EL ANIMAL RACIONAL
Gerardo Barbera
PRESENTACIÓN
El problema del
surgimiento de la conciencia ha sido siempre un tema central de la antropología
filosófica. De hecho, desde la reflexión filosófica a la conciencia se le ha
tratado como el misterio de la personalidad ética y moral. En efecto, hablar de
conciencia pareciese la apertura y la conclusión de un tema de educación moral.
Por otra parte, la conciencia también se le ha considerado como el elemento que
encierra dentro de sí misma lo religioso. Es decir, la conciencia sería un no
sé qué espiritual o metafísico, como una especie de brisa extraña alojada en
alguna parte del cerebro.
Aquí no se pretende
hacer un análisis religioso, ético, moral o metafísico de la conciencia, sino
más bien un esfuerzo por acercarnos al significado de la conciencia racional
como herencia de la cultura griega. Se trata, entonces, de ver cómo ha marcado
la concepción antropológica del “animal racional” el concepto de vida y el
sentido de la existencia dentro de la Cultura Occidental. Por tanto, “Conciencia”
no sería un término misterioso, sino una huella profunda, un signo vital, una
marca propia del ser de los pueblos dentro de esta forma Occidental de entender
la vida y la existencia.
Se trata de un primer
capítulo, no de un tema único desde el cual explicar el modo de ser de toda la
cultura occidental. No se habla acerca del tema del cristianismo, de la
influencia de las otras culturas, de la
globalización, de la importancia de la tecnología de la comunicación, de los
movimientos internos a la misma cultura occidental que surgen como nuevas
alternativas. En el fondo, el análisis de cualquier realidad cultura es
infinitamente complejo, jamás habrá un estudio final y completo.
Sin embargo, es
innegable que la antropología centrada en el “animal racional” ha sido un
elemento esencial dentro de la cultura occidental. Así, pues, se hace necesario aceptar esta
realidad como punto de partida en cuanto a las opciones de vida. No se trata de
un abstracto que se pueda arrojar a la fogata del pasado. El animal racional está
en nosotros como un fantasma sangriento que amenaza con destruirlo todo a su
paso, sin remordimientos, ni piedad.
Estas primeras páginas
aparecen en condición de ensayo, como un primer acercamiento, que necesita de
la colaboración de todos los lectores en cuanto a correcciones y sugerencias
para ser mejoradas. De allí, pues, que de antemano agradezco toda la
colaboración que al respecto reciba de ustedes, ¡gracias!
EL ANIMAL
RACIONAL
PRIMERA PARTE
*
La racionalidad
La filosofía occidental tiene sus raíces en la antigua Grecia; sobre
todo, en cuanto a sus estructuras
esenciales que le dieron identidad y unidad. De hecho, un elemento básico de la filosofía griega fue la
concepción de una antropológica centrada en la racionalidad, como esencia de la
naturaleza humana. Además, la racionalidad era la concepción ontológica y
metafísica desde la cual se concebía el universo material y el mundo espiritual de los dioses. La
racionalidad se convirtió en la fuente de la episteme de la cultura occidental.
Así, pues, la racionalidad era en sí misma la episteme cultural
dominante y asumía dentro de su seno a la misma irracionalidad. Por eso, para
los filósofos griegos la locura, el terror, la muerte, el absurdo, eran
vivencias y condiciones antropológicas racionales; es decir, lo irracional
tenía una razón lógica de existencia, ya sea en el mundo material o en el reino
de los dioses. Además, interpretaron desde la racionalidad todo el universo,
incluyendo la esencia humana en todas y cada una de sus manifestaciones.
Desde su inicio, la filosofía
griega surgió como actitud racional, la capacidad de ir más allá de lo aparente, de lo cambiable, de lo
inestable, de las vivencias comunes, de los datos de los sentidos. Lo racional
era el esfuerzo de buscar alguna
realidad estable, absoluta, no mutante, que pudiese ser objeto de abstracción
racional y convertirse en un ente de razón, desde el cual se pudiese
interpretar lo existente en su totalidad, incluyendo lo humano. En este sentido, Fraile. G (1990) en su Historia de la Filosofía I presenta un
comentario muy interesante acerca de esta búsqueda; que ya en los primeros
presocráticos llamados “Naturalistas”, se convirtió en la tarea filosófica por excelencia:
“Las especulaciones de los
primeros filósofos griegos se inician en torno al hecho de la mutación. Les
impresionan los cambios cíclicos de las cosas, la regularidad de los
movimientos celestiales, el orden y la belleza del Cosmos, los fenómenos
atmosféricos, la generación y corrupción de los seres. Pero en contra de lo que
hubiera podido esperarse en la aurora misma de la Filosofía, su actitud no es
de realismo ingenuo y directo, más que las cosas particulares les preocupa la
Naturaleza. No se preguntan simplemente qué son las cosas, sino que tratan de
penetrar más adelante, inquiriendo de qué están hechas, cómo se hacen y cuál es
el primer principio de donde todas provienen. Esto equivale a contraponer el
ser al aparecer, las esencias a los fenómenos, lo cual les lleva a preguntarse
si por debajo de las apariencias sensibles existe alguna realidad estable,
algún principio, permanente a través de las mutaciones incesantes de las cosas”
(p. 138)
Esta reflexión filosófica dio sus primeros pasos, gracias al deseo de
encontrar el origen de la naturaleza del Ser, como un ente universal, absoluto.
La filosofía racional se inicia como problema ontológico. Sin embargo, al
comenzar a enfriarse el interés por la naturaleza material del universo, la
reflexión filosófica se fue haciendo más abstracta, hasta que el ser se
convirtió plenamente en un ente de razón.
Los filósofos griegos, al buscar
un conocimiento más allá de lo aparente, de las vivencias cotidianas, de los
datos de los sentidos, en procura de un ser especialmente adaptado a las leyes
de la abstracción, un ser ontológico y metafísico, condenó al mundo de la
barbarie y de la ignorancia los conocimientos de la gente común. Así, los
filósofos se hicieron elites herméticas y dueños absolutos del saber, del
criterio de certeza y de los juicios axiológicos en el área de la episteme y en
el hacer político. Lo racional sería lo verdadero y lo bueno. Lo no-racional
era vulgar, común, “opinión” y barbarie.
Por eso, en la evolución del
pensamiento abstracto y racional, se produjo un cambio cualitativo en el
interés de la reflexión filosófica. Y este cambio fue hazaña de Parménides.
Con la filosofía propuesta por Parménides, se logró la identidad ontológica
entre Ser y Razón.
Ahora bien, más allá de juzgar la propuesta de Parménides es necesario
aclarar la identidad que se logra entre
el ser pensado y el ser material. Así, pues, la filosofía se hace lógica, dado
que si el ser del pensamiento es igual al ser de las cosas; entonces, bastaría
con analizar el ser del pensamiento para conocer las leyes del ser de las
cosas. Sin duda, el salto filosófico realizado por Parménides fue definitivo en
el devenir de los sistemas filosóficos posteriores y en cuya episteme racional
todavía navegamos.
En cuanto a la identidad entre ser y pensamiento lograda por
Parménides, Freile (1990) presenta un resumen muy didáctico:
“Parménides toma por guía la razón, abandonado el testimonio de los
sentidos, y adopta una posición realista frente a Heráclito y los pitagóricos.
Ante el ser hay tres aptitudes posibles: I, el no-ser existe, propia de los
pitagóricos, los cuales para explicar el movimiento y la pluralidad de los
seres, admitían el vacío, o el no-ser fuera del Cosmos esférico, que al
penetrar dentro de éste por medio de la respiración cósmica lo disgregaba y multiplicaba en muchos seres numéricamente
distintos. Contra ellos opone Parménides: el no-ser no existe, y, por lo tanto,
no puede disgregar internamente al ser, siendo éste uno, indivisible e inmóvil.
II. El ser existe y no existe a la vez, aludiendo a Heráclito, que admitía la
unidad del ser, pero en perpetuo movimiento, originándose la pluralidad de las
cosas del encuentro de los contrarios en
las diversas fases de la transformación del Fuego. Contra esto arguye
Parménides: es absurdo que el ser existe y no exista a la vez. Pero si se diera
movimiento, el ser existiría y no existiría a la vez. Por consiguiente, el ser
es inmóvil. III. El ser existe y es imposible que no exista. En esta fórmula,
machaconamente repetida, a la cual se aferra Parménides, se sintetiza todo su
realismo: El ser existe y el no-ser no existe. Sólo existe el ser, y no existe
el no-ser. No existiendo el no-ser, es imposible la división interna del ser.
Por tanto, el ser es uno, único y compacto. Los seres particulares son nada más
que ilusiones u opiniones de los sentidos. Tampoco puede darse el movimiento,
pues no existe distancia entre los seres ni espacio vacío en el cual pudiera
realizarse. Así, pues, toda la realidad, tal como la percibe la razón, no es
más que un Ser único, compacto, finito, limitado e inmóvil” (p. 183)
Como se puede inferir, la filosofía griega surge y comienza a
desarrollarse sobre la racionalidad lógica. Así, pues, su preocupación inicial
fue la naturaleza material del universo. Evidentemente, la cuestión consistía
en buscar un elemento universal desde el cual explicar la esencia de todo lo
existente; es decir, convertir al ser en
un ente racional que fuese universal y objeto de abstracción, aunque se tratase
de un ente material y observable: agua, aire, tierra, fuego, apeirón… la
función de estos elementos consistiría en hacer racional y con sentido lógico
la existencia del universo.
Luego de dos siglos de reflexión filosófica en torno al elemento
natural y esencial del universo material, apareció Parménides, y este filósofo
giró la mirada hacia la propia conciencia lógica que buscaba en el mundo
exterior el secreto de la sabiduría. Ya no se trataría de saber cuál era el
ser; sino, determinar su naturaleza desde su principio lógico y abstracto: El
ser es lo único que existe, el no-ser no existe.
Si la nada existiese, sería un modo de ser; por tanto, sería ser. Y
así, desde este principio de identidad racional, referido al ser, se redujo la
naturaleza de lo existente a lo pensado.
Desde Parménides, la conciencia del ser humano es la portadora de la misma
esencia del ser y del conocer. La filosofía se comenzó a desarrollar como
problema de la conciencia racional y lógica, como fuente del ser y del conocer;
de lo existente y de la verdad. El universo único, compacto, abstracto, se
concebía como un todo ordenado a través de leyes lógicas, eternas y universales
que podían ser conocidas y descubiertas por la conciencia lógica y racional de
los filósofos.
En lo esencial, durante casi dos siglos la filosofía occidental
construyó sistemas lógicos de pensamientos, cuya veracidad y certeza venían
dada por la consistencia interna de la propia lógica propuesta. Claro, si el
punto de partida era el principio de identidad referido al ser, entonces, las
leyes del pensar serían realmente el verdadero criterio del saber.
Por tanto, el poder de la razón abstracta era muy superior al confuso
mundo que llegaba a través de la experiencia sensible, muy parecida a la
experiencia de los animales. Los sentidos solamente procuraban el saber para
sobrevivir como animales, para satisfacer las necesidades corporales, pero en
el campo del verdadero conocimiento, la animalidad era un estorbo.
Evidentemente, la razón era
infalible, los sentidos mediocres. Así, la razón era saber superior, mientras la experiencia
sensible era de naturaleza inferior. Sin duda, la conclusión era evidente: la
razón nos hacía humanos, los sentidos eran parte de lo corporal y animal.
Ahora, desde sus inicios, la filosofía griega racional no negó la
existencia del conocimiento sensible. Los primeros filósofos no se concibieron
como entelequias celestiales. La cuestión no consistía en la descripción
fenomenológica del proceso de conocimiento, sino, en la valoración de la
racionalidad lógica y de la experiencia sensible. Es decir, la experiencia
sensible fue considerada, en el mejor de
los caso, un sufrimiento de la animalidad humana al servicio del verdadero
conocimiento racional y lógico. De hecho,
en el pensamiento occidental no ha existido vuelta atrás a este
principio epistemológico: la razón es ciencia, la experiencia sensible carece
de valor en sí misma.
De este modo, la conciencia es razón lógica y humana. Lo bueno y lo
verdadero se identifican. Lo bueno y lo racional se identifican. La moral es
razón lógica. Seguir los principios de la razón lógica sería la verdadera regla
del vivir. Lo malo es ilógico. La razón lleva a la vida. Los principios morales
que estructuran la conciencia son lógicos.
Por el contrario, la sensibilidad corporal sería la fuente de lo
inmoral. Dejarse llevar por la razón lógica será el camino de salvación.
Dejarse arrastrar por lo sensible puede llevarnos a la perdición. En fin, los
filósofos dueños del saber se convirtieron en maestros morales, enseñaban la verdad
en cuanto ciencia y modo de vida,
fundaron escuelas en donde ellos eran maestros que enseñaban una vida distinta
y muy superior a la vida de la gente común de esos pueblos bárbaros e ignorantes.
