmente ciegos, sin superar del todo la angustia producida por la intuición de la verdad.
La angustia surge de lo no-dado, de saber que no existe para la conciencia un dato plenamente cierto. Por eso, se “inventa” todo lo que es el ser para la conciencia. Es gracias al conocimiento  creado en la intimidad de la conciencia, que el hombre se diferencia esencialmente de los animales, y esta diferencia no es gradual, o simplemente formal, se da en la totalidad del ser, el hombre no posee ni una sola molécula animal.
El hombre en su totalidad es  personalidad íntima que construye su propia existencia como proyecto  individual, comunitario, político, ético, histórico, social y cultural. Ser en sí mismo creadores, determina la naturaleza esencial del hombre, en cuanto a persona que interpreta el universo, para construir la propia existencia y el sentido  de la vida. Todos los alcances del conocimiento de la conciencia: filosóficos, religiosos, científicos, sociales, culturales, inmanentes, trascendentes, ideológicos... todos tienen por finalidad interpretar la existencia en cuanto a la búsqueda del sentido a la vida más allá del abismo de la muerte.
Desde la limitación gnoseológica del hombre, la libertad consiste en crear la propia existencia sin ningún fundamento plenamente objetivo. No existe “el sendero único”, no existen “leyes para alcanzar la felicidad”. La vida es proyecto personal que desarrolla en y desde la comunidad, dentro de una cultura propia. Por decir, la vida sería un invento. De hecho, la libertad puede consistir en la capacidad de autoengaño, o de alineación del ser humano, como quien arriesga y lucha sin oportunidad reales de triunfo. Sin embargo, la conciencia puede convertir dialécticamente el engaño en el proyecto más “objetivo” jamás soñado, aunque la ilusión nace y muere como ilusión.
La libertad en sí misma no posee un sentido determinado, es sólo un hacer  de la conciencia, cuya razón de ser es un misterio que se va desvelando a lo largo de toda la existencia. La libertad es la conciencia que se manifiesta en búsqueda de un sentido que se proyecta en un horizonte lejano y eternamente misterioso. Ese sentido apenas se vislumbra como una ilusión, como un simple deseo al que nos aferramos para poder respirar hasta el final de la existencia.
Vivir en libertad es lucha y esfuerzo constante en sí misma, la libertad no es quietud, calma, tranquilidad, hacerse uno en la inactividad del universo. La libertad es explosión, camino, angustia y esperanza. La libertad es la vida de la conciencia. La libertad es voluntad contra la muerte, ansias de vivir; cuyo trofeo puede ser  el vacío eterno, la reducción al no-ser, la total desaparición, la muerte total de la conciencia. Como también puede ser la luz esperada, la eternidad, la superación definitiva de la muerte. Todo es cuestión de espera. La vida puede ser interpretada como el sendero de la esperanza.
Por otra parte,  el sentido común nos ha convencido de la objetividad de lo que vemos. La realidad externa se ha convertido en el dato más seguro con que podemos contar, de ahí los errores de la ontología occidental, de ahí que los conocimientos alcanzados poco digan de la naturaleza real del hombre, de ahí que el conocimiento no ha  servido plenamente para encontrar el sentido de la vida. Por el contrario, la razón lógica de la cultura occidental parece la negación del sentido de la vida. Generalmente, se ha hecho de la conciencia  una sombra del pasado, o una herencia del “oscurantismo”, que debe ser expulsada del mundo de la ciencia, en nombre de la objetividad que nos llega a través de la experiencia.
Es decir, se puede negar la existencia de la conciencia, reducirla a un cúmulo de sensaciones que crean la ilusión de un yo continuo con la finalidad de evitar el caos gnoseológico,  un sin sentido de la existencia. Al punto,  de proclamar la muerte de la conciencia. Ha sido preferible la muerte de la conciencia  para salvar la objetividad. ¿Cómo negar que la Tierra sea plana?
Es tan fuerte el poder del sentido común, que aquellos pensadores que afirmaron que la realidad era conocida en la intimidad de la conciencia, tuvieron miedo de ser catalogados como locos o herejes, y se inventaron el famoso “problema del puente” como solución al problema de la miopía epistemológica del hombre. El conocimiento directo de la realidad se consideró un hecho innegable. El problema se redujo a la búsqueda del puente, o del método más adecuado. Así, pues, el problema del puente entre la conciencia y la realidad salvó a los filósofos de ir en contra del sentido común.
Lo cierto es que la realidad externa llega a la conciencia como ondas que producen reacción, como lo ajeno, como lo extrañó, como lo que necesita ser interpretado para adquirir un sentido, como posibilidad de creación, como vida y muerte que se imponen.












