Gerardo Barbera
No entiendo de verdad, me pasan unas cosas, creo que es la vejez, bueno,
por lo menos eso es lo que dice mi esposa: "ya está viejo el viejo",
y así resume toda mi existencia.
Hoy desperté más temprano que de costumbre, eran cerca de las tres de la
madrugada. La calle estaba oscura, no se veía ni un alma. ¡Bueno!, yo seguí
caminando como si nada, aunque tenía mucho miedo, sobre todo a ese perro
desgraciado que me esperaba ahí mismo, al cruzar la esquina de la bodega de
Ramón.
¡Dios, mío!, ya quedan migajas de lo que hace años era la bodega del
difunto Ramón. ¡Cómo pasa el tiempo!, ¡Dios, cómo pasa! Hace poco murió,
se quedó dormido, sentado en su silla de cuero. ¡Ramón, Dios mío!, pensar que
estudiamos juntos en la escuela del barrio, tantos sueños, lejanos ideales,
tanto trabajar..., murió pobre, triste y cansado. Ya no quedaba nada en la bodega,
ni una lata de sardinas..., nada. ¡Cómo se ha ido la vida!
Y así, pensando en soledades, llegué a la farmacia. ¡Oye, qué suerte! no
había casi nadie en la cola, llegué de
cuarto. Pero las sorpresas que da la vida, cuando eran como las siete y
media de la mañana, se apareció el vigilante a repartir los números. El corazón
se iba salir de la emoción y del susto y de todo eso que le da uno después de
casi cuatro horas de espera; me dieron mi tique: "104".
"¡Quééé´!", --le grité a ese vigilante--. Y el tipo ese, sin pararme
mucho, me dijo, que si no quería el número, que se lo devolviera.
Acto seguido, llegaron dos camionetas repletas de gente con sus números
en la mano y comenzaron a colearse. Efectivamente, quedé de 104 en la cola.
Casi que me pongo a llorar de impotencia y de frustración. ¿Qué iba yo a hacer?,
simplemente hice mi cola, como un viejo más de la "tercera edad", de
esos que sobran en esta vida, un ser que no le importa a nadie.
Y al final, la crema dental alcanzó hasta el número 102. En serio, no
miento, el vigilante simplemente gritó: "Ya se acabó la crema dental, así
que a despejar". Todo había acabado a las diez de la mañana.
Yo no tenía valor para llegar a la casa con las manos vacías..., sentía
una tristeza profunda, era una terrible depresión existencial. A los 72
años ya no me da pena llorar, y eso hice, lloré como un niño sin regalo.
Cerca de mí, había una señora –de las que habían venido en la camioneta—
con sus tres cremas dentales en una bolsa plástica. ¿Ya adivinan lo que me pasó
por la mente? ¿Verdad que adivinan? Por primera vez en muchos años..., lo pensé
y lo hice...,"tenía que arrancarle esa bolsa y a correr". Me levanté
silenciosamente..., caminé y cuando estuve cerca..., ¡Zuuum!, le arranqué la
bolsa y a correr –¡Por Dios, a mis 72 años—.
Y lo último que recuerdo fue un
puñetazo en el ojo que me propinó el vigilante, caí largo a largo, casi que me
desmayo..., mientras la tipa esa me gritaba: "viejo gay..., dame acá mi bolsa".
¡Bueno!, me encerraron en una patrulla policial. Ahí estaba yo, un pobre
viejo, cansado, con el ojo morado, con un dolor en la cara y una tristeza
profunda en el alma.
Dos horas después el policía me dejó libre. Y ahí estaba ella, toda nerviosa, lloraba en silencio. Simplemente me miraba con ternura: "véngase mi viejo, deje que se lleven toda la farmacia si quieren, véngase, allá en la casa le curo ese ojo". Los ojos se me aguaron. En el asiento delantero de la patrulla policial estaba el reloj que mi esposa dejó a cambio de mi libertad.
Dos horas después el policía me dejó libre. Y ahí estaba ella, toda nerviosa, lloraba en silencio. Simplemente me miraba con ternura: "véngase mi viejo, deje que se lleven toda la farmacia si quieren, véngase, allá en la casa le curo ese ojo". Los ojos se me aguaron. En el asiento delantero de la patrulla policial estaba el reloj que mi esposa dejó a cambio de mi libertad.
Los dos viejos caminamos de regreso. Llegué a mi casa sin crema dental,
con el rostro hinchado, pero feliz. Ese
amor de toda la vida lo era todo para mí..., ella siempre está ahí..., y
ninguna revolución de ladrones…, la apartará de mi lado.
Hermoso!
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