Dentro de este contexto, Aristóteles ha sido, tal vez, el filósofo que
mejor representó el paradigma de la filosofía griega y con
su definición del hombre como “animal racional” perfeccionó el principio de
identidad de Parménides; además, colocó
los rieles de toda la antropología del pensamiento de la cultura occidental.
Así, la primera afirmación con la que inicia la Metafísica, afirma: “Todos los
hombres tienen naturalmente el deseo de saber” (p.41) Pero, el verdadero saber
es la ciencia universal que da la razón, ya que los sentidos siempre hablan de
lo particular.
Para no dejar dudas, lo aclara: “Lo más científico que existe lo
constituyen los principios y las causas. Por su medio conocemos las demás
cosas. Porque la ciencia soberana, la ciencia superior a toda ciencia
subordinada, es aquella que conoce el porqué debe hacerse cada cosa. Y este
porqué es el bien de cada ser, que tomado en general, es lo mejor en todo el
conjunto de los seres” (p. 46)
Sin duda, para Aristóteles el verdadero saber es el producido por la
abstracción que nos permite avanzar en la verdadera ciencia humana, la de los
entes universales. La razón abstracta y lógica sería la forma esencial del
conocimiento verdadero y humano. Así,
desde Aristóteles, no ha existido un concepto de la naturaleza humana, que haya
marcado tan significativamente la historia de la filosofía de nuestra cultura.
Todos los sistemas de pensamientos propios
de la filosofía occidental se han servido del concepto “animal racional”.
Claro, cuando el principio de identidad racional se transformó en
cultura concreta se hizo conciencia racionalizadora. Es decir, ya no era razón
lógica, sino poder de justificación racional, todo tenía su razón de ser;
mejor, a toda experiencia se le justificaba, más allá de su valoración lógica
en sí.
Entonces, la guerra, los desenfrenos sexuales, la explotación de los
débiles, la esclavitud, la discriminación racial…, cualquier aspecto de la vida
concreta en la cultura occidental se racionalizó para hacerla buena y humana.
La conciencia occidental se descubrió con el poder de racionalizar todo
lo irracional. Sin duda, a pesar del poder de la lógica racional no se abandonó lo animal, lo irracional de la
propia cultura; por el contrario, se
justificó racionalmente, se le adornó con racionalidad, se le cubrió la cara a
lo monstruoso. Sin embargo, el ser humano es de carne y hueso; no un espíritu pensante flotando en sus
sueños.
Evidentemente, la
conciencia griega se ocupó de condenar, desde su lógica interna, las
prácticas de vida de las otras culturas: los bárbaros. Tratando de ocultar sus
propias “barbaridades”.
Así, de pronto, la única razón
verdadera y con el poder de racionalización ha sido la creada por la elite de
la cultura occidental. En lo esencial,
la racionalización occidental siempre se ha justificado a sí misma, y ha
pretendido ser la medida moral de los “bárbaros”.
De este modo, se declaró para toda la eternidad, la esencia misma de la
intimidad del hombre de la cultura occidental: la racionalidad lógica sería el
único fundamento metafísico del ser ontológico de la naturaleza humana. De
hecho, todo conocimiento dialéctico
consigue su principio y fin en la racionalidad
como posibilidad y fundamento de su propio movimiento, ya sea para la
vida, o para la muerte. La conciencia lógica se hizo fundamento racional de la
muerte y de la vida.
Así, el aspecto racional ha cobrado tanto peso en la concepción
antropológica de nuestra cultura, que el elemento “animal” ha resultado una
carga incómoda, un mal necesario que solamente puede ser apreciado como un
soporte, donde residiría la racionalidad. Sin embargo, en cuanto a la vida
moral y política, la conciencia racionalizadora ha tenido el poder absoluto de
justificar todas las atrocidades históricas de la cultura de la muerte propias
del hombre occidental.
De hecho, lo “animal” ha sido siempre considerado, en el mejor de los
casos, como la residencia inapropiada del “yo personal”, de la esencia racional
del ser humano. Por tanto, lo irracional, lo animal dentro de lo individual, se
traslada a lo cultural. Es decir, lo irracional, según los criterios de
cualquier filósofo griego representante de su cultura de dominio, sería la
justificación de la valoración de los pueblos y culturas bárbaras. La filosofía
se hizo práctica política. El principio de identidad de Parménides, Sócrates,
Platón y Aristóteles se transformó en barbarie y negación de humanidad, en
cuanto fue utilizado para la destrucción y dominio de los más débiles
militarmente.
De este modo, Alejandro Magno, formado personalmente por Aristóteles
llevó la destrucción y la muerte a las culturas bárbaras; pero, en la “La
Historia Universal” ha sido presentado como el paradigma del héroe guerrero
valiente y digno de veneración, sin importar los cadáveres que dejó a su paso,
por el deseo de poder absoluto, y la imposición
de la cultura griega como única alternativa válida para todos los pueblos,
según el criterio del ejército occidental.
En general, la justificación era racional y natural, un conocimiento
“objetivo”, algo tan inocente y bello como el amanecer. Así, pues, según
Aristóteles, una definición se conseguía a través de un proceso sistemático y
lógico de clasificación, con el fin de llegar a un resultado en donde se
pudiese observar un elemento común de
referencia, o de comparación con otros seres, y un elemento específico, que lo
haga único y que defina su propia naturaleza.
En el fondo, se trataba de un hecho dado, ontológico, impersonal; un
proceso científico apropiado para el estudio de todos los seres del universo,
que no tendría que ver con la política. En el caso del hombre, el elemento
común de referencia sería “la animalidad”; y como característica esencial y
específica, se presentó “la
racionalidad”.
Esta concepción lógica y conceptual del hombre, tenía sus bases
metafísicas en el ser ontológico mismo de la naturaleza humana, que al igual
que todos los seres existentes en el mundo real y concreto estaba formado por
materia y forma.
De hecho, la concepción antropológica tiene fundamentos ontológicos, de
donde resulta el poder de la lógica interna fundada en el principio de
identidad. Todo cuanto podamos observar en el mundo natural está hecho de
materia y posee una forma determinada. Por tanto, el elemento material lo hace
común a otros seres, pero se diferencia en cuanto a la forma.
Pero, la forma racional griega es absoluta, no hay cabida para otras
concepciones antropológicas. Entonces, se trata de un totalitarismo epistémico
y político. El saber y la ciencia al servicio del poder
político.
El hombre ha sido considerado un animal en cuanto a su ser material. Y
la racionalidad ha sido considerada como la forma o la esencia específica de la
única y verdadera naturaleza humana. Al
punto de que las ciencias formales como
la Lógica, la Metafísica y la Ontología
se convirtieron en los pilares de la Antropología de la cultura occidental, en
perfecta coherencia con el hacer político.
El hombre en sí mismo ha sido considerado como racionalidad, en donde
la animalidad no tendría lugar como elemento esencial de la naturaleza humana.
En tal sentido, la racionalidad es la
humanidad occidental manifiesta. Humanidad y racionalidad occidental se
identifican. Lo contrario a la naturaleza humana es irracional. Y la razón
occidental se convirtió en el paradigma fundamental del desarrollo humano de
toda la sociedad conocida y desconocida.
La esencia que nos hace humanos y radicalmente originales en el mundo
es concreta y real, y está ahí presente: La Racionalidad. Por eso, la
existencia del elemento real y concreto que haría posible que el ser humano sea
capaz de tomar conciencia de sí y de la realidad, no ha dependido de nuestros
deseos, gustos, anhelos, sueños, metas, temores. No es solamente producto de
las relaciones sociales, ni de la angustia, ni de ninguna alienación posible.
No ha sido producto de nuestros pensamientos originales, personales, íntimos,
ni de las proyecciones de la imaginación, ni del poder de la voluntad.
La racionalidad en sí, como
elemento esencial, no ha sido fruto del desarrollo aleatorio e impersonal de la
cultura universal, ni de las vueltas de la historia. La esencia de la
naturaleza humana en la cultura occidental, a la que pertenecemos, no ha sido
producida por influencia de alguna energía cósmica. No es una partícula de la
Gran Conciencia Universal. Ni siquiera ha sido originada por la evolución del
azar biológico del hombre. La racionalidad se ha originado en la conciencia
individual y colectiva.
La racionalidad es el poder de justificar desde la lógica lo moral y lo
político. La racionalidad ha sido en lo moral la justificación de lo cruel: la
muerte del bárbaro, de la gente común, de los desposeídos.
Dicho esto, la antropología filosófica debería tener como objetivo
presentar reflexiones existenciales sobre el sentido de la vida del hombre, y no prestarse a la creación de enajenaciones
metafísicas sin raíces ontológicas, que
se convierten en discurso ideológicos con la finalidad de justificar
racionalmente la barbarie de la muerte y
la política de guerra, lo que ha sido buena parte de la historia de la cultura
occidental.
Además, no aceptar nuestra condición esencial y ontológica, tal cual
como es, nos puede llevar por los senderos de alienaciones existencialistas o
melodramáticas, o por caminos de
ideologías de dominación y explotación del hombre contra el hombre. El
hombre es persona en sí, irrepetible, con su propia historia personal y
comunitaria. El hombre y la mujer son la humanidad donde se encuentren y como
vivan. Los seres humanos son conciencias íntimas, irrepetibles, únicas e
iguales en dignidad. Todo ser humano es inédito en todas sus dimensiones
existenciales.
Nadie es bárbaro. Todo ser
humano es persona, intimidad en compleja relación histórica con su comunidad y
sociedad. Por consiguiente, nadie es “más persona” que los otros. Esta
dimensión personal nos hace a todos miembros de una misma raza humana, con los
mismos derechos y deberes.
Errar desde el inicio, al negar
nuestra ontología antropológica, convierte el pensamiento filosófico en
ideología a favor de la clase dominante de turno, para justificar la
explotación de los más desfavorecidos. Así, pues, el pensamiento se puede
transformar en fundamento de la esclavitud. La verdad consistiría, por tanto, en negar la vida misma a los más débiles.
Ahora bien, si la opción consistiese en negar la racionalidad personal
como punto de partida de la reflexión filosófica, en virtud de no aceptar las
consecuencias, y preferir dar la espalda a la verdad antropológica, se puede
llegar a recorrer senderos de filosofías existencialistas alienantes, que no serían
más que cortinas de humo para evadir el temor a lo que verdaderamente somos:
una sola raza en igualdad de dignidad existencial.
La filosofía puede hacer del
hombre un adicto a la más horrible de las drogas: creer ciegamente en la
verdad “objetiva” de su superioridad
cultural. Esta creencia tiene el mérito de haber convertido la oscuridad en
luz, en un constante desvarío dialéctico que ha permitido transformar la
enfermedad mental en el trasfondo psicológico de toda una cultura social que se
alimenta de su propia locura.
Por muy eterna que parezca la alucinación filosófica, el amanecer
llegará; y la verdad, independientemente de nuestras angustias, se impondrá
como la luz del sol después de la tormenta.
Algunas verdades que hemos adorado y protegido son realmente sombras
que indican el camino hacia la nada. Esas verdades “objetivas y reales”, no son
más que sombras heredadas de una generación a otra, cuya única virtud consistiría en haberse convertido en piedras sólidas del
pensamiento, a pesar de los llamados
cambios de paradigmas de la cultura occidental dominante.
En el fondo, la mayoría de esas verdades filosóficas y antropológicas
pueden ser auténticas mentiras, que
carecen totalmente de fundamentos ontológicos. No tienen nada de la objetividad
que siempre se le ha otorgado, tal vez, para reafirmar una antropología
enferma, de una conciencia que se pretende habitante especial del universo, con
poderes ilimitados e infinitos, que no necesita de nada, ni de nadie, y
evolucionan hacia el dominio perfecto y absoluto de cuanto existe en este mundo
y en todo el firmamento.
Pero, contradictoriamente, como muestra de su
engaño, siempre ha llegado a la misma conclusión filosófica: “El hombre es un
misterio”. Es decir, la conciencia racional, lógica y objetiva no se ha
conocido ni siquiera a sí misma. La ignorancia ha sido el producto más perfecto
del conocimiento objetivo de nuestra propia conciencia.
Tantas páginas escritas, para afirmar que la humanidad no tiene la
menor idea de quién es el hombre en realidad. Toda la cultura ha servido para
decir “no sé nada de mí”. Y la cuestión es que algunos lo dicen con orgullo, ya
que al no poder definir al hombre en su esencia real, lo hacen menos objetivo
que al resto de la creación; por tanto,
en un ser especial y occidental.
Todo el misterio podría
reducirse al terror existencial que produce el hecho de enfrentarse a la verdad
de la naturaleza en sí del hombre,
aceptarla tal cual como es, por muy duro que parezca, por absurda que
pueda aparentar ser. Lo cierto es “que la Tierra se mueve”, aunque para muchos
era la mentira más absurda. Los hombres somos miembros iguales de un mismo
pueblo, el mundo es una sola nación, un solo terreno, un mismo paisaje. El
planeta es de todos por igual, nadie lo ha heredado, nadie es extranjero. Así
de sencillo.