***
El sentido de la vida

La conciencia se manifiesta como necesidad de ejercer la libertad en la lucha por encontrar un sentido a la existencia. ¿Cuál sería el sentido de la vida del hombre? Este es el planteamiento central de la filosofía.
La lucha por encontrar un sentido a la existencia  se transforma en la columna central de la historia de la humanidad, es la necesidad más auténtica del ser humano, ¿para qué vivimos?, con esta pregunta nació la conciencia  como racionalidad humana.
La historia nace del cuestionamiento sobre el sentido de la vida.
Es decir,  la historia siempre se ha interpretado como un recorrido lógico, coherente, como si se tratara de un plan que se va desarrollando hacia metas claras y objetivas. Esta claridad del recorrido lógico de la historia de la humanidad, se ha justificado desde las ciencias sociales, que han señalado las leyes objetivas del materialismo histórico, o de las leyes inquebrantables y objetivas del evolucionismo histórico.
 Por otra parte, se ha justificado este recorrido lógico utilizando fundamentos metafísicos, en donde todo responde a un plan preconcebido por algún ser divino, o por una conciencia universal que ordenaría todo cuanto existe. Ya sea desde la objetividad de la materia, o desde las leyes del espíritu, la historia siempre ha sido interpretada como un recorrido lógico. Si la historia tiene sentido, la vida del hombre tiene sentido.
El sentido de la historia es tan misterioso, como el mismo sentido de la vida del hombre. El sentido de la vida del hombre  define el sentido mismo de la historia de toda la humanidad. La utopía social tendría sentido, si el proyecto de la existencia personal y comunitaria tiene sentido.
Si la vida de un hombre no tiene sentido, la humanidad no tiene sentido. Si el concepto de “hombre” es un engaño, el de “humanidad” sería absurdo.
La muerte se presenta como el único problema ontológico, como el mensaje más constante y terrible que proviene de lo exterior, como el dato que la conciencia no logra trascender con pleno sentido. La muerte se convierte en el absurdo de todos los sentidos y de todas las interpretaciones de la conciencia.
La muerte se manifiesta en el individuo como la vida sumergida en el hambre y  la miseria que destruyen el sentido de la vida. La marginalidad niega el sentido a cualquier concepto de humanidad y de la historia.
De hecho, el proyecto de la humanidad y de la existencia de cada hombre solamente puede tener sentido coherente en la superación de la muerte y de todas sus manifestaciones cotidianas. La libertad se manifiesta como la lucha por fomentar signos de vida y de esperanza,  sin saber plenamente si esta lucha es lógica o  si tiene sentido en sí misma.
 La libertad consiste en apostar por la vida, sabiendo que existe la posibilidad de perderlo todo. De ahí,  la angustia. La angustia se convierte en un modo existencial del hombre y de la humanidad.
La muerte es condición del hombre y de la humanidad. Y esta condición mortal tan fuerte como la vida misma. Nadie es necesario, ninguna sociedad es protagonista principal de la historia, todos somos pasajeros.
La esperanza se convierte en la dimensión positiva que nos impulsa a seguir el recorrido de la existencia. La esperanza es la obra maestra de la conciencia  que se niega a aceptar el determinismo mortal como horizonte final de su destino. La esperanza es el mayor logro que hasta el momento ha alcanzado la humanidad.
La esperanza indica la posibilidad de que el hombre transcienda su misma realidad mortal hacia un proyecto de inmortalidad. La eternidad se convierte en la finalidad del hombre libre, con o sin sentido. La esperanza mantiene viva la fe en la inmortalidad y puede ser la más triste de todas las mentiras. No hay forma de comprobarlo.
La libertad como camino dialéctico entre la angustia y la esperanza se origina en la conciencia para trascender hacia lo exterior, hacia el caos esencial, para dar sentido racional a la misma existencia.  Así se construye el castillo de arena que cualquier oleada puede llevar al absurdo.
En el fondo, una vida que se considera y se interpreta como “exitosa”, muchas veces suele consistir en comer y vestir muy bien, hasta ser sepultados en una urna de oro y con corbata nueva. Y muchas veces esta vida exitosa se logra a través de un círculo de muerte de los desposeídos. Se vive para comer bien, matando o dejando morir a los débiles, sin remordimiento. La muerte se convierte en el límite de la existencia. Se trata de matar o dejar morir, para poder vivir bien. El absurdo se convierte en sentido existencial del hombre y de la historia. La muerte es el caos. La vida es lucha contra el caos, o la aceptación del mismo. La muerte es la negación de la libertad. Vivir para el caos es vivir para la muerte.
 Mientras el discurso político se centra en la vida. La muerte es el caos en donde se desenvuelve la historia de la humanidad. La libertad se convierte en el anhelo de la conciencia  que lucha entre la esperanza de una eternidad y la angustia de sucumbir ante el caos de la muerte.