**
La cultura
racional
En la historia del pensamiento de la cultura occidental, se elaboraron
diversas concepciones filosóficas, que bajo el pretexto de buscar la esencia
universal de la naturaleza humana, solamente han justificado sistemas ideológicos de explotación y
esclavitud de los desposeídos, tratados como seres inferiores, que no llegaban
a poseer la valoración de la que gozaban
las mascotas de los amos y señores de turno.
En el fondo, la lógica racional de los griegos ha sido la obra maestra
del discurso a favor de la guerra y de la destrucción de las culturas no
occidentales o bárbaras. Y aún hoy, dentro de la misma cultura occidental, el
llamado primer mundo, heredero auténtico del discurso griego de dominación, se
cree con el derecho natural, ontológico y metafísico de valorar en un esquema
mundial las culturas bárbaras o atrasadas, que necesitarían ser sometidas para
su propio desarrollo y bienestar. La racionalidad es tan poderosa como discurso
ideológico que logra convencer a amos y esclavos que la guerra y la muerte es
por el bienestar de la humanidad.
Claro, ningún proceso histórico es espontáneo, existen acontecimientos
y doctrinas que marcaron pautas significativas, como ya se ha mencionado
respecto a Parménides. El giro antropológico del principio de identidad ha sido
el fundamento más evidente de la política de guerra que siempre se ha
desarrollado en la cultura occidental. De hecho, ha sido la vivencia de una
creencia en la antropología superior y “más humana”, la verdadera justificación
que aún persiste en la cultura occidental, con sus pretensiones claras de
globalizar su imperio en todas sus dimensiones, destruyendo cualquier
alternativa cultural distinta. Lo distinto es bárbaro, de valor inferior. Este
ha sido siempre el argumento lógico que ha justificados las invasiones y atropellos de la cultura
occidental hacia los otros pueblos y civilizaciones.
Tal vez, el caso más significativo, en cuanto al desarrollo de la
propuesta de la lógica racional como esencia de la conciencia, por sus
consecuencias en el paradigma del pensar característico de la cultura
occidental, ha sido la herencia de la
definición aristotélica, que combinó la racionalidad con la animalidad como
elementos esenciales de la naturaleza del ser humano.
Por eso, en occidente se acepta que el hombre es un animal igual a los
existentes en el planeta, pero tenemos “alguna naturaleza” que nos diferencia:
racionalidad, inteligencia, lenguaje, alma imaginación…en el fondo, todos
llegan a ser sinónimos de la conciencia lógica racional.
La definición del hombre como
“animal racional”, parece a primera vista, una simple abstracción lógica de la
esencia inmutable del hombre en sí. Esta
esencia sería neutra y carente de intenciones
políticas, que nada tendría que ver con prácticas sociales de dominación y de
explotación. Se trataría de una definición lógica, pero, que sin embargo,
resultaría totalmente objetiva, sujeta a
la realidad en sí misma. Claro, esa esencia racional sería tan objetiva
como el azul del mar, así, evidente como la vida misma, como el respirar.
Es decir, el hombre es un animal
racional y punto, independientemente de sus opiniones personales. Por eso, un
razonamiento lógico, perfecto en su aspecto formal, tendría que coincidir por
ley universal con el dato exterior de la existencia de una esencia racional que
distinguiese al ser humano del resto de los animales.
Entonces, Lógica y Ontología se identificaban. Y era precisamente esta
identidad, la que le daba el carácter metafísico de verdad absoluta, que absolvía de responsabilidad al filósofo, quien solamente anunciaba o daba
a conocer, gracias a la profundidad de su avance en la sabiduría filosófica, la verdadera esencia racional del
ser humano.
Sin embargo, “el animal racional”, resultó ser la conspiración perfecta
de una filosofía que justificó la muerte del débil en manos del guerrero, dueño
del saber lógico. Lógica y Muerte se hicieron cómplices para siempre.
Las implicaciones políticas de la definición griega del hombre
resultaron fatales para todos aquellos que nacieron con la mala estrella de no
pertenecer a la elite social griega.
Lección muy bien aprendida y ejecutada hasta nuestros días. No
pertenecer a la elite de las clases sociales, ha sido condición suficiente para
no merecer el calificativo de persona.
A lo largo de la historia
occidental se han cambiado las formalidades filosóficas, pero la esencia ha
sido la misma: muerte de los más débiles, de los desposeídos, de los
marginados, de las sobras humanas que nunca han tenido el derecho a ser
personas; sólo pueden esperar el sacrificio, o nacer para la esclavitud.
En el fondo, la racionalidad ha sido concebida, dentro de la filosofía
griega, como el elemento formal que define e imprime la esencia ontológica en
sí misma de la naturaleza del hombre. La animalidad, el elemento material
resultaría ser lo común que nos ata al resto de las criaturas, haciéndonos
iguales a las bestias carentes de racionalidad y de un nivel totalmente
inferior.
Este dualismo se convirtió, a lo largo de los siglos, en la semilla del
árbol de la muerte, o de la justificación ideológica de las diferencias entre
los miembros de las distintas clases sociales.
Resultaba que la dignidad esencial del hombre estaba determinada por su
elemento formal, o la racionalidad pura, abstracta e inmaterial, que estaba
infinitamente por encima de la animalidad.
Este dualismo antropológico de “animal racional” ha tenido bases metafísicas, que transcendía a la
naturaleza ontológica del hombre, y que formaba parte de una determinada forma
de concebir la totalidad del ser. Es decir, la dualidad del hombre como animal
racional, encontraba su justificación en la realidad ontológica total del
universo.
El hombre era dualidad esencial, porque la naturaleza, que transcendía
lo meramente humano, era dualidad. La dualidad era una condición metafísica de
todo cuanto existía.
Por tanto, la realidad concreta posee un elemento material y uno
formal. No se puede, ni siquiera desde el mundo de la imaginación mágica,
concebirse un ser real, concreto, como una forma sin materia; menos, una
materia sin forma.
El dualismo del ser en sí es condición metafísica de su propia
existencia. El hombre, como parte de la totalidad del ser, participa de manera
esencial de la dualidad universal de la objetividad. Se trata de una condición
universal, trascendental, eterna; por lo tanto, metafísica.
El dualismo
“racionalidad-animalidad” es de orden divino, metafísico y universal. Y que
nada tendría que ver con la responsabilidad de la filosofía que la propone. Al
contrario, descubrir este dualismo
objetivo ha sido fruto del esfuerzo de pensadores fundadores de nuestra cultura
universal.
Si se toma, por ejemplo, la realidad de los objetos concretos, se puede
observar que entre una roca de granito y una escultura artística existe una
igualdad y una diferencia esencial. En
cuanto al elemento material, la roca y la escultura presentan las mismas
características. La diferencia estaría
marcada y señalada por sus características formales. Y estas diferencias
dejan de ser neutras, y se transforman en juicios valorativos y
subjetivos, que con pretensiones de
objetividad cambian el ser ontológico de la roca frente a la escultura.
Así, desde una supuesta
neutralidad, se reafirma, en nombre de una metafísica objetiva, la diferencia esencial entre la
roca y la escultura. Y el juicio valorativo determina el carácter ontológico de
la roca y de la escultura. La escultura posee en sí misma, de manera objetiva
mucho más valor que la roca de granito en estado puro, gracias a la forma que
posee. La diferencia es formal. Se establece que entre los miembros de una
misma especie, unidas por el elemento material, la forma establece diferencias
esenciales de valoración. La forma del elemento material determina la
valoración ontológica y objetiva de los seres concretos.
Se establece una ley que sugiere
la superioridad metafísica de aquellos miembros de una misma especie que sean
“más formados”. De hecho, en la
definición aristotélica del hombre como animal racional, se ha establecido una
igualdad material que unifica a todos los miembros de la especie humana, en
cuanto a su animalidad.
Sin embargo, en la cultura
occidental, resulta demasiado evidente
que no todos los hombres son iguales y que existe, por tanto, diferencias entre los miembros de la
raza humana.
Ahora bien, las diferencias
corporales, realmente nos hacen más perfecto como animales; es decir, nos hace
más aptos para sobrevivir, alimentarnos y reproducirnos; o si se prefiere, para
cumplir con las necesidades básicas de cualquier animal. ¿De dónde la
diferencia tan notable entre los hombres? : La racionalidad lógica.
El elemento formal que define la
originalidad del ser humano en cuanto tal,
que lo hace diferente a los demás seres del planeta, no es su cuerpo,
sino, su racionalidad lógica.
Por tanto, en el desarrollo de
la racionalidad se encuentra el grado que establece las diferencias ontológicas
y valorativas entre los seres humanos. Y el grado de desarrollo de la
conciencia racionalidad establece el
nivel en que cada hombre en concreto posee en sí mismo “la humanidad”.
Como se puede inferir, resultaría real y concreto el hecho de que no
todos los hombres son igualmente humanos. Hay hombres más animales que humanos.
Esta concepción antropológica trajo consecuencias terribles para los que van a ser
considerados menos desarrollados en el grado alcanzado de humanidad, serán
tratados como animales salvajes.
El hombre que a lo largo de su existencia, gracias a un proceso
adecuado de educación sistemática, haya desarrollado su nivel de racionalidad, tiene
que ser superior en sí mismo, que todos aquellos que han vivido preocupados solamente por comer y
reproducirse, dejando el desarrollo de la conciencia racional en un nivel lo
meramente necesario para vivir como los animales.
En todo caso, dentro de la antropología racional, el hombre culto, el
sabio, quien se dedica a cultivar el saber filosófico, quien haya desarrollado
su inteligencia racional, sería, por ley natural, un ser superior. No se trata
de un asunto personal, la cuestión sería consecuencia de una ley tan firme,
como cualquier ley de orden físico. La superioridad del hombre que se dedica al
saber verdadero sería causada por una ley tan natural como las salidas del sol
todas las mañanas.
El término “hombre” pasó a ser propiedad casi exclusiva de aquel que
pertenecía al grupo de los cultos, o al círculo de la racionalidad de la
aristocracia griega. Quien no había desarrollado su racionalidad, al grado de
pertenecer al círculo de los racionales, pasaría a ser considerado un ser de
orden inferior, parecido a los animales; es decir, un bárbaro, un esclavo, una
mujer, cualquier desposeído. De esta forma, comenzó a justificarse, desde una
visión antropológica, ontológica y
metafísica, una realidad social, en donde el hombre culto tenía el derecho natural
de ser un ciudadano libre que podría gozar de todos los privilegios
propios de la raza superior a la que había sido destinados por los dioses de la
razón universal.
Por otra parte, quedó claro, que
el hombre bárbaro, el casi animal, no podía gozar de los mismos derechos que el
hombre culto, por tanto, estaba destinado a la esclavitud, como cualquier
animal necesitado de ser domesticado al servicio del hombre sabio. Así, el
hombre griego se sintió destinado por su naturaleza a domesticar a todos los
bárbaros, sin contemplación y sin reparo. En el fondo, se trataba de imponer
una sola conciencia, la de ellos, la única válida.
Por eso, el hombre racional
necesitaba de la libertad total para desarrollar toda la potencialidad de la
conciencia racional y lógica. Por otra parte, el bárbaro necesitaba ser
esclavizado por el hombre culto, para ver si por lo menos, era capaz de
aprender algo y desarrollar su pobre nivel de racionalidad.
La esclavitud era el acto de bondad del hombre sabio hacia el bárbaro.
La esclavitud era tan natural como las lluvias, y quien no la aceptaba era
arrancado como la mala hierba y arrojado a la muerte. De eso se ha tratado, de
quitar las impurezas de la supuesta animalidad. Así se llegó a justificar,
desde la filosofía, desde el saber máximo, desde el paradigma de la clase
social dominante, el hecho de que los seres no cultos, no racionales, no
griegos, simplemente no tenían derechos propiamente humanos.
Por ejemplo, el caso de las mujeres, consideradas animales de uso
doméstico, sin derecho al saber, condenadas a un sin sentido existencial
verdaderamente humano, destinadas a la reproducción y a la cría. La mujer
siempre fue considerada una esclava, un objeto, una cosa que mostrar, que
lucir, una máquina reproductora de la raza; en definitiva, una propiedad
privada.
Desde el punto de vista de las relaciones entre los pueblos, se
justificó el derecho que tenía la raza
culta de imponerse a sangre y fuego. si
era necesario, en nombre de la evolución hacia la perfección de la raza
humana, lucha a la que se sentía llamado
por vocación, con el fin divino de cultivar el desarrollo de la racionalidad
sobre todos los pueblos bárbaros, quienes eran muestra concreta de inferioridad,
que implicaban un peligro de
retroceso de la racionalidad hacia la animalidad.
El bárbaro tenía que ser sometido por el bien de toda la humanidad. El
salvaje tenía que ser domesticado a fuerza de látigo y cadenas. Solamente podía
escapar al destino de la esclavitud los sobrevivientes que lograban aprender del
hombre culto, hasta repetir el alfabeto de la dominación y aceptar como natural
la inferioridad de su propia raza y la superioridad del amo. Todos los sistemas
imperialistas se han servido del mismo esquema de dominación: el otro siempre
es inferior.
La esclavitud se convirtió en la clave de interpretación de la historia
de nuestra cultura. La muerte del esclavo ha sido la semilla de lo que hoy
solemos llamar “Tercer Mundo”, consecuencia del dominio de La Conciencia
Imperialista de la raza superior, quienes
en realidad han sido los únicos que han disfrutados de sus
“derechos humanos”.
No sería exagerado, afirmar que el pensamiento de Aristóteles está
presente, de manera real y concreta, en cada rincón de la actual “Aldea
Global”. Y que se hizo historia en América, a partir de la llegada del
conquistador europeo. Y llegó para quedarse en nuestras venas mestizas. El
pensamiento aristotélico ha sido la herencia más evidente y auténtica que los
mestizos adquirimos del conquistador de
raza superior. Se encuentra en nuestro modo de ver el universo, vestir,
comer, soñar, morir.
Aristóteles entró en la estructura integral del lenguaje y del
pensamiento. Somos la prolongación mestiza de la interpretación griega de
entender la realidad. Y quizás los
mejores intérpretes del paradigma de la esclavitud, tanto como víctimas, como
victimarios.
En nuestras tierras existen demasiados esclavos marginales, eunucos
políticos; y muy pocos hombres libres. Es decir, millones de bárbaros al
servicio de los pocos que se sienten como los verdaderos herederos de la
sabiduría griega.
La condición de esclavitud se ha convertido en un hecho tan natural,
que forma parte esencial de la concepción de sociedad. No se trata solamente de
que nos hemos acostumbrados a su presencia.
En el fondo, esta aceptación de la esclavitud forma parte integral de la
episteme occidental.
La esclavitud del más débil, en manos del hombre de raza superior y
dueño del saber, por tanto del poder, se ha convertido en un hecho justificado
metafísicamente, al punto que la dimensión ontológica de la existencia en sí de
la clase marginal, se arrodilla frente al poder de la racionalidad que la
somete, del mismo modo como enfrenta a
la muerte: un hecho frío e inevitable.
La muerte se interpreta como un hecho natural, parte del ciclo de la
vida. Nadie escapa a la muerte. Sería inútil pretender no morir. La muerte es
una dimensión de nuestro ser en sí, un hecho evidente. Desde el punto de vista
ético, nadie sería responsable de la naturaleza mortal del hombre.
En el fondo, el que algún día tengamos que morir, nada tiene que ver
con nuestra condición social o económica. Todos tenemos que morir, tanto el
pobre, como el rico. La muerte es una ley física, siempre se cumple.
Del mismo modo, se ha interpretado la esclavitud del hombre débil, del
no culto, del bárbaro, del habitante de las zonas marginales, de aquellos que
pasan su vida dentro y desde la miseria. La miseria es algo tan natural como la
muerte. Es un hecho simple, se nace para la miseria y punto. Nadie tiene la
culpa de la existencia de las clases marginales.
No hay responsabilidad. Se trata
simplemente de una ley física, ante la cual sería estúpido oponerse. La
esclavitud se ha convertido en un hecho ontológico. Aquí radica el poder de la
racionalidad sobre la animalidad, en la convicción epistémica de la naturalidad
de la esclavitud.
La ley universal de la esclavitud ha condicionado el desarrollo de la
historia de La América Mestiza. Definitivamente, somos de padre de raza griega,
somos hijos del conquistador, del todopoderoso, dueño y amo de todo y de todos.
Para sobrevivir, hemos tenido que imitarlo, al punto, que el éxito en la vida
dependerá del nivel de imitación alcanzado.
Así, pues, el valor de la existencia de un mestizo dependerá de su
capacidad de enterrar el recuerdo de una madre esclava. La madre es esclava y
el padre conquistador. Quien mantenga
los rasgos maternales estará condenado, por ley natural, a la marginalidad y a
la esclavitud. Quien se parezca al padre, será el amo y señor. Esa lección la
hemos aprendido a lo largo de nuestra historia.
Es increíble la dialéctica de la existencia histórica del mestizo,
obligado a negar a la madre para huir de la esclavitud, tener que imitar al
padre conquistador; pero, sin lograrlo jamás. Tiene que llorar su frustración
eternamente entre los brazos de la madre. Para los mestizos condenados a la
marginalidad, la madre siempre ha sido signo de dolor, protección, resignación,
esperanza. La madre es el consuelo de los desposeídos. De ahí su grandeza y su
tristeza. La madre ha sido la conciencia del pueblo. El padre ha sido el amo,
el extranjero, el conquistador.
El hombre latinoamericano es heredero de la cultura occidental. Se
puede decir, que somos griegos de corazones selváticos y enigmáticos. Somos
raza blanca y racional; pero, con fuerzas internas de origen maternal,
totalmente misteriosas, apegadas a la profundidad y al silencio de los grandes
ríos que recorren a la América Mestiza. Somos los griegos de mirada silenciosa.
Sin embargo, la cultura dominante ha impuesto la ley del dominio, en
donde el que ha heredado la racionalidad, sería digno de llamarse persona.
Quien no haya desarrollado su racionalidad, sería considerado un animal, cuya utilidad se reduce a su
capacidad para desarrollar el aparato productivo, “animales domésticos”.
Los incultos serían los habitantes marginales del pueblo, quienes nacen
con la señal de la esclavitud en la frente. Han nacidos para ser dominados,
amaestrados. La ley natural, metafísica y universal ha determinado que quien
haya desarrollado su racionalidad, quien sea heredero de la raza superior es el
amo. El hombre de raza débil o maternal tiene que ser esclavo, una propiedad
del conquistador.
La cultura de la racionalidad, convertida en política de dominación, ha
logrado convertir en ley natural y metafísica la explotación del “otro”, de
aquel que no pertenece a la raza de los elegidos. De modo, que en nombre de la
cultura pura y divina, un imperio se ve con el derecho de conquistar y dominar
a los otros pueblos.
Los hombres de la raza superior
se convierten, por orden de los dioses, en los jueces de toda la humanidad, en
el criterio de “humanidad”, que debe guiar a todas las naciones. Todo aquello
que no esté en total consonancia con la ideología y cultura de la raza dominante,
tendrá que ser eliminado a como dé lugar, para poder mantener el orden mundial
de paz y justicia.
Evidentemente, la injusticia y la barbaridad se identifican. Es la raza
superior, la cultura de la racionalidad, quien determina y señala la “barbaridad”.
El conquistador se convierte en juez y ejecutor. Nadie tiene derecho de vivir
una cultura diferente a la dominante. No se pueden permitir retrasos en la
evolución de la raza superior. La justicia consistiría en matar al bárbaro,
para que pueda surgir el “súper hombre”. La consigna es clara: “muerte al
extraño”.
La racionalidad impone la supervivencia de “los más apto”, según una
ley ontológica que se cumple en toda la naturaleza y que guía la historia de
todos los seres vivos del planeta. La muerte del hombre marginal sería el hecho
más natural y necesario del universo.
***
Dualismo:
Cuerpo y Alma
Las formas distintas de hacer filosofía en Occidente se han reducido,
en la mayoría de los casos, a un estilo diferente de expresión literaria, pero con
la misma finalidad política: servir a la
clase social dominante. Tan sólo se han presentado como una especie de
antropología de la desesperación, basada en sentimientos, tal vez, se trata de literaturas
surgidas desde el fondo del “hemisferio
derecho del cerebro”; pero, siempre es el mismo cerebro.
En el fondo, se trata de una literatura ideológicamente peligrosa,
venenosa, que ha pretendido vivir en las sombras, y de las sombras que la razón
no ha podido iluminar. Más que filosofía adversa, o diferente, se ha tratado de
un complemento, para los más sensibles, para los menos “racionales”, quienes
preferirían un estilo más sentimental o "“existencial”, pero que siempre
deje intacto la política de nuestra cultura.
No deja de ser curioso, que ninguna revolución, ninguna guerra, hayan
logrado cambios realmente esenciales en el sistema social de justicia, que
siempre ha otorgado privilegios para unos pocos a cambio de la miseria de la
mayoría. Llámese esclavo, plebeyo, villano, proletariado, obrero, buhonero...
el pobre siempre ha sido marginal, y el hombre poderoso, de la raza pura y
dominante, siempre ha sido el amo.
Las revoluciones que han sido inspiradas en filosofías nuevas, siempre
han producido los mismos privilegios a las mismas personas y las mismas
miserias a los miserables de siempre. En esto consiste la contradicción
esencial de las filosofías distintas, o las siempre llamadas “nuevas eras”.
Ya desde el inicio de la filosofía occidental, Platón con su sistema
filosófico ha sido el testimonio más fiel y sistematizado de una concepción
antropológica, en donde el hombre se presenta como la simple suma de dos
elementos distintos entre sí, desde la misma esencialidad, como lo son el
cuerpo y el alma, que jamás son concebidas como una unidad, sino, como dos
elementos de naturalezas totalmente distintas.
Así, pues, el hombre se presenta como una dualidad fatal e
irreconciliable, en donde la esencia, la naturaleza, el ser en sí del hombre es
el “alma” de naturaleza metafísica, y totalmente distinta del cuerpo material.
No se trata de una esencia antropológica natural: la razón. El alma es de
naturaleza metafísica.
El hombre sería un alma que sufre un castigo: el encierro dentro de los
límites del cuerpo, donde la conciencia
de este destierro involuntario del alma se transforma en sufrimiento y en una
lucha desesperada. De hecho, el hombre
sabio, que es consciente de su ser espiritual, convierte su lucha en una
energía que le impulsa a la búsqueda de la verdad y al encuentro del hombre con
su propia naturaleza metafísica en sí.
Por otra parte, el hombre vulgar se cree un ser corporal y vive esclavo
de su cuerpo. El hombre sabio desprecia su cuerpo, si es necesario, con el fin
de buscar metas más altas que lo llevarían a identificarse consigo mismo,
dentro de sí, como un ser inmaterial y eterno.
El cuerpo se convierte en la condición sufrible y lamentable, una
prueba no deseable, infame, que convierte al hombre en una sombra deforme y
esclavo de los apetitos de la carne. El ser es el alma, quien tiene que conformarse
con mirar la realidad a través de las ventanas del cuerpo, los ojos.
El cuerpo es la apariencia, la condición desgraciada de la vida
pasajera. Por eso, la misma vida, en
cuanto afán de materialidad y de goce sensual carecerían de sentido, solamente
los valores inmateriales y espirituales
podrían satisfacer plenamente la sed de realidades trascendentales,
eternas de los filósofos y elegidos como seres especiales y superiores.
En esta concepción antropológica, basada en el dualismo cuerpo y alma,
que se caracteriza por el sentimiento de dolor y de prueba de un alma
encarcelada en un cuerpo material e indigno, el ser del hombre se reduce a su
esencia “alma”, de carácter totalmente inmaterial, espiritual, con deseos y
necesidades distintas a las de un cuerpo material. Por tanto, desde su misma naturaleza y condición
de existencia, el alma es contraria al cuerpo, a todo rasgo de animalidad que
se le pueda atribuir al hombre.
Ahora bien, el desprecio por el cuerpo, por ese elemento de animalidad,
por esa condición despreciable de nuestra vida pasajera por este mundo, tiene
justificación metafísica. Es decir, el desprecio a todo lo que suene a
animalidad, a vida sujeta a las necesidades corporales, es un sentimiento
naturalmente metafísico, que le es propio al hombre espiritual, a tal punto que los iniciados en
el camino de la sabiduría sienten un desprecio natural a todo lo que huela a
esa asquerosa animalidad.
El alma estaría destinada a la trascendencia y el cuerpo es simplemente una prueba. Por tanto,
las realidades espirituales son de un valor absoluto, y todo lo material es
relativo, útil, pero nada más.
La vida sería un proceso de parto, un camino de dolor, un valle de
lágrimas, una caverna, una prisión.
Algunas almas elevadas, o más desarrolladas que la mayoría, les tocaría
sufrir la terrible prueba de andar de
“banquete en banquete”, compartiendo el anhelo de encontrar la verdad, y
tratando de entender la vida de aquellos miserables, poco evolucionados y
condenados a la esclavitud, quienes tendrían que esperar una próxima reencarnación, a ver si , gracias a
la enseñanza de los seres espirituales y elegidos, estos miserables logran
desarrollar un poco el deseo por las realidades espirituales.
Así, tal vez en futuras existencias, sean considerados dignos de sentarse con los
“elevados” en el banquete.
La visión antropológica del “alma encarcelada”, resulta ser una forma
distinta del “animal racional” de hacer política, pero con la misma finalidad,
de favorecer el estado social en donde unos pocos “elevados” viven todos los
privilegios, de banquetes en banquetes, mientras que la mayoría es reducida a
la esclavitud.