La cuestión del sentido de la vida del hombre, conforma el verdadero marco del paradigma real de interpretación de la historia personal y social. El sentido de la vida es la clave de lectura que siempre está presente en la historia de vida  de la conciencia.
La acción de la conciencia va más allá de la interpretación de la realidad. La lucha entre la angustia y la esperaza exige la “valoración” como un paso trascendente a la interpretación de la conciencia en sí misma. Se interpreta y se valora desde la misma intimidad de la conciencia, sin ningún tipo de dualismo.
El conocimiento y la valoración son productos de la misma conciencia. Es el mismo hombre quien conoce y quien valora gracias a la misma conciencia. Es el sentido de la vida el paradigma de valoración. La valoración surge del sentido de la vida.
La Ética surge como producto de la valoración interpretativa  frente al problema del sentido de la vida, que se fundamenta en la posibilidad gnoseológica propia del ser humano, basada en los postulados metafísicos de la posibilidad de existencia del mismo sentido, cuya única base ontológica es la existencia de la conciencia, que se sabe mortal y que se encuentra con la muerte, como mensaje caótico del exterior, como escenario de su propia existencia y campo de lucha, en donde se manifiesta la libertad dialéctica entre la angustia y la esperanza.
La vida se convierte en un proyecto factible, en una propuesta llena de sorpresas en donde la conciencia  valora e interpreta en un mismo acto. La vida se convierte en una apuesta, en una aventura inédita.
El hombre lucha entre la muerte y la inmortalidad. La lucha por la inmortalidad es el único camino de posibilidad de sentido de la existencia. Para que la vida tenga sentido se hace necesario la trascendencia de la muerte en la inmortalidad. De lo que se trata es de la superación de la inmanencia de la historia personal y de la humanidad. Solamente en lo trascendental puede encontrarse el sentido de la vida. Si la muerte es lo definitivo, nada tiene sentido. ¿Cuál sería el sentido de la existencia, si todo termina con el último latido del corazón? Simple: matar para vivir.
Solamente la posibilidad de inmortalidad ilumina la lucha por la esperanza en situaciones concretas de desesperanza y muerte; cuando la vida pierde el sentido y comienza a hundirse en un círculo vicioso vacío y absurdo, en donde cada día desaparece sin novedad, ni sabor. Y cuando la situación límite se hace miseria y recorre toda la piel, la dialéctica de la vida toma un sentido opuesto hacia el absurdo, es cuando se pierde la alegría de vivir y se espera con menosprecio la llegada de la muerte.
La lucha por la inmortalidad consiste en buscar un sentido trascendental a la historia de la humanidad y a la vida concreta de cada persona. Este es el verdadero fin de la dialéctica de la historia y de la vida personal. El anhelo de la inmortalidad ha inspirado la historia cultural de la humanidad. La huella que el hombre ha dejado en el planeta es un grito de esperanza por la eternidad. Pero la muerte ha sido el ahogo del deseo de eternidad. La muerte es la acción concreta de la inmanencia que se impone.
La vida es un dato, la muerte es un dato. No  en cuanto a conocimiento objetivo, que implicaría la comprensión exhaustiva  de dichos datos;  más bien, como una realidad que se impone a la conciencia  más allá de su propio deseo, como posibilidad (la vida) y límite (la muerte) de su existencia.
La vida y la muerte son las  paredes de la existencia del hombre. Más allá de la vida y de la muerte no hay posibilidad de conocimiento. Solamente la esperanza que nace en la conciencia puede pretender trascender más allá de la vida y de la muerte.
¿Qué sentido tiene la esperanza? No hay objetividad que sirva para responder a esta pregunta. La esperanza no se reduce a un sentimiento que nace en el corazón. La esperanza surge  como posibilidad de apertura hacia el infinito como vocación y sentido de la existencia humana.
¿Por qué si la inmortalidad es el anhelo más profundo y sincero del hombre, la historia de la humanidad se presenta como un recorrido de muerte? Simple: la inmortalidad no es un dato objetivo. En cambio que la muerte se impone como una maldición, que se rinde ante su altar y le ofrece los mayores sacrificios. La historia puede ser interpretada como el proceso de adoración, donde el guerrero ha sacrificado a su dios de la muerte la sangre de los débiles.
¿Hay alternativas? Siempre que exista la vida humana habrá esperanza, habrá resistencia. El mundo es así, el hombre es así, un torbellino de vida y de muerte, un grito de angustia por el final y la oscuridad, y otro grito de esperanza  y anhelo de eternidad. La vida humana es una aventura inédita, llena de alegrías y de sufrimientos,  de sentido y de absurdo.


REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS


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VASQUEZ. E. “Ensayo sobre la dialéctica” Ed. UCV. Caracas. 1982.



















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