Las consecuencias en el plano político son terribles, porque las
razones que justifican la situación de injusticia son de carácter metafísico, lo que hace mucho más poderoso el veneno
ideológico. La esperanza metafísica se convierte en enajenación de la misma
situación concreta. Ya que toda existencia se definiría como sufrimiento en sí.
Algunos sufrirían más que otros, según sus necesidades y vacíos espirituales.
El sufrimiento, la miseria, se convierten en signos de misericordia de los
dioses.
El esclavo debe tener un poco de paciencia y soportar con dignidad el
sufrimiento de esta vida; total, en su futura existencia gozará de todos los
beneficios que le esperan en la próxima reencarnación. Y tal vez, con un poco
de esfuerzo y paciencia, puede ser que en unas cuantas reencarnaciones alcance
el nivel espiritual que en la actualidad posee el amo, y así podrá disfrutar de
los placeres de la clase culta.
El amo poseería un alma más
desarrollada, por eso sería un ser superior y especial, quien tendría todos los
derechos, hasta el de tener esclavos. Los esclavos poseen un alma menos
desarrollada que la del amo, es menos persona en su ser más íntimo.
Desde el punto de vista de la acción política de la clase dominante, el
desarrollo gradual del alma es la causa de la situación social y cotidiana de
todos los individuos, y comunidades ;
unos serán más felices que otros, gracias a las leyes eternas del
espíritu, dictadas por el dios del universo, o por la gran conciencia
universal, que mantiene todo cuanto existe en armonía según sus principios
divinos, que solamente el hombre de alma desarrollada puede captar en el
éxtasis del saber propio de todos los
sabios. Esta conciencia universal lo ordena todo. De hecho, esta conciencia universal mantiene a todos unidos en un mismo espíritu
que siempre otorga a cada persona su puesto en la vida según sea su desarrollo
espiritual.
El alma del ser humano se concibe, desde estas posturas filosóficas,
como la esencia misma de la naturaleza del hombre, la causa metafísica de la
racionalidad, el fundamento de la racionalidad entendida como consecuencia del
desarrollo del alma. Así, pues, el nivel de racionalidad alcanzado por cada
persona, es la más fiel expresión de la pureza del alma. Por eso, el alma sería
la fuente de todo conocimiento racional
humano, aunque también sería un alma sufriente de carácter existencial.
El hombre es un ser sufrido por
esencia y se desarrolla en lo espiritual, en la misma medida en que logra
progresar en conocimiento y cultura. En el fondo, sufrir y conocer se
convierten en actividades del alma divina y universal de todo ser humano, cuyo
premio evolutivo y espiritual se captaría
en cuanto logra desprenderse de las necesidades de su cárcel corporal a
la que ha sido condenado.
En esencia, ser persona consistiría en saber negar la dimensión
corporal, en escapar de todo lo material con lo que se identifica el cuerpo,
con la intención de favorecer el crecimiento espiritual, o el conocimiento y
vivencia de las realidades espirituales, que conforman lo metafísico en estado puro. Se sufre para conocer lo
verdadero, lo que no es apariencia, lo espiritual, lo captado por la razón lógica,
como contenido y forma de la episteme de la conciencia de la cultura
occidental. El hombre sabio, el verdadero hombre, el que por ley universal y
trascendental goza del verdadero saber,
es aquel que está destinado a la búsqueda de la verdad y rechaza toda tarea
física o corporal. El animal trabaja, el hombre conoce.
Si la existencia consistiese en trabajar sin descanso, se parece a la
vida de cualquier animal de carga. El hombre poco evolucionado vive solamente
para producir lo necesario para que los elegidos de almas evolucionadas puedan
dedicarse a la búsqueda de la verdad divina. Si la vida la puedes dedicar a la
ciencia verdadera, los dioses te han beneficiado, porque en vidas anteriores
superaste vivir como las hormigas. Así, se mantiene el orden y el equilibrio
universal, se trata de una ley metafísica impuesta por los dioses.
Por tanto, al reconocer el sufrimiento como manifestación del alma que busca el saber, a
través de la superación de lo corporal, que generalmente se manifiesta en una
existencia llena de desgracias; todo dolor cobra sentido y justificación de
vida plena, que solamente el sabio logra superar adecuadamente, reduciendo el
mal a la apariencia del ser, que siempre es bueno en sí, desde su intimidad
metafísica.
Se trata de un camino dialéctico
y lógico, que pasa de lo físico particular a lo ontológico universal. Y de lo
ontológico a su verdadera realidad metafísica. O si se prefiere: vida animal,
vida racional, vida espiritual.
Desde los verdaderos anhelos del saber, se llega a la negación absoluta
de lo inmanente, que se reduce a lo aparente, a lo que no es en sí, sino en
cuanto es sombra, o “potencia” de lo que es en sí el ser, en cuanto ser
metafísico, y por ende verdadero y “sumo bien”. Se desprecia cualquier síntoma
corporal o animal en aras de lo espiritual, la perfección del alma, que sería
realmente la esencia eterna del hombre espiritual.
El hombre es un pasajero que va de menos a más. El apego animal a lo
corporal, el deseo del verdadero saber, de lo espiritual, indican el grado de
perfección que se posee en la vida concreta. Es decir, entre más corporal,
entonces, sería más animal. Por el contrario, entre mayor indiferencia se logre
hacia los apetitos de la carne, entonces, se es más espiritual, más humano;
superior en raza a los bárbaros.
Además, la vida cotidiana se convertiría en una prueba, superada en el
momento de morir. La muerte se espera como el momento de evaluación de la
existencia, en donde se determina el grado de vida espiritual alcanzado a lo
largo de la vida. Si se ha llevado con dignidad la carga de sufrimiento y se ha
logrado despreciar los sufrimientos corporales, en virtud de logros
espirituales, seremos premiados con nacer en la próxima vida dentro de una
clase social un poco más aventajada por los dioses.
Resulta que la felicidad, fuente de la misma ética individual y social,
en cuanto causa final de la existencia, se transformaría en una dimensión que
transciende lo material y corporal, lejos del espacio y del tiempo, como
recompensa de la vida virtuosa, que solamente se alcanza después de muchas
reencarnaciones, y tal vez fuera de este mundo. Pobres y ricos estarían unidos en el sufrimiento de la vida
corporal.
El sufrimiento en todas sus dimensiones, el anhelo de la libertad nunca
alcanzada, la felicidad cada vez más lejana, la pobreza, la miseria, el mal, la
enfermedad, las guerras, etc., no serían motivos de rebeldías, sino síntomas de
un despertar cada vez más espiritual, en un cielo nuevo, distinto a la realidad
material y “enfermiza”. Todo es apariencia, el débil, el ignorante muere por
tales motivos. El hombre sabio busca la plena felicidad más allá de lo
aparente. El alma del verdadero hombre se desarrolla más allá del bien y del
mal.
****
La Política
del Amo
Claro, no todo está perdido para la raza inmensa de miserables y
bárbaros. En lo esencial sería una
cuestión de paciencia existencial, ya que en pocas reencarnaciones, el esclavo,
el débil, el marginal, llegaría a ser
como el amo que lo explota y domina. Se trata de tener un poco de paciencia
para luego sentarse en el banquete. La vida consiste, ahora y por siempre en
ser esclavo o amo. No hay más alternativa posible. Es el destino de la raza
humana. Es la verdadera ley del materialismo histórico.
La moral del guerrero. La lógica de
la cultura occidental. Todas las propuestas sociales nacen y mueren en
la dialéctica infinita del esclavo y del amo. Por lo menos, eso es lo que hasta
ahora han afirmado la mayoría de los filósofos de cualquier lado, derecha,
izquierda, no alineados, libres pensadores, comunistas, “medio-comunistas”,
“sociólogos del siglo XXI”… todos han promovido y promueven la dialéctica del
amo y esclavo.
Así, pues, desde una filosofía
“del alma y del sufrimiento”, supuestamente distinta a la racional, el amo
sigue siendo dueño del esclavo por toda la eternidad. Al pobre solamente le ha
quedado la esperanza de las futuras reencarnaciones para convertirse en amo, y
así ser feliz, dentro de lo posible, siendo dueño de los futuros esclavos. Es la ilusión del soldado pueblerino que va a
la guerra soñando con ser algún día un general importante. Es la ilusión del
habitante del barrio que sueña con ganarse el primer premio de la lotería para
convertirse en un millonario feliz.
Tal vez, en una sociedad como la actual, que se manifiesta por lo
menos, en la superficie como materialista y consumista, los fundamentos
metafísicos y transcendentales suelen ser negados, en nombre de una objetividad
inmanente. Sin embargo, más allá de lo aparente, más allá del discurso
político, el orden metafísico es el dominante.
Todo el orden actual de la vida social, en donde existen pocos amos y
muchos esclavos, sigue siendo justificado desde lo metafísico, como proyección
del paradigma griego. De hecho, muy pocas cosas han cambiado, la esencia es la misma. No puede existir
ninguna política sin dioses, o sin justificación divina y nuestra época no es
la excepción, todo sigue igual. Sin duda, el dios puede estar en el cielo, en
una sociedad terrenal sin luchas de clases como cualquier paraíso celestial.
Ese dios puede ser un ser espiritual, un algo como el dinero, el poder, el
placer, o un hombre que a cuenta de líder se hace emperador de toda una nación.
Lo que realmente sobra en la sociedad actual son los dioses.
Una política sin dioses no era real. Y la herencia es actual y
permanente. La realidad de las relaciones sociales se mantiene en cuanto
respondan a leyes universales religiosas, filosóficas o de “nuevas eras”. ¿A
cuenta de qué existen países del “tercer mundo”? El orden es el mismo de los griegos,
“nosotros y los bárbaros”. Y el dios es el Destino, la ley universal, el Líder
de los elegidos, una Nación, un Imperio, una Moneda, o cualquier otra realidad
pensable o imaginable. Hasta la misma “muerte de Dios” es un dios sustituto.
Pero en el orden ontológico se ha dado la mayor de las tragedias. La
pretensión de la racionalidad, la apariencia, el deseo delirante, la sombra, la
locura, la ilusión, la imaginación y el engaño de los griegos se ha convertido
en el fundamento de la realidad social. Hasta el punto de que la creación
filosófica ha sido sierva de la política. Efectivamente, la política y sus
leyes de dominación se han convertido en
criterio de la verdad física y metafísica. Todo el conocimiento, independientemente
de las intenciones de los diferentes autores, ha servidos siempre y para
siempre a los mismos amos y ha mantenido
en la esclavitud a los mismos bárbaros.
La convicción de que la realidad social de injusticia responde a leyes
divinas es tan existencial, que lo “metafísico” se toma como más objetivo que
lo realmente físico. Es decir, de lo lógico se saltó a lo metafísico, ignorando
el verdadero orden ontológico, para favorecer, con o sin intención, la
dimensión política.
De hecho, los avances en el conocimiento científico han surgido gracias
a las dudas en el orden de las leyes físicas, pero nunca se ha dudado realmente
del orden metafísico, cuando mucho, se le ha cambiado de nombre a las mismas
leyes, pero poco o nada se ha avanzado desde Aristóteles hasta nuestros días en
cuanto a la lógica racional y sus principios metafísicos.
Por consiguiente, se podría
dudar de cualquier conocimiento alcanzado dentro del campo de la ciencia, en
cualquiera de sus ramas o dimensiones del saber, pero nadie dudará jamás de la
existencia del bárbaro, por tanto, de la existencia necesaria del amo.
Imaginarse un mundo en donde todos realmente seamos iguales, causaría risas.
Ya que lo natural, lo divino, lo metafísico, lo más evidente que
cualquier dato objetivo es que los hombres son diferentes, y nadie sería
culpable de esa diferencia.
Solamente el casi animal, el poco evolucionado, no es capaz de aceptar
el orden del universo. ¡Qué culpa tiene el tiburón de estar destinado a
alimentarse de los peces pequeños! Es una ley natural y divina. Del mismo modo,
como se presenta en el orden del reino animal, la superioridad de aquellos que
están destinados a vivir de la sangre de los otros, así ocurre con los seres
humanos en el orden social, pero con la diferencia, de que los hombres
evolucionan a través de reencarnaciones y lograrían hacerse tiburones en el
futuro.
Nadie tiene la culpa de que
existan peces grandes y peces pequeños. La conciencia universal es la sabiduría
inscrita en el alma del hombre sabio.
Ahora bien, solamente el hombre
esclavo y sumergido en el torbellino de
las necesidades y pasiones de la carne,
puede sentir rebeldía ante las leyes divinas propias del hombre superior
y espiritual. El rebelde lo sería por su animalidad, por su poco desarrollo espiritual.
El ser espiritual es verdaderamente revolucionario.
De hecho, todos los cambios revolucionarios que se han dado en la
historia occidental, han sido a favor de los elegidos por los dioses. Son los
elegidos, quienes realmente, han hecho miles de guerras a favor de las leyes
divinas, lógicas y racionales que marcan el rumbo de la humanidad.
Por tanto, todo lo negativo que se oponga al desarrollo de la humanidad
debe morir. La rebeldía a las leyes que favorecen a la raza superior sería
propia de los hombres-bestias. La sumisión, la obediencia al orden ha sido la
clave del verdadero camino.
La “Hermandad Blanca” se impone. La Libertad, La Fraternidad y La
Igualdad nunca fueron para el esclavo, los negros, las mujeres, los sirvientes,
los obreros, los miserables, los habitantes de los barrios, solamente para los
nuevos elegidos y más evolucionados en su capacidad de dominio. Solamente los
amos fueron “hermanos”.
Por otra parte, es posible creer que la realidad en sí, la verdadera
ontología ha sido despreciada o ignorada. Así, las sombras se han convertido en
luces, en la claridad ilusoria de la cultura occidental.
El absurdo mortal, la cultura de dominación y de muerte, la real
“contra razón” se ha colocado como el punto de partida de los distintos
sistemas filosóficos y políticos, que han promovido la mayoría de las llamadas
guerras revolucionarias.
Lo que tal vez ha sido abarcado con muy poca profundidad en la cultura
occidental ha sido el análisis del ser en sí, en cuanto es posible al
conocimiento humano. Lo dado en la conciencia racional y lógica se ha tomado
como lo real, como lo ontológico, como el dato objetivo desde el cual se
debería partir para construir y justificar el orden político. Sin saber
exactamente lo que sería en realidad el ser en sí y el ser del hombre. De hecho, la política de la
guerra no es humana: es ideología de la muerte.
No darse cuenta, no tener la capacidad histórica de captar la realidad,
no conocer la mismisidad del hombre en cuanto tal, sino conformarse con lo
impuesto, se ha convertido en la condición esencial del saber en sí mismo, al
punto de no poder vislumbrar
alternativas diferentes al paradigma de la filosofía griega. Parece que
todo estuviese perdido, sin esperanza y a la espera del fin de esta humanidad.
Por tanto, la reflexión de lo que realmente se puede conocer llevaría a
la reflexión de lo que realmente es el ser y de lo que realmente sería el
hombre en sí. Por eso, la filosofía sería amor a la sabiduría o al verdadero
conocimiento. Se tendría que levantar la cortina política que siempre ha velado
al verdadero conocimiento.
Se trata de ser humildes y aceptar la
realidad antropológica tal como es. Tal vez, la sinceridad del hombre
consigo mismo le lleve a la práctica de
una Política de la vida.
La Filosofía nunca es neutra, o
es real o es alienante. El conocer establece la relación real entre el ser en
sí y la conciencia del hombre. Así, pues, si la relación entre el sujeto y el
objeto no corresponde a la realidad en sí de ambos; entonces, simplemente sería
una ilusión. No hay alternativas.
Puede ser que se hayan confundido las sombras con la verdadera
luz. Nunca se ha aceptado que la
realidad “objetiva” ha sido siempre subjetiva, sin otra posibilidad. Y como el
saber ha sido cómplice del poder, las sombras han sido la única luz real,
física y metafísica.
El error epistemológico pudo haberse convertido en la piedra angular
del pensamiento filosófico y en justificación de la verdadera brutalidad de la
historia, hasta llegar al absurdo de pensar que la esclavitud, la trama de la
muerte de los más débiles es una ley divina proclamada por el Destino, dios de
todos los dioses, verdadero príncipe de las sombras eternas.
“¡Dios ha muerto!” Se hizo sinónimo eterno, esencial, perenne de la
muerte del esclavo. Por consiguiente, el futuro lógico de la humanidad estaría
en manos del guerrero, enemigo de lo
débil. “¡Dios ha muerto!” El esclavo debería pagar por ese crimen. Sin embargo,
nunca podrá haber guerrero, “superhombre”, sin esclavitud.
Desde la cultura del engaño ontológico se ha interpretado la muerte del
débil como signo del progreso de la humanidad. Lo que se diga al favor del
débil siempre suena a poesía inspirada en la culpabilidad, o a refritos de
añoranzas de falsas libertades. Sin saber que el engaño epistemológico y
ontológico pudo haberse convertido en la mayor fortaleza de la cultura
occidental. Y no tenido la capacidad de
salir de la ilusión por simple conveniencia política. Lo diferente al engaño
debe morir desde la raíz, en honor a la “justicia”.
En la conquista de la razón, el sentido de la vida se ha
transformado en el discurso de la
racionalidad aristotélica, el único
punto de partida de la reflexión y la base absoluta del verdadero saber, en
donde la palabra “misterio” carece de sentido, logrando una sabiduría donde la
mayor oscuridad es el hombre mismo. Sin embargo, el conocimiento se ha
considerado como un logro objetivo de la manera más dogmática posible. La
capacidad de la objetividad del conocimiento humano nunca ha sido puesta en
duda realmente.
Y en la búsqueda de la verdad, en la discusión sobre el sentido de la
vida, la objetividad ha dominado, aunque la sombra del absurdo siempre ha
estado presente de manera incoherente. Si el conocimiento es objetivo, la
realidad social también lo es. Y es así como realmente se ha vivido la
Política, como la ciencia más objetiva que el hombre haya alcanzado, hasta con
fundamentos eternos y metafísicos.
¿Qué existe más absurdo que un rancho lleno de miseria? Sin embargo,
toda la realidad sería consecuencia del orden universal, de la ley del Destino.
Así, se ha convertido lo absurdo, la muerte sistemática del esclavo en un
conocimiento objetivo en cuanto sería una necesidad del orden universal. Probablemente, la
realidad en cuanto es en sí ha escapado a la filosofía occidental.
Probablemente no es tan cierto que la miseria de la mayoría sea el deseo de la
conciencia universal. Algo puede estar fallando.
SEGUNDA PARTE
LA RACIONALIDAD
ÍNTIMA
*
La Conciencia
Creadora
El hombre es racional. Esta racionalidad que nace y se desarrolla en el
misterio de la intimidad de la conciencia, se hace exterioridad concreta a través de lo creado.
La capacidad de crear nos revela como humanos. La creación y la imaginación nos
hacen personas, verdaderamente seres humanos. Y a esta condición no se puede
renunciar, reduciéndola a la dimensión lógica y racional.
La manifestación constante del
acto creativo constituye el eje central
de la historia de la humanidad, aunque no se haya valorado esta dimensión de la
razón humana. Es desde el acto de la creación y de la imaginación íntima, como
proyección del ser antropológico, cuando se manifiesta el hombre en cuanto tal.
El hombre se distingue por su capacidad de crear dentro de sus posibilidades
antropológicas. Todo lo que el hombre ha creado es creación de la humanidad. La
conciencia es razón lógica, razón imaginaria, razón sensible, razón que se
proyecta, razón que se realiza en el acto creativo.
La conciencia íntima es el secreto y la esencia del ser del hombre, la
clave verdadera de interpretación del devenir histórico de la humanidad.
La creación en y desde la racionalidad no es una opción, una
preferencia, ni un modo de hacer filosofía, ni siquiera se trata de una
“vocación especial”. Así, pues, se tiene que
considerar lo complejo de la realidad externa como el punto de partida, sin importar, en un
primer momento de su ser en sí, en
cuanto es independiente o dependiente de la conciencia que la conoce. Es decir,
la creación es un acto humano, que nace de la complejidad de la conciencia
humana. El ser en sí es trascendente a la conciencia; está ahí, arrojado, como
un dato, sin necesidad de existencia de la conciencia.
Por el contrario, la conciencia íntima sólo si existe si el ser en sí
externo a ella, ajeno a ella, que le permita sobrevivir a través del acto
creativo. La vida humana es creación de la conciencia íntima que puede
realizarse gracias a presencia del ser en sí externo a la subjetividad.
El hombre nunca puede optar por la no-creación, está condenado a crear,
en esto consiste la existencia. No tiene nada que ver con lo que piensa de sí
mismo, ni con la filosofía que haya desarrollado. Más allá de lo que se pueda
entender antropológicamente, el hombre es creación en sí mismo. Y toda creación
desde la intimidad es creación de sí mismo. Y toda creación desde la
racionalidad es manifestación íntima de todas las dimensiones de la conciencia
humana.
En lo esencial, se podría decir que el hombre siempre se ha relacionado
con las sensaciones desde la intimidad de su conciencia, en donde los estímulos
externos serían lo extraño, lo ajeno, lo recibido; el material con el cual elabora su propio
diario de vida personal y comunitaria.
La existencia es la creación definitiva de la racionalidad íntima,
compleja y misteriosa, es trascendencia dialéctica de lo íntimo hacia lo
desconocido por esencia, dialéctica inmanente desde lo recibido del ser en sí,
siempre exterior a la conciencia. Así se define la libertad del ser humano,
como algo inédito, como creación eterna e histórica. Se trata de la biografía
personal y comunitaria que se sabe intimidad en su nacimiento y en la muerte.
La racionalidad íntima es el puente entre ambos momentos. La biografía personal
y comunitaria en su movimiento racional y existencial entre la vida y la muerte se presenta como lo no explicable por la
racionalidad lógica; sino, por la conciencia íntima que trasciende lo meramente
lógico racional en actos de creación ya sea de vida o de muerte; de ahí, la
ética, la política como dimensiones de la existencia humana.
En el plano del conocimiento, la gallina conoce, el hombre conoce
y crea, es realmente humano en el crear
y no en el simple conocer. No se trata de descubrir “el sumo bien”, ni siquiera
en el contemplar eternamente algunas divinidades. La creación es la actividad
humana por excelencia. Se trata de inventar la vida y la historia. La Historia
es creación de la raza humana, en donde cada cual aporta su grano de arena.
El hombre queda definido como la intimidad racional, que se nutre de la exterioridad, lo extraño, el
estímulo. De pronto, lo exterior, el mundo, lo ajeno, se convierte en un ser interpretado e
histórico, sin perder su cualidad de objetivo. Sin embargo, el mundo externo se
convierte en intimidad interpretada y en
dialéctica cognitiva de la conciencia humana personal y comunitaria. El mundo
de las cosas se mantiene objetivo en cuanto que es captado por la conciencia;
de donde fluye la historia comunitaria y personal en constantes actos creativos
de vidas y de muertes.
La cultura, lo histórico surgen de la conciencia humana, en cuanto se
proyecta y se realiza a sí misma en la construcción de un mundo que primero es
imaginado y soñado en la intimidad personal, comunitaria y cultural. El mundo
en sí mismo llega como un dato ajeno a la conciencia quien sueña, imagina y construye
pirámides egipcias; inventa la astrología, la computación, la medicina, la
ciencia. Todo es producto de la actividad creativa de la conciencia.
El poder creador de la intimidad se hace una sola realidad con lo
extraño, con lo exterior, hasta negar su propia esencia. La intimidad se
convence de su propia muerte o superación, y convierte lo subjetivo en
objetividad pura. La pirámide más perfecta es un juego de la conciencia,
subjetividad en sí misma. La cultura es producto de la intimidad de la conciencia
personal y comunitaria. Y la objetividad de lo creado es una ilusión producto
de la imposibilidad de experimentar el proceso de conocimiento a plenitud.
Nadie puede ser consciente del cómo conoce, imagina, proyecta.
En cuanto al proceso de conocer, parece que todo fuese instantáneo,
puro, mágico, natural. De hecho, resulta imposible que alguien tenga conciencia
de cómo van llegando los estímulos a sus sentidos, la construcción de las
imágenes, la elaboración de los conceptos abstractos, de los juicios, de los
registros de las experiencias en la memoria, de los proyectos, de toda la
actividad creadora de la conciencia. Todo parece un acto de magia que se da
inconscientemente. Y luego se concibe lo creado por la conciencia como si se
tratase del mundo natural, objetivo.
Además, desde la dimensión existencial, el hombre es un proyecto creado
desde su propia intimidad racional personal y comunitaria. La búsqueda de
sentido existencial es la máxima creación de la conciencia. El empeño creador de convertir la muerte en vida es la
racionalización íntima y verdaderamente humana.
La dialéctica de esta lucha por
el sentido consiste en pasar de lo lógico a lo ontológico, en su misma
intimidad, para luego ser proyectado como ontología racionalizada e interpretada,
que regresa a la intimidad, con su carga de existencial, para ser nuevamente
racionalizado, repitiéndose el movimiento perennemente hasta que la muerte deja de ser un hecho ontológico y se
transforma en un problema metafísico.
En el fondo, la conciencia humana lucha contra su propia muerte, para
ello utiliza todas sus dimensiones, lógicas, afectivas, imaginativas, creadoras
de alternativas de vidas.
La vida es el dato único que
posibilita la racionalidad, que la interpreta como tal, haciéndose esencia de
la vida. La vida es la posibilidad y
límite de la racionalidad, su única posibilidad de ser y el fin último
de su creación.
La muerte es lo extraño, ajeno a la vida y a la racionalidad íntima. La
muerte es lo único que altera a la racionalidad íntima y produce la reacción de
negar la esencia mortal de la misma conciencia. Somos racionalidad íntima que
deja de ser constantemente. Vida y muerte en un torbellino dialéctico.
Simplemente vida esencialmente finita, conciencia que se resiste a morir.
La racionalidad íntima se vive y se manifiesta como necesidad constante
de trascendencia de la propia finitud, como la transformación del hombre en un
ser superior a la muerte, que transforma desde la intimidad los signos de
muerte en posibilidades metafísicas de vida.
La conciencia enfrenta a la mortalidad humana como un problema que
puede ser transcendido en la intimidad de la conciencia. Pero, como ese paso se da en lo más subjetivo de la
realidad de la conciencia, se interpreta como una realidad lógica y objetiva,
nada importa si el criterio es la fe y no las leyes de la ciencia. Sin embargo,
la conciencia íntima intuye su propio engaño. De ahí la necesidad de hacer
objetiva la fe en la existencia de sus anhelos. En lo esencial, tan objetiva
llega a ser la fe como las convicciones de la ciencia; por lo menos, se viven
con la misma intensidad y sinceridad.
Convertir el simple deseo en ciencia, en conocimiento verdadero y
objetivo ha sido la creación más sublime del hombre, se trata de un logro
superior a la construcción de cualquier pirámide o de la computadora más
perfecta.
Toda la huella cultural de la
humanidad a lo largo de historia se reduce al deseo de infinito, o de convertir
la inmortalidad en un dato verdadero, objetivo y dogmático. Se ha tratado de
convertir la sed de inmortalidad en agua fresca y cristalina.
Este poder que posee la conciencia de convencerse a sí misma de la
objetividad de su creación, responde a una necesidad vital y esencial que
define y condiciona el sentido de la existencia de la humanidad. Esta búsqueda
de sentido existencial se convierte en una tarea dialéctica y trascendental, que se hace realidad en la
cultura y en la historia.
Este movimiento dialéctico de la
conciencia, en donde el anhelo se convierte en realidad objetiva, define
el en-sí de la misma conciencia, en cuanto realidad íntima que se transforma
constantemente en creadora de la “humanidad”, sin salir de sus propios límites,
de su propio encierro, teniendo que conformarse con tantear dentro de sí misma
lo eternamente extraño y ajeno, la realidad ontológica en si misma.
La intimidad es la esencia de la conciencia. Ahí se encuentra su virtud
y su límite, en la imposibilidad de contacto directo con lo externo. El hombre
es soledad radical en constante encuentro comunitario. De ahí que más que
conocer la realidad, la interpreta y le da sentido. En cuanto a ser hombre, no
se tiene otra posibilidad. Nunca se ha leído a la realidad, no existe
posibilidad alguna de lectura, estamos condenados a ser intérpretes, creadores
en esencia, desde el nacimiento hasta la muerte.
La realidad objetiva permanece
en la oscuridad más profunda. El hombre camina con sus manos extendidas y
temblorosas, palpando lo desconocido y jactándose de ser el dueño de la luz y
el ángel elegido para la inmortalidad. Las sombras son la única realidad
objetiva con que cuenta el hombre para enfrentar el problema de la vida y de la
muerte. Lo ha logrado hasta ahora, la creación humana ha sido constante: La
tecnología ha sido su mayor logro. Pero, todo es praxis a partir de datos
ajenos a la conciencia y desconocidos en sí mismos.
Sólo se puede ser “Demiurgos” desde las sombras y crear la historia
desde ahí. En esto consiste la libertad: dar sentido y luz desde la conciencia
íntima, contando solamente con un mundo de sombras que brinda los datos reales,
que no son objetos del conocimiento lógico, sino del sufrimiento de la
conciencia en su afán de trascender la muerte definitiva. Toda la creación de
la conciencia parte de la dialéctica de vida y muerte. Y toda la humanidad se
mantiene atrapada en esta paradoja. La vida se entiende como el anhelo de no
morir, mientras se espera la muerte.
La vida humana se transforma en la esperanza frente a la angustia de la
conciencia de la muerte como fin del proyecto y el sentido de la existencia. La
vida consiste en mantener la esperanza frente a su misma negación: el absurdo
del sentido de la vida del hombre. El sentido de la vida consiste en tener
esperanza de triunfar sobre la muerte. El sentido y el absurdo coinciden en la
intimidad de la conciencia.
**
Entre la
angustia y la esperanza
La conciencia íntima no reduce su tarea a la creación de un sistema
lógico de pensamiento de orden filosófico o científico. La racionalidad surgida
de la conciencia consiste en la lucha por el sentido de la existencia, que se
manifiesta como esperanza, anhelo de trascendencia. El día en que una
computadora tenga esperanza, tendría vida humana.
La esperanza es el rostro positivo de la angustia, no existe esperanza
sin angustia, del mismo modo en que la vida está acompañada de la muerte. La
conciencia íntima vive una esperanza abonada en la angustia. De ahí la negación
radical de cualquier tipo de objetividad absoluta.
La conciencia íntima es el fundamento de la libertad. La conciencia
crea desde sí el sentido de la existencia, con la esperanza de alcanzar la
trascendencia. La capacidad de creación hace referencia a la capacidad de
optar. La libertad es la consecuencia inmediata de una conciencia esencialmente
íntima e intencionada, que se hace creación constante de sí misma en la
dialéctica de vida y muerte.
La libertad es íntima en la conciencia personal y comunitaria, puede nacer y morir en la intimidad, sin
luchar y sin poder dejar de ser. La libertad puede ser una ilusión, pero siempre
es creación en y desde la lucha comunitaria de una cultura, de una sociedad, de
un pueblo, de la humanidad. Esta es precisamente, la consecuencia más inhumana
de la marginalidad: hombres muertos en vida, dentro de su propio caparazón,
condenadas a llevarse a la tumba sus esperanzas y su libertad.
La libertad no es la conclusión de un razonamiento lógico. La libertad
es fruto de la agonía íntima de una conciencia que se desarrolla en la dialéctica entre la angustia y la esperanza.
El ser libres se manifiesta como
la negación de la objetividad, es vida humana en pleno desarrollo cultural e
histórico. Es un movimiento dialéctico, nunca fijo; eternamente movimiento que
no llega a descansar en la esperanza, ni desaparece completamente en la
angustia. “La esperanza es lo último que se pierde”. Por eso “La libertad es
eterna”. Y solamente la muerte nos hace objetividad absoluta. La angustia y la
esperanza postulan la existencia de un yo particular y personal. La existencia
de un “yo” íntimo, auténtico, innegable, racionalidad íntima creadora de su
propia libertad, que es original,
inédita e irrepetible.
La persona sufre la dialéctica de la esperanza y la angustia. El ser
humano lucha por crear un mundo y un
sentido con “datos” de una realidad que nunca ha mirado, por ser siempre
extraña y estar fuera del alcance de la conciencia íntima. La persona tiene que
transitar por el mundo de sombras en el que se siente arrojado. De ahí, que ser
persona es ser extranjero en un mundo de cosas. Así, pues, la comunidad es
sentido y lugar de existencia humana. Es desde el Otro que nace y crece el
sentido, el mundo es el hogar; la comunidad es la familia.
El tiempo de la esperanza es creación personal de una conciencia que
sufre en la intimidad su propia finitud
en la lucha por encontrar el sentido de
la libertad, que le es esencial como fuente de la misma existencia. El ser
humano es el único que percibe la muerte como asecho constante y como desenlace
del sentido de la existencia.
El hombre siente que su
existencia está encerrada en su propia intimidad. La soledad nunca es superada del todo, debido a que no
puede haber contacto directo entre la conciencia y la realidad externa.
Esta realidad externa solamente
es conocida a través de los datos que llegan por medio de los sentidos, que son percibidos en la intimidad de la
conciencia, como quien está condenado a interpretar sueños y voces del
inconsciente.
El camino de las sombras produce terror y angustia existencial, que
limita e inspira la creación y la libertad. Pero siempre el terror a la
oscuridad está presente. La angustia de saberse mortales y extranjeros se puede
soportar, pero no eliminar. De ser así todo sería objetivo. No habría espacio
para la libertad; menos, para la fe.
La oscuridad produce terror. Al caminar tememos caer. Y al caminar sin
caer, tememos el momento en que la caída se convierta en eterna, borrando
cualquier sentido, convirtiendo la esencia de la conciencia íntima y personal
en la más completa oscuridad como una cosa más de las que sobran en la realidad
objetiva del ser en sí.
La esperanza surge como signo de la vida. Racionalizamos la muerte
desde la vida. La felicidad es la sonrisa frente a la muerte. La sonrisa puede
ser auténtica, más no convincente. Así es la esperanza, se vive, se hace
proyecto, cultura, historia... pero no termina de convencer. La esperanza no es
objetiva, pero es real en la conciencia íntima de cada persona y de cada
pueblo, como impulsora del sentido de la existencia, de un sentido que puede
ser enajenación pura, la máxima expresión del absurdo existencial.
Desde la conciencia, el ser en sí, lo exterior, lo ontológico, se
convierte en interpretación, no puede ser de otra manera. El hombre es
conciencia íntima que construye su propio universo. Desde la conciencia, el ser
para mí, se transforma en ser en sí, ajeno a la misma conciencia, como si se
tratase de un objeto exterior, sin embargo, sería una imagen con pretensiones
de concordancia con respecto a la cosa que produce los estímulos captados por
los sentidos y convertidos en un ser para la conciencia.
La intimidad tiende a transformarse en objetividad extraña, que regresa
como sensación a la intimidad, para ser reinterpretado en la eterna dialéctica
del conocimiento, en donde la objetividad muere en la interpretación y la
interpretación da lugar al acto creativo de la intimidad hacia lo exterior y
desconocido.
Desde la conciencia, la cosa en sí deja de ser un caos, para adquirir
un sentido racional, producto del orden lógico que le otorga la conciencia
íntima. De este modo, el ser oscuro y ontológico, adquiere una luz no propia,
sino otorgada por la conciencia, producto del terror existencial. La creación
es escape del caos. El hombre huye de la cosa en sí, no acepta el caos
universal, lo transforma en su misma conciencia y hasta logra convertir el caos
en tecnología para la vida o conocimientos para la muerte. El mundo humano es
el arte de la esperanza de sobrevivir al abismo. Toda esta transformación puede
darse en la conciencia. Todo cuanto el hombre ha creado es fruto del anhelo trascendental.
La conciencia es ordenadora, construye su propio sentido existencial
desde las dimensiones personales, comunitarias, históricas y culturales.
Así, en la tarea de su propia existencia, aparece la realidad
externa arropada de los sueños imaginativos y creadores de la conciencia. Y
como la conciencia es finita, no todo lo creado es orden, no todo tiene
sentido. Los sueños pueden convertirse en pesadillas. Ahora bien, siempre hay que partir del hecho
antropológico de la imposibilidad de la conciencia de tener contacto directo
con la realidad en sí. Este límite gnoseológico obliga al hombre a “usar el
cerebro”, racionalizar y crear su historia personal y social. El único criterio
epistemológico se da en la intimidad de la conciencia, sin ninguna posibilidad
de objetividad plena.
Aunque el hombre no lo haya reconocido plenamente, por terror a la
verdad de su límite gnoseológico, simplemente está imposibilitado del contacto
directo con la realidad, obligado, por motivos de supervivencia a identificar
los “estímulos externos” con la realidad. Gracias a esta identidad se supera el
miedo existencial de saberse totalmente ciegos, sin superar del todo la
angustia producida por la intuición de la verdad.
La angustia surge de lo no-dado, de saber que no existe para la
conciencia un dato plenamente cierto. Por eso, se “inventa” todo lo que es el
ser para la conciencia. Es gracias al conocimiento creado en la intimidad de la conciencia, que
el hombre se diferencia esencialmente de los animales, y esta diferencia no es
gradual, o simplemente formal, se da en la totalidad del ser, el hombre no
posee ni una sola molécula animal.
El hombre en su totalidad es
personalidad íntima que construye su propia existencia como
proyecto individual, comunitario,
político, ético, histórico, social y cultural. Ser en sí mismo creadores,
determina la naturaleza esencial del hombre, en cuanto a persona que interpreta
el universo, para construir la propia existencia y el sentido de la vida. Todos los alcances del
conocimiento de la conciencia: filosóficos, religiosos, científicos, sociales,
culturales, inmanentes, trascendentes, ideológicos... todos tienen por
finalidad interpretar la existencia en cuanto a la búsqueda del sentido a la
vida más allá del abismo de la muerte.
Desde la limitación gnoseológica del hombre, la libertad consiste en
crear la propia existencia sin ningún fundamento plenamente objetivo. No existe
“el sendero único”, no existen “leyes para alcanzar la felicidad”. La vida es
proyecto personal que desarrolla en y desde la comunidad, dentro de una cultura
propia. Por decir, la vida sería un invento. De hecho, la libertad puede
consistir en la capacidad de autoengaño, o de alineación del ser humano, como
quien arriesga y lucha sin oportunidad reales de triunfo. Sin embargo, la
conciencia puede convertir dialécticamente el engaño en el proyecto más
“objetivo” jamás soñado, aunque la ilusión nace y muere como ilusión.
La libertad en sí misma no posee un sentido determinado, es sólo un
hacer de la conciencia, cuya razón de
ser es un misterio que se va desvelando a lo largo de toda la existencia. La
libertad es la conciencia que se manifiesta en búsqueda de un sentido que se
proyecta en un horizonte lejano y eternamente misterioso. Ese sentido apenas se
vislumbra como una ilusión, como un simple deseo al que nos aferramos para
poder respirar hasta el final de la existencia.
Vivir en libertad es lucha y esfuerzo constante en sí misma, la
libertad no es quietud, calma, tranquilidad, hacerse uno en la inactividad del
universo. La libertad es explosión, camino, angustia y esperanza. La libertad
es la vida de la conciencia. La libertad es voluntad contra la muerte, ansias
de vivir; cuyo trofeo puede ser el vacío
eterno, la reducción al no-ser, la total desaparición, la muerte total de la
conciencia. Como también puede ser la luz esperada, la eternidad, la superación
definitiva de la muerte. Todo es cuestión de espera. La vida puede ser
interpretada como el sendero de la esperanza.
Por otra parte, el sentido común
nos ha convencido de la objetividad de lo que vemos. La realidad externa se ha
convertido en el dato más seguro con que podemos contar, de ahí los errores de
la ontología occidental, de ahí que los conocimientos alcanzados poco digan de
la naturaleza real del hombre, de ahí que el conocimiento no ha servido plenamente para encontrar el sentido
de la vida. Por el contrario, la razón lógica de la cultura occidental parece
la negación del sentido de la vida. Generalmente, se ha hecho de la
conciencia una sombra del pasado, o una
herencia del “oscurantismo”, que debe ser expulsada del mundo de la ciencia, en
nombre de la objetividad que nos llega a través de la experiencia.
Es decir, se puede negar la existencia de la conciencia, reducirla a un
cúmulo de sensaciones que crean la ilusión de un yo continuo con la finalidad
de evitar el caos gnoseológico, un sin
sentido de la existencia. Al punto, de
proclamar la muerte de la conciencia. Ha sido preferible la muerte de la
conciencia para salvar la objetividad.
¿Cómo negar que la Tierra sea plana?
Es tan fuerte el poder del sentido común, que aquellos pensadores que
afirmaron que la realidad era conocida en la intimidad de la conciencia,
tuvieron miedo de ser catalogados como locos o herejes, y se inventaron el
famoso “problema del puente” como solución al problema de la miopía
epistemológica del hombre. El conocimiento directo de la realidad se consideró un
hecho innegable. El problema se redujo a la búsqueda del puente, o del método
más adecuado. Así, pues, el problema del puente entre la conciencia y la
realidad salvó a los filósofos de ir en contra del sentido común.
Lo cierto es que la realidad externa llega a la conciencia como ondas
que producen reacción, como lo ajeno, como lo extrañó, como lo que necesita ser
interpretado para adquirir un sentido, como posibilidad de creación, como vida
y muerte que se imponen.
***
El sentido
de la vida
La conciencia se manifiesta como necesidad de ejercer la libertad en la
lucha por encontrar un sentido a la existencia. ¿Cuál sería el sentido de la
vida del hombre? Este es el planteamiento central de la filosofía.
La lucha por encontrar un sentido a la existencia se transforma en la columna central de la
historia de la humanidad, es la necesidad más auténtica del ser humano, ¿para
qué vivimos?, con esta pregunta nació la conciencia como racionalidad humana.
La historia nace del cuestionamiento sobre el sentido de la vida.
Es decir, la historia siempre se
ha interpretado como un recorrido lógico, coherente, como si se tratara de un
plan que se va desarrollando hacia metas claras y objetivas. Esta claridad del
recorrido lógico de la historia de la humanidad, se ha justificado desde las
ciencias sociales, que han señalado las leyes objetivas del materialismo histórico,
o de las leyes inquebrantables y objetivas del evolucionismo histórico.
Por otra parte, se ha
justificado este recorrido lógico utilizando fundamentos metafísicos, en donde
todo responde a un plan preconcebido por algún ser divino, o por una conciencia
universal que ordenaría todo cuanto existe. Ya sea desde la objetividad de la
materia, o desde las leyes del espíritu, la historia siempre ha sido
interpretada como un recorrido lógico. Si la historia tiene sentido, la vida
del hombre tiene sentido.
El sentido de la historia es tan misterioso, como el mismo sentido de
la vida del hombre. El sentido de la vida del hombre define el sentido mismo de la historia de
toda la humanidad. La utopía social tendría sentido, si el proyecto de la
existencia personal y comunitaria tiene sentido.
Si la vida de un hombre no tiene sentido, la humanidad no tiene
sentido. Si el concepto de “hombre” es un engaño, el de “humanidad” sería
absurdo.
La muerte se presenta como el único problema ontológico, como el
mensaje más constante y terrible que proviene de lo exterior, como el dato que
la conciencia no logra trascender con pleno sentido. La muerte se convierte en
el absurdo de todos los sentidos y de todas las interpretaciones de la
conciencia.
La muerte se manifiesta en el individuo como la vida sumergida en el
hambre y la miseria que destruyen el
sentido de la vida. La marginalidad niega el sentido a cualquier concepto de
humanidad y de la historia.
De hecho, el proyecto de la humanidad y de la existencia de cada hombre
solamente puede tener sentido coherente en la superación de la muerte y de
todas sus manifestaciones cotidianas. La libertad se manifiesta como la lucha
por fomentar signos de vida y de esperanza,
sin saber plenamente si esta lucha es lógica o si tiene sentido en sí misma.
La libertad consiste en apostar
por la vida, sabiendo que existe la posibilidad de perderlo todo. De ahí, la angustia. La angustia se convierte en un
modo existencial del hombre y de la humanidad.
La muerte es condición del hombre y de la humanidad. Y esta condición
mortal tan fuerte como la vida misma. Nadie es necesario, ninguna sociedad es
protagonista principal de la historia, todos somos pasajeros.
La esperanza se convierte en la dimensión positiva que nos impulsa a
seguir el recorrido de la existencia. La esperanza es la obra maestra de la
conciencia que se niega a aceptar el
determinismo mortal como horizonte final de su destino. La esperanza es el
mayor logro que hasta el momento ha alcanzado la humanidad.
La esperanza indica la posibilidad de que el hombre transcienda su
misma realidad mortal hacia un proyecto de inmortalidad. La eternidad se
convierte en la finalidad del hombre libre, con o sin sentido. La esperanza
mantiene viva la fe en la inmortalidad y puede ser la más triste de todas las
mentiras. No hay forma de comprobarlo.
La libertad como camino dialéctico entre la angustia y la esperanza se
origina en la conciencia para trascender hacia lo exterior, hacia el caos
esencial, para dar sentido racional a la misma existencia. Así se construye el castillo de arena que
cualquier oleada puede llevar al absurdo.
En el fondo, una vida que se considera y se interpreta como “exitosa”,
muchas veces suele consistir en comer y vestir muy bien, hasta ser sepultados
en una urna de oro y con corbata nueva. Y muchas veces esta vida exitosa se
logra a través de un círculo de muerte de los desposeídos. Se vive para comer
bien, matando o dejando morir a los débiles, sin remordimiento. La muerte se
convierte en el límite de la existencia. Se trata de matar o dejar morir, para
poder vivir bien. El absurdo se convierte en sentido existencial del hombre y
de la historia. La muerte es el caos. La vida es lucha contra el caos, o la
aceptación del mismo. La muerte es la negación de la libertad. Vivir para el
caos es vivir para la muerte.
Mientras el discurso político se
centra en la vida. La muerte es el caos en donde se desenvuelve la historia de
la humanidad. La libertad se convierte en el anhelo de la conciencia que lucha entre la esperanza de una eternidad
y la angustia de sucumbir ante el caos de la muerte.
La cuestión del sentido de la vida del hombre, conforma el verdadero
marco del paradigma real de interpretación de la historia personal y social. El
sentido de la vida es la clave de lectura que siempre está presente en la
historia de vida de la conciencia.
La acción de la conciencia va más allá de la interpretación de la
realidad. La lucha entre la angustia y la esperaza exige la “valoración” como
un paso trascendente a la interpretación de la conciencia en sí misma. Se
interpreta y se valora desde la misma intimidad de la conciencia, sin ningún
tipo de dualismo.
El conocimiento y la valoración son productos de la misma conciencia.
Es el mismo hombre quien conoce y quien valora gracias a la misma conciencia.
Es el sentido de la vida el paradigma de valoración. La valoración surge del
sentido de la vida.
La Ética surge como producto de la valoración interpretativa frente al problema del sentido de la vida,
que se fundamenta en la posibilidad gnoseológica propia del ser humano, basada
en los postulados metafísicos de la posibilidad de existencia del mismo
sentido, cuya única base ontológica es la existencia de la conciencia, que se
sabe mortal y que se encuentra con la muerte, como mensaje caótico del
exterior, como escenario de su propia existencia y campo de lucha, en donde se
manifiesta la libertad dialéctica entre la angustia y la esperanza.
La vida se convierte en un proyecto factible, en una propuesta llena de
sorpresas en donde la conciencia valora
e interpreta en un mismo acto. La vida se convierte en una apuesta, en una
aventura inédita.
El hombre lucha entre la muerte y la inmortalidad. La lucha por la
inmortalidad es el único camino de posibilidad de sentido de la existencia.
Para que la vida tenga sentido se hace necesario la trascendencia de la muerte
en la inmortalidad. De lo que se trata es de la superación de la inmanencia de
la historia personal y de la humanidad. Solamente en lo trascendental puede
encontrarse el sentido de la vida. Si la muerte es lo definitivo, nada tiene
sentido. ¿Cuál sería el sentido de la existencia, si todo termina con el último
latido del corazón? Simple: matar para vivir.
Solamente la posibilidad de inmortalidad ilumina la lucha por la esperanza
en situaciones concretas de desesperanza y muerte; cuando la vida pierde el
sentido y comienza a hundirse en un círculo vicioso vacío y absurdo, en donde
cada día desaparece sin novedad, ni sabor. Y cuando la situación límite se hace
miseria y recorre toda la piel, la dialéctica de la vida toma un sentido
opuesto hacia el absurdo, es cuando se pierde la alegría de vivir y se espera
con menosprecio la llegada de la muerte.
La lucha por la inmortalidad consiste en buscar un sentido
trascendental a la historia de la humanidad y a la vida concreta de cada
persona. Este es el verdadero fin de la dialéctica de la historia y de la vida
personal. El anhelo de la inmortalidad ha inspirado la historia cultural de la
humanidad. La huella que el hombre ha dejado en el planeta es un grito de
esperanza por la eternidad. Pero la muerte ha sido el ahogo del deseo de
eternidad. La muerte es la acción concreta de la inmanencia que se impone.
La vida es un dato, la muerte es un dato. No en cuanto a conocimiento objetivo, que
implicaría la comprensión exhaustiva de
dichos datos; más bien, como una
realidad que se impone a la conciencia
más allá de su propio deseo, como posibilidad (la vida) y límite (la
muerte) de su existencia.
La vida y la muerte son las
paredes de la existencia del hombre. Más allá de la vida y de la muerte
no hay posibilidad de conocimiento. Solamente la esperanza que nace en la
conciencia puede pretender trascender más allá de la vida y de la muerte.
¿Qué sentido tiene la esperanza? No hay objetividad que sirva para
responder a esta pregunta. La esperanza no se reduce a un sentimiento que nace
en el corazón. La esperanza surge como
posibilidad de apertura hacia el infinito como vocación y sentido de la existencia
humana.
¿Por qué si la inmortalidad es el anhelo más profundo y sincero del
hombre, la historia de la humanidad se presenta como un recorrido de muerte?
Simple: la inmortalidad no es un dato objetivo. En cambio que la muerte se
impone como una maldición, que se rinde ante su altar y le ofrece los mayores
sacrificios. La historia puede ser interpretada como el proceso de adoración,
donde el guerrero ha sacrificado a su dios de la muerte la sangre de los
débiles.
¿Hay alternativas? Siempre que exista la vida humana habrá esperanza,
habrá resistencia. El mundo es así, el hombre es así, un torbellino de vida y
de muerte, un grito de angustia por el final y la oscuridad, y otro grito de
esperanza y anhelo de eternidad. La vida
humana es una aventura inédita, llena de alegrías y de sufrimientos, de sentido y de absurdo.
REFERENCIAS
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Valencia- Venezuela 1998.
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Talleres “Mi bella Liz”
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